‘Últimos testigos’, de Svletana Alexiévich
Por Ricardo Martínez Llorca
Últimos testigos
Svletana Alexiévich
Traducción de Yulia Dobrolskaia y Zahara García González
Debate
Barcelona, 2016
333 páginas
La guerra sucede en blanco y negro.
El sufrimiento global, la crueldad, la pérdida de cualquier atisbo de humanidad y bonhomía, el asesinato y la tortura, son actos que siempre están sucediendo. No importa los años que pasen, los arcos iris que uno haya presenciado, la lluvia llevándose las hojas pardas en un hermoso otoño, no importan los miles de besos que uno haya recibido. La guerra es algo que sigue sucediendo. Y destaca por la pérdida de los colores. Carece de matices mientras se desarrolla y hasta en los sueños o en los ataques de pánico postraumáticos. En la memoria sigue sucediendo en gris, en blanco, en negro; y si surge el color es un latigazo en la médula espinal. Los detalles a los que presta atención quien la vivió, las metonimias básicas, ese rasgo que significa todo el horror, es el tema de la guerra. Y el de esta obra maestra de la crónica, una más, de Svletana Alexiévich. Llegando un paso más allá de lo que demostró en otros de sus libros, aquí la periodista desaparece del todo. Aquí solo figuran los testimonios.
Breves, concisos, demoledores, son testimonios de niños que tenían entre cuatro y doce años durante la Segunda Guerra Mundial. Son testimonios de los huérfanos, porque esa es la mayor desgracia de la infancia, la de perder el cariño y tener que vivir el resto de una vida sin saber cómo enfrentarse a él, cómo devolverlo. Ese rasgo de orfandad llama la atención sobre los otros efectos de la guerra, sobre su pervivencia mucho más allá del día de la rendición. En esa fecha, trece millones de niños habían muerto bajo fuego directo. Más del doble de almas de las que se llevó el holocausto. Pero aquí lo que impera no son las entrañas al aire para que las devoren los cuervos sobre escombros de edificios. No. Aquí los verbos llorar y soñar se llevan la palma. Y también tener miedo. Aquí la memoria es otro acto bélico, sobre el que de vez en cuando se levanta una pincelada de humanitarismo protagonizada por un adulto desconocido que, en el mayor acto de solidaridad imaginable, adopta sobre la marcha a un niño desconocido para compartir con él su hambre y salvarle así la vida.
Últimos testigos no es un libro para ser reseñado. Es un libro para ser leído. Bastaría citar una pequeña selección de frases para darnos cuenta del mosaico estremecedor, pero necesario, que es esta obra. Y el acto de cobardía que supone negarse a leerla: “Así es como ha quedado asociado en mi memoria: guerra es cuando papá no está…”, “Rosaditos, los pequeños yacían encima de las brasas apagadas”, “ni un solo árbol conseguía echar brotes… Nos los comíamos todos”, “En mis recuerdos todo está teñido de negro”, “Parecía que corríamos encima de las ascuas”, “No se me da bien la felicidad. Me da pánico”, “el cariño escaseaba”, “el viento hacía temblar las telarañas. Ardía nuestra aldea”, “Me emociono demasiado… No me lo puedo permitir”, “Ahora tampoco me gusta el color negro”, “No sé llorar”.
No se trata de que se la hayan gastado las lágrimas, es que no pudo ni siquiera permitirse el lujo de aprender a llorar. ¿Existe algo más trágico?
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