Sangue del mio sangue: Bellocchio desnuda a la puritana Italia
Por Salomé Guadalupe Ingelmo.
Siglo XVII, un soldado llega al convento-prisión de Bobbio, donde su hermano gemelo se ha suicidado recientemente, presuntamente tras perder la cabeza por una joven monja de la que era confesor. Sepultado en tierra no consagrada como consecuencia del abominable pecado, el resto de religiosos se proponen hacer confesar ‒empleando cualquier método necesario‒ a la infeliz su pacto con el diablo para seducir al religioso, de tal forma que éste quede libre de su culpa, pueda recuperar su reputación y sea enterrado como la familia espera. Para ello no dudarán en recurrir a la ayuda del soldado, que vistiendo las ropas religiosas del difunto, espera suscitar el remordimiento y lograr su propósito. Pero, lejos de ello, esa mujer misteriosa volverá a ejercer su poderosa fascinación de nuevo. Entre tanto, el soldado compartirá lecho, a un tiempo, con una pareja de hermanas solteronas ‒grandes admiradoras en su día del hermano muerto‒ que con él despiertan al deseo. El protagonista, sin embargo, no llegará a consumar su pasión por la desdichada acusada de brujería.
Sin solución de continuidad, el espectador asiste perplejo a un salto temporal de 400 años para el que no se le prepara en absoluto. Siglo XXI, un magnate ruso decide adquirir el antiguo convento-prisión de Bobbio, testigo de la tragedia en el pasado, con el fin de convertirlo en un centro de recuperación de toxicómanos acaudalados. Así se descubre que el edificio, propiedad del estado, a pesar de encontrarse parcialmente en ruinas, alberga un extraño huésped de avanzada edad al que sus dos sirvientes llaman Conde. El funcionario llegado de Bolonia para cerrar la venta intuirá inmediatamente que ese singular personaje ha de ser el profesor Basta, desaparecido hace ocho años sin dejar rastro. Aunque muchos vecinos, cuenta su mujer ‒profundamente frustrada porque su confusa situación no le permite cobrar una pensión‒, dicen haberlo visto en varias ocasiones, siempre de noche, motivo por el que le llaman “el vampiro”.
Curiosamente el inspector cuya presencia aterroriza en el presente a todo Bobbio, pues quien más quien menos, en una Italia corrupta y perezosa que pretende vivir eternamente de las subvenciones, tiene algo que esconderle al Ministerio de Hacienda ‒pensiones por invalidez, minusvalía o incluso fallecimiento concedidas en condiciones irregulares que son del dominio público entre los vecinos‒, es interpretado por el mismo actor (Pier Giorgio Bellocchio) que encarna al soldado en el pasado. De hecho ambos personajes, para sorpresa del público, que se siente cada vez más perdido, tienen el mismo nombre: Federico Mai. Por supuesto, no casualmente, pues ambos se descubren como un fraude: el primero, por cobardía, abandona a su suerte a la mujer que desea, quien carga con todas las culpas del pecado mientras él se convierte en cardenal de Génova; el segundo resulta ser un banal estafador.
No será esta la única ocasión en que un mismo actor interprete un personaje del pasado y también uno del presente, tendiendo lazos que lentamente van haciendo sospechar al espectador la tesis del director: que en efecto algunas cosas no han cambiado tanto en los últimos cuatro siglos; que nuestro presente sigue siendo producto de nuestro pasado. Así, significativamente, Roberto Herlitzka interpreta al obispo de Bobbio en la antigüedad y también al Conde Basta en la actualidad. Es decir, a los dos polos del poder. Porque el vínculo entre el presente y el pasado reside precisamente en el poder, que puede cambiar su aspecto, pero no su esencia represora. De alguna forma, Italia sigue siendo la que era, sometida a cadenas que ella misma acepta resignada. Antes bajo el puño de hierro de la Iglesia, ahora bajo la bota de una élite autoproclamada que acapara el poder político y los recursos económicos, pastoreando a los ciudadanos de a pie como si de ovejas se tratase. Porque no sé si ese polvoriento y aletargado Bobbio es, como sostiene el Conde, el mundo; pero sí puedo asegurar que Bobbio es Italia, o al menos una parte consistente de Italia que aún impone y acepta sumisa una caduca moral heredada de sus padres.
Por eso Bellocchio, aun a riesgo de resultar impopular, no elude la responsabilidad ciudadana. El director retrata una actualidad grotesca y desmedida, una sociedad sin principios que, si bien más democrática, tampoco ostenta una autoridad moral mucho mayor que la de los privilegiados de antaño a los que pretende derrocar. En ese sentido el título de la película, Sangre de mi sangre, cobra un especial significado ‒aunque hay otras interpretaciones posibles, ya que el propio protagonista es hijo del director, y tampoco podemos pasar por alto que esa indolente Bobbio en efecto es la ciudad natal de Bellocchio‒, pues las carencias y la corrupción del nuevo sistema que se propone suplantar al antiguo no dejan de ser herencia de los malos hábitos y vicios cultivados por aquel, aceptados ya como naturales. En consecuencia, nuestras democracias están enfermas, son débiles y deficientes. Los individuos no han aprendido a responsabilizarse de su propia libertad. Aún no han comprendido que pasar de siervos a ciudadanos exige madurez y esfuerzo por su parte.
Así, poco vigilantes, mientras se conforman con sumirse en estériles y ocasionales juergas, siguen tolerando al discreto Conde, titiritero que maneja los hilos desde las sombras. Si bien este jerarca, desgastado por los años, aquejado de melancolía y una pronunciada apatía, pasa por lo que parece una crisis existencial. La sangre ya no tiene sobre él el efecto de antaño, ya no le estimula. Se siente viejo y en raras ocasiones advierte la tentación de morder a una víctima. Tanto es así que el Conde, que sufre un insoportable dolor de dientes, rechaza el intento de su dentista por salvar una pieza que a él ya se le antoja inútil. Y es que, aunque en la actualidad resulta casi imposible retirarse del mundanal ruido, de las terrenales pasiones nos retira de forma natural el paso del tiempo. Ese tiempo que, como recuerda la película en varias ocasiones, no podemos detener. Y que, sospechamos al observar los coches policiales que cierran la parábola de Bellocchio, a su paso barrerá a esa clase privilegiada y caduca que empieza a ser acorralada por la justicia a causa de las irregularidades y abusos cometidos para mantener sus prebendas.
Por eso la discreción resulta esencial para el poder, especialmente para el poder que carece de autoridad moral, si quiere perpetuarse. La clase dirigente y privilegiada debe procurar mantenerse en las sombras, como el vampiro ‒que no logra entender la obsesión del mundo moderno por exhibirse en la televisión e internet‒, si quiere conservar el control sobre la comunidad.
Esa suerte de aristocracia de rancio abolengo a la que representa el Conde, que supone un lastre para la sociedad italiana al aferrarse obstinadamente a principios y códigos del pasado, vive en su particular paraíso artificial, en una cómoda burbuja: voluntariamente aislada de un presente y una mayoría social que, en realidad, considera vulgar. Como sucede también con la Iglesia, el poder y la autoridad de esa clase privilegiada se fundamenta en la imposición de la propia doctrina, convertida en dogma. Una doctrina que, sin embargo, se adecua a la conveniencia de quien la impone. Que, confirmando la famosa ley del embudo, se aplica con hipocresía y doble moral; con manifiesto egoísmo, codicia e insolidaridad. Sin mostrar siquiera un atisbo de lealtad gremial.
De esta forma, apenas comprenden que corren el peligro de ser descubiertos por el funcionario estatal, el Comité, un grupo de prohombres de avanzada edad ‒trasunto de una clase política totalmente desprestigiada‒ que aparentemente velan por el bienestar de la comunidad, intenta convencer al Conde, al que hasta el momento ha apoyado y encubierto, para que abandone el convento-prisión y se retire a la Riviera o a un geriátrico, de tal forma que el edificio en efecto pueda ser vendido sin levantar más sospechas.
Sólo que el Conde, que pretende atrincherarse en el edificio y en la localidad bajo su protección como un nuevo Vlad Tepes, empecinado en velar por unos súbditos que en su mayoría no son conscientes de su presencia, obstinado en continuar de incógnito en su vetusta morada hasta la muerte, descubre que el presunto inspector es en realidad un farsante, un exconvicto que ha urdido un plan para estafar a Bobbio –porque a menudo la administración compite con los propios vampiros por el dudoso privilegio de ser considerada parásito chupasangre por excelencia–, y logra deshacerse de él por un módico precio.
La película, con mucha más claridad en su primera parte, la dedicada al proceso por brujería que tiene lugar en el pasado, encierra un canto a la libertad. Más concretamente a la capacidad transgresora de la mujer, a su papel como motor del cambio social al propiciar ‒en buena medida desde la función de educadora que en el ámbito del núcleo familiar ha desempeñado tradicionalmente casi en solitario‒ la evolución de la mentalidad y la moral comunitaria. Porque el varón es demasiado pusilánime para traspasar límites. Y también rehúye el compromiso. Por eso las llaves que Benedetta entrega al soldado para que se reúna con ella acaban en el fondo del río, junto a las que precedentemente entregase al hermano sacerdote. Lo que también significa que el personaje masculino da por definitivamente cerrado ese episodio de su pasado más reciente, inmune al remordimiento que debería suscitarle el abandonar a la pobre desdichada a su suerte, cargando con las culpas de ambos.
Sin lugar a dudas, de las dos partes de la película, la primera, dotada de una pátina antigua extremadamente verosímil gracias al cuidado vestuario y a la fotografía, se revela la más fascinante. Bella en su minimalismo sobrecogedor, la ambientación austera e incluso sórdida refleja la rigidez moral y el oscurantismo en el que germina la intolerancia religiosa y el fanatismo, el despotismo en último termino, del que Benedetta, sometida a tortura física y a una bárbara ordalía en el río, acaba siendo víctima. Víctima del machismo típico de sociedades patriarcales, en las que la mujer es considerada inductora del pecado. El otro sexo, el presuntamente fuerte, justifica sus deseos ‒considerados improcedentes‒ mediante una supuesta provocación ajena: todo con tal de seguir negando obstinadamente la propia debilidad, o más bien la propia naturaleza.
Benedetta ‒paradójico nombre‒, tras su confesión bajo hierros candentes, será emparedada ante la atenta mirada de todo el convento. Asistimos al sadismo del que hacen uso los jerarcas de la Iglesia para lograr sus fines. Un sadismo especialmente cruel cuando se esgrime contra las mujeres, a menudo objetivo de su violencia. Así la persecución de las insumisas, las que no se adaptaban a los cánones femeninos impuestos, ha durado siglos. Muchas, tachadas de brujas simplemente por conocer remedios de la medicina popular o sufrir enfermedades mentales, fueron sometidas a cárcel, tortura y muerte. Baste citar el proceso contra las brujas de Zugarramurdi que tuvo lugar en 1610, el más grave abierto por la Inquisición española.
Únicamente la figura femenina, paradigma de libertad, se opone en Sangue del mio sangue a ese autoritarismo, a la represión impuesta por el poder omnímodo que ejerce la Iglesia, claramente machista y misógina. Un poder arbitrario ante el que Benedetta no se doblega. Y por ello es castigada, torturada y tapiada durante décadas. Sólo al final descubrimos que la emparedada en el pasado, inexplicablemente, sobrevivió. Y, ya anciana y presuntamente arrepentida, únicamente pide, antes de morir, el perdón del soldado, ahora convertido en cardenal. Si bien, una vez liberada de la prisión, ella surge en todo su esplendor y juventud de antaño, desnuda, victoriosa sobre la represión, sobre el hombre traidor que yace súbitamente muerto en el siglo XVII ‒porque de las pasiones no se puede huir sencillamente enterrándolas tras un muro, negándolas y reprimiéndolas‒. Como yace muerto también el Conde Basta en la actualidad, porque los tiempos de ese género de casta ‒como anuncia el propio apellido el personaje‒ ya han pasado. Lo proclaman los coches de policía que, en la escena final de la película, iluminan un Bobbio nocturno y desierto, aparentemente en busca de los secretos bochornosos que sus ciudadanos más ilustres han escondido durante demasiado tiempo.
Benedetta, la franqueza y la honestidad que ella representa, en efecto alcanzará su revancha también en el presente, pues la misma actriz que la interpreta en la antigüedad (Lidiya Liberman) toca el piano mientras los jóvenes de Bobbio cantan Trona a Surriento ante la mirada abatida del Conde, a quienes los prohombres de la localidad ya han anunciado que debe abandonar su morada para retirarse a una residencia.
A decir verdad, la banda sonora de Sangue del mio sangue se revela tan original y desconcertante como la propia película. En ella tienen una amplia presencia las canciones populares, a menudo interpretadas por los personajes: el canto alpino Tapum, que nació en la Primera Guerra mundial y que el Conde canta como símbolo de resistencia ante el desalojo que la administración, cual nuevo enemigo austrohúngaro, pretende imponerle; la también alpina Sul ponte di Perati, que anuncia la cercana muerte del Conde a manos de sus fantasmas; la célebre canción napolitana Torna a Surriento… No obstante, el protagonismo absoluto lo alcanza, por méritos propios, Nothing Else Matters, de Metallica, en su cautivadora versión coral, interpretada por las voces femeninas de las belgas Scala & Kolacny Brothers. Una adaptación que acompaña a la primera parte de la película ‒y que también la cierra‒, contribuyendo al halo onírico que envuelve la historia de Benedetta. Un canto a la libertad de conciencia, Nothing Else Matters, que resume la esencia del mensaje propuesto por Bellocchio: ése que insta a vivir según las propias reglas, sin pensar en el qué dirán, en las normas impuestas.
Porque, como hemos podido comprobar, la hipocresía juega un papel esencial en Sangue del mio sangue. La hipocresía en la Iglesia, que arranca confesiones para limpiar su conciencia. La hipocresía de la comunidad, que cuando intuye problemas no duda en dar la espalda al Conde, su anciano benefactor. Nada es lo que parece: el obispo que condena en el pasado es en la actualidad un vampiro que maneja en las sombras a los ciudadanos; la presunta bruja de antaño es simplemente una mujer que se rebela ante la injusticia.
Nada es lo que parece en Italia porque Italia sigue siendo un país reprimido, que aún sufre las consecuencias de una moral católica en perpetua cruzada contra el sexo, pero que al tiempo admite vicios tan deplorables como la corrupción, la mendacidad y la falta de principios. Que, de hecho, también fomenta la doble moral por lo que respecta al denostado sexo: el pecado no es el que se comete, sino el que no se oculta y niega públicamente. Italia sigue siendo, en definitiva, la misma sociedad que conocía los métodos mafiosos de Berlusconi y perdonaba su machismo y su dudosa moral sexual mientras sus “aventuras” se mantenían en la “discreción”; la misma Italia que le dio la espalda cuando sus escándalos se hicieron públicos, imposibilitando que el votante se siguiese fingiendo ignorante.
En Sangue del mio sangue descubrimos una constante referencia al cine, incluso una reflexión sobre su propia naturaleza. En efecto asistimos a una exaltación de la belleza formal, pero también, y por el mismo motivo, a una exaltación del sentido de la vista en sí mismo. Siguiendo esa moral católica que exige un sentimiento de culpa por pulsiones y reacciones tan naturales como la atracción por nuestros semejantes o la simple curiosidad, por el uso y disfrute de cuerpo, son constantes las escenas en las que alguien espía a alguien, en las que la intimidad se ve voluntariamente violada y un pedazo de realidad es enmarcado por una cerradura, una ranura, una puerta entornada, el espacio del último ladrillo con el que se tapiará al objeto de deseo… Encuadrado, en definitiva, por el ojo de la indiscreta cámara.
Sangue del mio sangue se revela una película compleja y sin duda a menudo confusa, pero también fascinante, al margen de su innegable belleza estética, precisamente por esa inusual libertad narrativa que tanto desconcierta. Con una lógica interna muy personal que únicamente logramos advertir cuando la obra se analiza en su conjunto, lejos de la perfección pero jamás resignada a la mediocridad, excepcionalmente original, extraña aunque insólitamente hermosa, Sangue del mio sangue es una película que merece la pena ver aunque resulte de digestión lenta y exija un cierto esfuerzo por parte del espectador.
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