Al final del paraíso
Por Carlos Rodríguez Crespo.
Con la publicación, en enero pasado, de una exhaustiva recopilación de sus cuentos, algunos de los cuales aparecieron durante la década de los ochenta del XX en revistas tan heterodoxas como Penthouse, se ha dado un salto cualitativo, cuatro años después de su desaparición, en la recuperación de la obra, por este orden, del crítico cinematográfico, escritor, guionista y director Carlos Pérez Merinero, una de las firmas clave en la renovación de la novela negra en España durante la Transición y el postfranquismo. Más por el tesón de su hermano David, cinéfilo y crítico como el creador que nos ocupa, que por una solvente comunicación publicitaria, su nombre ha comenzado a circular en foros de iniciados y simpatizantes, haciéndose un hueco entre la inflación de títulos que sacuden cada semana los suplementos culturales, junto con el nombre del colectivo Marta Hernández, que aunó con ferocidad y desparpajo propuestas estéticas renovadoras del polvoriento cine de los setenta con una crítica endiabladamente marxiana, en la estela del también olvidado Poulantzas, primero, y luego del análisis del campo literario propuesto por Pierre Bourdieu. Javier Maqua, quien formaba parte del grupo, concedió una recomendable entrevista en la que daba cuenta del trabajo que emprendieron entonces, antes de que el torbellino estadounidense engullera la mente de los cineastas y, con ello, toda alternativa al guión mainstream de acción y thriller y final vengador.
Cuadernos del Laberinto se ha sumado a esta iniciativa editorial desempolvando del cajón de los trabajos que no vieron la luz en su momento, por razones que escapaban a la voluntad del autor, La estrella de la fortuna, una novela que Fernán Gómez y Pedro Costa quisieron llevar al celuloide, pero que la burocracia ministerial frustró, para variar. Lo malo de Merinero es esa claridad diáfana de situaciones humorísticas y descabelladas que trastoca el buen gusto literario, eso de la excelencia en la tradición de James, el preciosismo de Prada, y nos embarca en una cadena de risotadas, la marca de su –disculpen el deflacionario término, tan magullado– malditismo. Aún cuando contaba con el respaldo del inviolable Berlanga, el ansioso merinerista no pudo ver Salido de madre en los estantes de las librerías con portada rosa, y tuvo que esperar a que el impresor Miguel Navarro, compañero de disidencias de David y Carlos, Carlos y David, le deleitara con la cuidada colección que recopila buena parte de la obra inédita de este apasionado del cine, el sexo y el crimen.
Para quien no haya frecuentado sus libros, bastará señalar que Merinero irrumpió, de una forma un tanto impetuosa y macarra, en el panorama de la novela negra a principios de los ochenta con Días de guardar, la historia de un atracador de extracción social baja que durante siete días roba conforme a un plan premeditado y, a sensu contrario, se acuesta aleatoriamente, o lo intenta, con todas las mujeres con las que tiene oportunidad de hacerlo. Las reglas del juego continúa el mismo tenor delincuente, gente pobre que quiere salir de su estado de carencia secuestrando al presidente de la FIFA –el fifo–, salpicando la trama con episodios hilarantes, más propios de las viñetas de Mortadelo y Filemón, que toman bien el pulso a esa cutrez castiza que brota en el reverso de la limpieza de sangre. La laureada Llamando a las puertas del infierno redobla la euforia asesina, una de sus señas de identidad. Y con La mano armada afirmó haber inventado un estilo: la pornografía antifranquista. Fue también el guionista de Amantes y de algunos capítulos de la venerable serie La huella del crimen. Rincones del paraíso, filmada en el 96, y protagonizada por Juan Diego, es ejemplo artesanal de esa reflexión metadiscursiva que evidencia, como señala José Luis López Sangüesa, la influencia del situacionismo en su apuesta como cineasta.
Quizás La estrella de la fortuna se encuadre bien en esa referencia seriada de sus textos que tienen como fondo de armario el cine, como se observa en Las noches contadas –el propietario es un dueño de un videoclub ubicado en el madrileño Barrio de la Concepción– o Desgracias personales, donde la narradora es una montadora de cine que comete un asesinato intentando impedir una supuesta violación y cuya progresión y desenlace recuerda aquello que escribió Baudelaire y tanto alaban los semióticos: el mundo no funciona si no es por el malentendido. En El ángel triste, el narrador es un joven cinéfilo y malcriado, esencialmente hedonista, cuya madre es partidaria del régimen de Franco, como franquista es la actriz que escribe las cartas a su admirador, un empresario con la cara deformada por una deflagración en uno de los frentes de la Guerra Civil, sin apenas sensibilidad ni empatía, que conforma la textura epistolar de Caras Conocidas, base de su desquiciada y angustiante enunciación fílmica Valor facial.
Narrada en tercera persona, esta historia recupera parte de los motivos que anidan en su prolífica obra: el cine, el franquismo, la autodestrucción, el homicidio como la otra cara –indisociable– del suicidio. Rompe con la inmersión en la brutalidad chusca, con tintes paródicos, que caracteriza sus otras composiciones, con salvedad de residuo. El protagonista, Miguel Casares, es un actor retirado, muy elogiado durante el régimen de Franco, que acude sin entusiasmo al festival de cine de San Sebastián, donde se va a proyectar una retrospectiva sobre su obra. Allí, solo y derrotado por una vida que da por finalizada, presencia en sus múltiples paseos un crimen que permite al narrador levantar un diagnóstico sobre la industria del cine, la pesadez de la existencia, el fetichismo de la imagen y la absurda e inconsútil parafernalia que acompaña a tales eventos. Fascinante es el momento, hacia el final, cuando contesta a su interlocutor con aspereza sobre lo que ha tenido y tiene (fama, dinero, mujeres) con voces que entronca con esa misantropía que aflora fieramente en su obra (enfermedades, cansancio, hastío).
La estrella está construida con una más que sugerente economía de medios que reivindica la centralidad de la trama y huye como de la peste del ringorrango expresivo, lo que confiere al texto en su conjunto una inteligente correlación entre la dimensión sustantiva de la narración y el estilo con el que lo enfrenta: subrayar la pesadez de la vida, el hastío del que habla Casares, exige, indudablemente, parquedad. Otro de los aciertos es su extensión. Estamos ante una novela breve de 125 páginas, dividida en dos partes, tituladas “Haz” y “Envés”, cada una de las cuales alojan cuatro capítulos. Aquello de Gracián. Ambas secciones responden a una estrategia narrativa que, para el lector avisado, permiten establecer un índice de correspondencias entre los dos temas que, desde la antigüedad clásica, conforman una isotopía.
Con tal declaración de presupuestos, no es difícil intuir que, en su peripecia artística, navegara con mayor desprecio que adhesión dóxica sobre la maraña de debates, escuelas y preferencias estéticas que dibujaron su momento histórico. Toda esa mandanga de celianos y benetianos, enamorados del boom latinoamericano y defensores de la gran tradición europea, discípulos de Fitzgerald y otras hierbas. Se encerró en el piso familiar de la calle José del Hierro con el propósito de escrutar las posibilidades que, para la trama de sus novelas, ofrecía el interdicto del crimen, una metáfora que permite examinar las paradojas de la vida, con sus claroscuros, ternura y mezquindad.
Ya he escrito por ahí que tiene un puñado de cuentos memorables y es difícil disociar su literatura de la denuncia política, que antes que novelista prefería ser cineasta. De ahí la solidez de sus argumentos. Merinero es la peste a basura que los propietarios del jardín ignoran, porque no toleran que el más estúpido accidente altere la falsa imagen de satisfacción que desean, con todo su empeño, proyectar entre los otros vecinos de la urbanización. Es la rebelión contra el progre y el neofranquista electoral en una España que no terminaba de sepultar su pasado de cutrerío, cunetas y cortijeros en Chicote. Su literatura es expectorante. Esperemos que la empresa editorial siga confiando en la edición, y reedición, de sus trabajos.
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