‘El intérprete del dolor’, de Jhumpa Lahiri
Por Ricardo Martínez Llorca
El intérprete del dolor
Jhumpa Lahiri
Traducción de Gemma Rovira Ortega
Salamandra
Barcelona, 2016
221 páginas
La India es varios géneros literarios. Un país con cientos de idiomas y dialectos, con un panteón de dioses que ocuparía cada una de las estrellas de nuestra galaxia, con tanta belleza como decadencia, lleno de gente bondadosa pese al malestar que refleja el coeficiente Gini, ese que mide la desigualdad económica, y con infinidad de exiliados distribuidos por todo el planeta. Existe, entre estos géneros literarios, uno que protagonizan los autores que heredaron esa cultura familiar, pero que son de segunda generación, nativos de otros países. La mayoría de ellos escriben en inglés para retornar al país al que pudieron pertenecer de haber nacido unos meses antes. La pregunta es ¿por qué esa necesidad de conocer la India? ¿Por qué esa exploración de los vínculos con la India y la aceptación de un mundo nuevo, que es, a su vez, su mundo nativo? ¿Por qué necesitan recurrir a la actividad creativa para resolver la aceptación de dos patrias? Pues siendo su vida ya propia de la cultura occidental, existe un cordón umbilical que lleva su cuerpo astral de regreso a la India. El caso de la literatura de Juhmpa Lahiri (Londres, 1967) es el del reconocimiento de las relaciones cotidianas, de los pequeños vínculos de amistad, amor o contacto social entre gente de clase media de distintos orígenes.
Para ello, Lahiri utiliza solo lo necesario. Nada de fuegos artificiales literarios ni en la estructura ni en el lenguaje. Historias sencillas en la que los matices afectivos que afectan a los personajes son los mismos que nos podrían afectar a cualquiera de nosotros. En Una anomalía temporal observamos la disociación cognitiva pareja de un matrimonio; los cónyuges se ponen de acuerdo en que deben mantener los mismos secretos para figurarse así la felicidad, de forma que se avista así la pérdida de la identidad, disuelta en la ficción que ellos crean.
Cuando el señor Pizarda venía a cenar brota de la situación de un emigrante que vive, en Estados Unidos, una vida que no es la suya; su origen y el tiempo que le toca vivir, la guerra que termina con la secesión de Bangla-Desh, influyen en el personaje con quien nos identificamos, una niña que está convencida de que eso no debería ser lo que más importa. El intérprete del dolor es una llamada de atención sobre el arquetipo de familia, pues no existe la familia virtuosa ni siquiera si está integrada socialmente y los miembros se quieren y están de vacaciones. Y así va desgranando temas como el destino de los pobres, que es la marginación, o la inexistencia del pasado-presente-futuro, porque las cosas sencillamente suceden. Hay personajes que deciden vivir en el pasado y para quien los encuentros con otra gente son un encierro, odios y egoísmos subyacentes que dificultan la cercanía, el rechazo de una epiléptica que sueña con la falacia de la media naranja para sanar, o la comprensión sentimental, que triunfa donde no llega la razón a la hora de establecer una relación entre un joven inmigrante indio y una centenaria anciana que le da hospedaje.
En definitiva, estamos frente a una gesta en la exploración de quiénes somos.
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