Novela

A propósito de Alejandro Sawa, un proscrito

Por César Alen.

libros-planeta-triatlonLa óptica dominante para la evaluación en cualquier faceta de la vida, se fundamenta en la dualidad éxito/fracaso. Este enfoque genera inevitables juicios de valor, la formación de ideas preconcebidas y de etiquetas, que a la larga conforman los estereotipos. Bajo esta premisa la mayor parte de la población queda irremisiblemente descartada, relegada y olvidada. Ese podría ser perfectamente el caso de Alejandro Sawa, aunque en esta ocasión, lejos de ser un inconveniente quizá le haya favorecido, porque este ostracismo completa a la perfección su historial maldito, su carrera de bohemio irreductible, la consumación de su propia leyenda.

Alejandro Sawa nació en Sevilla en 1862, procedente de una familia de comerciantes de origen griego. Sus primeros conatos anticlericales los mostró a muy temprana edad, abandonando el seminario en el que estudiaba de forma abrupta. Cursó derecho en Granada y a continuación se trasladó a Madrid, época que transcurrió sin mayor trascendencia. Fue en su etapa en el borrascoso y vanguardista París donde operó su gran transformación. Se colocó en la editorial Garnier, en donde tradujo a los hermanos Goncourt, recopiló una antología de poesía española y colaboró en una inacabable enciclopedia. Pero su verdadera y productiva experiencia tuvo lugar en los bares parisinos, frecuentando a la bohemia de la época, entre los que se encontraban Alphonse Daudet, Théphile Gautier, Leconte de Lisle y el gran Paul Verlaine, con el que entabló una afectuosa amistad. Su espíritu rebelde encontró una enorme fuente de inspiración en el parnasianismo y el simbolismo, movimientos que se oponían al estilo literario dominante en España. Tras siete años volvió con este bagaje cultural, además de una mujer y una hija.

Una vez en Madrid dio rienda suelta a sus mordacidad, a su atrevimiento, a su inspiración, su pensamiento de corte anarquista y la fiera oposición al régimen establecido: “Hace falta, pues, queridos amigos, para que la revolución sea popular, que sea social”. Para sustentarse escribió artículos en diversas publicaciones de la época como: Madrid cómico, Don Quijote, Germinal, El País o el Heraldo de Madrid. En ellos desgranó con prosa hiriente, directa y provocadora, contenidos sociales y comprometidos, arremetiendo contra la restauración Borbónica. Por supuesto su desfachatez, sus invectivas contra el gobierno y la cultura establecida, lo alejaron de los círculos de influencia y fue perdiendo una a una sus prerrogativas, su manera de ganarse el pan.

Eso no impidió que siguiera con su vida desenfrenada, salvaje, el rey de los bohemios, el prototipo a seguir por los jóvenes alternativos, la vanguardia de la generación del 98. Su estilo sorprendía y admiraba a muchos intelectuales, se había hecho eco de las nuevas tendencias literarias francesas y las difundía con mucho entusiasmo. Sawa no pasaba desapercibido, ni por su aspecto (gastaba una larga melena con raya al medio y una afilada barba quijotesca), ni por sus aditamentos como su bastón, un perro de gran tamaño que lo acompañaba a todas partes y la pipa que le había regalado Verlaine, de la que presumía a menudo, como prueba de su amistad con el escritor francés. La noche era su territorio natural, recorría todas las tertulias, rodeado de sus amigos, que lo escuchaban estupefactos. Generó una fulgurante leyenda, creando su propio personaje. Sus correrías etílicas no tuvieron parangón, su inspiración parecía no tener fin.

En este tiempo escribió varias novelas sin apenas éxito comercial como: Declaración de un vencido, la mujer de todo el mundo, crimen legal o Criadero de curas. En su literatura aportó una visión nueva, desafiante, se atrevió como ningún otro a afrontar temas hasta entonces vetados como la prostitución, el anticlericalismo, el erotismo, la independencia de la mujer o el aborto, rasgos ocultos de una sociedad pétrea y vetusta. Por primera vez las acciones transcurrían en los bajos fondos y los protagonistas eran los desheredados, los perdedores, los antihéroes. Se definía como “proletariado artístico”, para oponerse a la corrientes elitistas y predominantes de un realismo anquilosado. Su obra se inscribe en el naturalismo, al que llevó al extremo acercándose al decadentismo finisecular, conservando en algunas ocasiones elementos del folletín social romántico. Sin embargo, algo de injusto hay en su devenir, un olvido vergonzante, de nuevo se cumple a la perfección el planteamiento dual, la división en buenos y malos, triunfadores y fracasados, y la historia estigmatiza casi siempre a los rebeldes, a los valientes y consecuentes con sus ideas, sus principios y creencias. Injusto y triste fue por ejemplo, el abandono de Rubén Darío, al que había introducido en la sociedad española cuando aún era un desconocido y para el que hizo de negro en multitud de ocasiones. Sawa refleja esta decepción en una apesadumbrada carta: “Querido Rubén: Mi padre está expirando. Figúrate mi situación, agravada aún, por indecibles dificultades económicas. Ven en mi ayuda”, a la que Darío hizo caso omiso. A esas injusticias me refiero, a la mezquindad, el desagradecido distanciamiento, al cruel abandono, o las cancelaciones de sus colaboraciones en prensa por parte de directores conniventes con el poder, que no toleraban sus duras críticas al sistema. Pero Sawa no se dejaba amedrentar por esa animosidad, no cedía ni un ápice de terreno.

Su arrolladora personalidad, su talante y cultura generaron admiración hasta el punto de que fueron varios los autores que literaturizaron su vida como el mismísimo Valle Inclán que lo transformó en el protagonista de su obra Luces de Bohemia, Max Estrella, porque esa es la inevitable conclusión a la que llegan la mayoría de los estudiosos de Sawa, como el hispanista Jean-Claude Mbarga quien dice al respecto: “Valle-Inclán no se contenta con proyectar unos rasgos de la vida y de la muerte de Sawa en Max Estrella, sino que se sirve también de algunos rasgos de su pensamiento”. Hay que añadir toda la caracterización como la ceguera que sufrió ensu última etapa, su indumentaria, su perro, su indomable y destructiva forma de vivir. También Baroja lo incluyó en El árbol de la ciencia. Eduardo Zamacois escribió varios opúsculos y Antonio Machado le dedicó un poema a su muerte.

En su última etapa consumió la vida con voracidad, embriagado y enajenado, en una huida desesperada hacia ninguna parte, como parte de un determinismo fatídico, característica del naturalismo auspiciado por Zola. La bebida le daba el aliento necesario para contar historias y fantasear, para proclamar sus ideas revolucionarias, su visión de la literatura. Porque la literatura era su vida, vivía en una ensoñación literaria constante, con un admirable tesón persistía en las letras. Esas correrías están perfectamente reflejadas en Luces de Bohemia,en la escena XII, en la que Max acompañado de su inseparable amigo don Latino recorren las frías y tristes calles de Madrid, hasta acabar en el callejón del gato (Calle Álvarez Gato, perpendicular con Núñez de Arce), muy cerca del la Puerta del Sol, donde veían sus rostros distorsionados en los espejos deformantes, entonces todo se convertía en una gran metáfora, en el perfecto “esperpento”, un esperpento elevado a categoría literaria por por el gran dramaturgo gallego. Él mismo reconocía en otra carta su estado lastimoso: “Yo soy un Edipo abandonado en mitad de un camino cualquiera que no conduce a ninguna parte. Luego estoy muy enfermo de todo”.

A pesar de las circunstancias mantuvo su porte aristocrático, su actitud señorial, conformaba la estampa del perfecto bohemio, y los jóvenes aspirantes a escritores lo seguían con una fiel admiración. Su leyenda se acrecentaba, mientras su vida menguaba, se liquidaba en un goteo lento e implacable. Los problemas económicos lo acuciaban, apenas tenía para mantener a su familia, esa pesadumbre y otras de orden moral le generaron una nostalgia agonizante, hasta sumirlo en la absoluta locura. Así fue como murió el 3 de marzo de 1909, en su lúgubre buhardilla de la Calle del Conde Duque. Pero aún en la muerte habría de sufrir un último contratiempo, más materia para el mito que alimentó el estigma de maldito. Cuando el operario de la funerario clavó el ataúd, uno de los clavos le alcanzó la sien y le produjo una herida de la que brotó un hilo de sangre. Sus amigos de correrías rodearon la caja e intentaron ver en aquel acontecimiento una señal, algo trascendente, sospechaban un ataque de catalepsia, y no querían que se lo llevasen, el espectáculo fue patético, bajo la incrédula mirada de su mujer y de su hija.

En el capítulo de la anécdotas que quedaron en una neblinosa veracidad, se contaba que Víctor Hugo le había dado un beso en la frente, por eso había decidido no lavarse la cara más. Un día antes de regresar a España decidió visitar a su querido amigo Verlaine, al que encontró en su lecho de muerte, un cuadro sórdido y doloroso, que interpretó como una atroz premonición. También contaban sus correligionarios que se paraba debajo de una farola de la Puerta del Sol en plena madrugada y declamaba sus pensamientos y lanzaba diatribas en la plaza desangelada. Por suerte nos queda el consuelo de la literatura, en donde se borran la difusas líneas de lo probable y se vence a la realidad. Valle-Inclán redime de alguna manera la turbia y apesadumbrada sombra de Sawa. La literatura obra el milagro y Alejandro Sawa vive para siempre a través de Max Estrella.

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