Susan Sontag: «Ante el dolor de los demás»
En el primero de los seis ensayos de Sobre la fotografía (1977), sostuve que si bien un acontecimiento conocido por fotografías sin duda se vuelve más real que si estas no se hubiesen visto nunca, luego de una exposición reiterada el acontecimiento también se vuelve menos real. De igual modo que generan simpatía, escribí, las fotografías la debilitan. ¿Es cierto? Lo creía cuando lo escribí. Ya no estoy tan segura. ¿Cuál es la prueba de que el impacto de las fotografías se atenúa, de que nuestra cultura de espectador neutraliza la fuerza moral de las fotografías de atrocidades?
La cuestión gira en torno al principal medio de noticias, la televisión. El modo en que se emplea, dónde y con cuánta frecuencia se ve, agota la fuerza de una imagen. Las imágenes mostradas en la televisión son por definición imágenes de las cuales, tarde o temprano, nos hastiamos. Lo que parece insensibilidad tiene su origen en que la televisión está organizada para incitar y saciar una atención inestable por medio de un hartazgo de imágenes. Su superabundancia mantiene la atención en la superficie, móvil, relativamente indiferente al contenido. El flujo de imágenes excluye la imagen privilegiada. Lo significativo de la televisión es que se puede cambiar de canal, que es normal cambiar de canal, sentirse inquieto, aburrido. Los consumidores se desaniman. Necesitan ser estimulados, echados a andar, una y otra vez. El contenido no es más que uno de esos estimulantes. Una vinculación más reflexiva con el contenido precisaría de una determinada intensidad de la atención: justo la que se ve disminuida por las expectativas inducidas en las imágenes que diseminan los medios, cuya lixiviación de contenido es lo que más contribuye a que se agoste el sentimiento.
El argumento según el cual la vida moderna consiste en una dieta de horrores que nos corrompe y a la que nos habituamos gradualmente es una idea fundadora de la crítica de la modernidad; si bien la crítica es casi tan antigua como la modernidad misma. En 1800, Wordsworth, en el prólogo de las Baladas líricas, denunció la corrupción de la sensibilidad producida por «los grandes acontecimientos nacionales que tienen lugar a diario y la creciente acumulación de los hombres en las ciudades, donde la uniformidad de sus quehaceres produce un ansia de incidentes extraordinarios, gratificada cada hora por la rápida comunicación de la información». Este proceso de sobreexcitación incide en «el embotamiento de las capacidades mentales de discernimiento» y «las reduce casi a un estado de torpor salvaje».
El poeta inglés había destacado el embotamiento mental que producen los acontecimientos «diarios» y las noticias «cada hora» de «incidentes extraordinarios». (¡En 1800!) Se dejaba con prudencia a la imaginación del lector el tipo exacto de acontecimientos e incidentes. Unos sesenta años después, otro gran poeta, célebre por su diagnóstico de la cultura -francés y por ello autorizado a ser hiperbólico en la medida que los ingleses se inclinan por la mesura-, expuso una versión más vehemente de idéntico cargo. Se trata de Baudelaire, que escribe en sus diarios a principios del decenio de 1860:
Es imposible echar una ojeada a cualquier periódico, no importa de qué día, mes o año, y no encontrar en cada línea las huellas más terribles de la perversidad humana…Todos los periódicos, de la primera a la última línea, no son más que una sarta de horrores. Guerras, crímenes, hurtos, lascivias, torturas; los hechos malévolos de los príncipes, de las naciones, de los individuos: una orgía de la atrocidad universal. Y con ese aperitivo repugnante el hombre civilizado riega su comida matutina.
Los periódicos aún no tenían fotografías cuando escribió Baudelaire. Pero eso no obsta para que su descripción censoria del burgués, sentado a desayunar con el conjunto de horrores mundiales de la prensa de la mañana, sea en nada distinta de la crítica contemporánea del abundante horror anestésico que nos ceba todos los días, tanto de la televisión como del periódico matutino. La tecnología más reciente suministra una alimentación constante: tantas imágenes de desastres y atrocidades como tiempo de que dispongamos para verlas.
A partir de Sobre la fotografía, muchos críticos han señalado que los suplicios de la guerra -a causa de la televisión- han pasado a ser una futilidad nocturna. Saturados de imágenes de una especie que antaño solía impresionar y concitar la indignación, estamos perdiendo nuestra capacidad reactiva. La compasión, extendida hasta sus límites, se está adormeciendo. Así reza el conocido diagnóstico. Sin embargo, ¿qué es lo que se está pidiendo en realidad? ¿Que las imágenes de la carnicería se limiten a, digamos, una vez por semana? En sentido más general, ¿que porfiemos en lo que pedí en Sobre la fotografía: «Una ecología de las imágenes»? No habrá ecología de las imágenes. Ningún Comité de Guardianes racionará el horror en aras de mantener plena su capacidad de conmoción. Y los horrores mismos no se atenuarán.
El punto de vista propuesto en Sobre la fotografía -según el cual nuestra capacidad de responder a nuestras experiencias con renovadas emociones y pertinencia ética está siendo socavada por la incesante difusión de imágenes vulgares y espantosas- puede catalogarse como la crítica conservadora de la difusión de tales imágenes.
Califico este argumento como conservador porque lo que se erosiona es el sentido de la realidad. Todavía perdura una realidad que existe con independencia de los intentos por atenuar su autoridad. El argumento es de hecho una defensa de la realidad y de las pautas de respuesta más plena frente a esa realidad, las cuales se encuentran en riesgo.
En el desarrollo radical -cínico- de esta crítica, no hay nada que defender: las enormes fauces de la modernidad han masticado la realidad y escupido todo el revoltijo en forma de imágenes. Según un análisis harto influyente, vivimos en una «sociedad del espectáculo». Toda situación ha de ser convertida en espectáculo a fin de que sea real -es decir, interesante- para nosotros. Las personas mismas anhelan convertirse en imágenes: celebridades. La realidad ha abdicado. Solo hay representaciones: los medios de comunicación.
Retorica florida, esta. Y muy persuasiva para muchos, pues una de las características de la modernidad es que a la gente le gusta sentir que puede anticiparse a su propia experiencia. (Este concepto está vinculado sobre todo a los escritos de Guy Debord, el cual pensaba que estaba describiendo una ilusión, un truco, y de Jean Baudrillard, el cual dice sostener que las imágenes, realidades simuladas, ya son todo lo que existe en la actualidad: al parecer es una suerte de especialidad francesa). La afirmación de que la guerra, como todo lo demás que parece real, es mediátique, resulta común. Ese era el diagnóstico de distinguidos franceses que por un día se dejaron ver en la Sarajevo asediada, entre ellos André Glucksmann: que la victoria o derrota bélica no dependía en absoluto de lo que sucediera en Sarajevo, o de hecho en Bosnia, sino de lo que sucediera en los medios. A menudo se declara que «Occidente» ha llegado a considerar cada vez más la guerra como un espectáculo. Los informes sobre la muerte de la realidad -como la muerte de la razón, la muerte del intelectual, la muerte de la literatura seria- parecen haber sido aceptados sin mucha reflexión por las innumerables que intentan comprender lo que parece mal, vacuo o estúpidamente triunfalista en la política y la cultura contemporáneas.
La afirmación de que la realidad se está convirtiendo en un espectáculo es de un provincianismo pasmoso. Convierte en universales los hábitos visuales de una reducida población instruida que vive en una de las regiones opulentas del mundo, donde las noticias han sido transformadas en entretenimiento; ese estilo de ver, maduro, es una de las principales adquisiciones de «lo moderno» y requisito previo para desmantelar las formas de la política tradicional basada en partidos, la cual depara el debate y la discrepancia verdaderas. Supone que cada cual es un espectador. Insinúa, de modo perverso, a la ligera, que en el mundo no hay sufrimiento real. No obstante, es absurdo identificar al mundo con la regiones de los países ricos donde la gente goza del dudoso privilegio de ser espectadora, o de negarse a serlo, del dolor de otras personas, al igual que es absurdo generalizar sobre la capacidad de respuesta ante los sufrimientos de los demás a partir de la disposición de aquellos consumidores de noticias que nada saben de primera mano sobre la guerra, la injusticia generalizada y el terror. Cientos de millones de espectadores de televisión no están en absoluto curtidos por lo que ven en el televisor. No pueden darse el lujo de menospreciar la realidad.
Se ha vuelto un lugar común en el debate cosmopolita sobre las imágenes de atrocidades suponer que tienen escaso efecto, y que hay algo intrínsecamente cínico en su difusión. Aunque la gente crea que en la actualidad las imágenes de la guerra importan, esto no disipa la persistente sospecha sobre el interés en estas imágenes y las intenciones de quienes las producen. Tal respuesta proviene de los dos extremos del abanico: de los cínicos que nunca han estado cerca de una guerra y de los hastiados del conflicto soportando sus desgracias cuando se las fotografía.
Las ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espéctaculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos han sido instruidos para ser cínicos respecto de la posibilidad de la sinceridad. Algunas personas harán lo que esté a su alcance para evitar que las conmuevan. Qué fácil resulta, desde el sillón, lejos del peligro, sostener un talante de superioridad. De hecho, escarnecer el esfuerzo de quienes han sido testigos en zonas de conflicto calificándolo como «turismo bélico» es un juicio tan recurrente que ha invadido el debate sobre la fotografía de guerra en cuanto profesión.
Persiste la impresión de que la apetencia por semejantes imágenes es vulgar o baja; que es necrofagia comercial. En Sarajevo, durante los años del asedio, no era infrecuente oír, en medio del bombardeo o la ráfaga de los francotiradores, a algún habitante gritando a los fotoperiodistas, fácilmente identificables por el equipo que pendía de sus cuellos: «¿Esperas que estalle la bomba para poder fotografiar unos cadáveres?».
A veces así fue, aunque menos a menudo de lo que cabría imaginar, pues él o la fotógrafa en las calles en medio de un bombardeo o de la ráfaga de un francotirador corría tantos riesgos de morir como los ciudadanos a los que iba siguiendo. Además, la búsqueda de un buen reportaje no era el único motivo de la avidez y el valor de los fotoperiodistas que cubrían el asedio. Durante todo el conflicto la mayoría de los numerosos periodistas experimentados que informaban desde Sarajevo no eran neutrales. Y los habitantes en efecto querían que su apremiante situación quedara plasmada en fotografías: las víctimas están interesada en la representación de sus propios sufrimientos. Pero quieren que su sufirmiento sea tenido por único. A principios de 1994 el fotoperiodista inglés Paul Lowe, que había estado viviendo durante más de un año en la ciudad asediada, organizó, en una galería parcialmente destruida, una exposición de las fotografías que había estado haciendo y las acompaño de otras realizadas unos años antes en Somalia; los habitantes de Sarajevo, si bien estaban deseosos de ver nuevas fotos de la destrucción continuada de la ciudad, se ofendieron por la inclusión de las imágenes somalíes. Lowe había creído que el asunto era simple. Él era un fotógrafo profesional y aquellos, dos conjuntos de obras de las que se sentía orgulloso. Para los habitantes también era simple. Exponer su sufrimientos al lado del de otro pueblo era compararlos (¿qué infierno era peor?), lo cual degradaba el martirio de Sarajevo a una mera instancia. Exclamaron: las atrocidades ocurridas en Sarajevo nada tenían que ver con los sucedido en África. Sin duda había un matiz racista en su indignación -la gente en Sarajevo nunca se cansó de señalar a sus amigos extranjeros que los bosnios son europeos-, pero también habrían hecho la misma objeción si en su lugar se hubieran incluido en la exposición fotos de las atrocidades cometidas contra los civiles de Chechenia o Kosovo, y de hecho de cualquier otro país. Es intolerable ver los sufrimientos propios aparejados a los de otros cualesquiera.
(Fuente : «Ante el dolor de los demás», 7, Susan Sontag)
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