El corto adiós
por Raúl Andrés Cuello
Un ensayo sobre John Cheever – Parte V
Amigas y amigos lectores, esta es la última entrega dedicada a la vida y a la obra de John Cheever. Sinceramente esperamos que hayan disfrutado leyendo los fragmentos que fuimos dejando a su disposición en cada una de las entregas y que conforman, al menos parcialmente, la voz de uno de los autores más melancólicos que transitaron por el siglo XX. Antes de concluir diremos unas palabras.
Introducirse a la obra de Cheever es como (y espero no estar equivocado) entrar en un recinto en el que conviven lo mejor y lo peor de los mundos posibles. Schrödinger de por medio, este recinto dual invita al lector a la introspección más sincera de su experiencia sensible. Por momentos uno convive con la sensación de estar siendo guiado por una voz cálida hacia a un paraíso perdido, que habita entre las llanuras alcanzadas por el rayo y los registros de Milton. Esta caminata de domingo se ve casi siempre interrumpida por la mancha de lo que Lacan denomina “lo real”, aquello que es inasible, abominable, imposible de simbolizar y que atormenta a Cheever. Bien podría ser su famoso cafard, bien un deseo primigenio por experimentar el amor (sobre todo en la concepción del eros). En lo luminoso y en lo sombrío ensombrecido aún más por la ingesta alcohólica, Cheever va sembrando preguntas antes que respuestas. La forma cambia de manera iterativa, pero la esencia de la pregunta se mantiene y es: ¿hasta dónde se puede explorar el oscuro abismo del alma?
Pero no todo en Cheever se trabaja desde las luces y las sombras. Tiene además un sentido del humor perceptivo y agudo que invita a la carcajada más demente en el momento más inoportuno (más de una vez me produjo una risa estertórea en la cola del banco o en el micro camino a casa). Estos inefables signos tienen la capacidad de hacer que uno nunca quiera dejar de leerlo; muy por el contrario es constante la invitación a tener el lápiz en mano para llevar registro, a escandalizarse frente a una obscenidad o simplemente dejarse llevar por el canto de sirena cheeveriano.
Benjamin Cheever, el hijo varón mayor de John afirmó que su padre pudo sobrevivir casi a todos sus problemas (alcohol, identidad sexual, etc.) pero no pudo con su soledad. En mi humilde opinión creo que su obra literaria no trata ser un antídoto o una respuesta a esa soledad, creo que se trata simplemente de un registro de sus dones, los cuales se hacen sentir como un aullido que proviene de la fibra más íntima del autor.
En un momento de sus Diarios, Cheever afirma haber llorado al terminar de leer la biografía de Francis Scott Fitzgerald, a quien consideraba su referente y con el cual identificaba su pesar. Una sensación similar experimenta quien escribe estas líneas sobre Cheever al concluir con sus anotaciones.
A la postre vamos a dejar estas líneas extraídas de las primeras páginas de Bullet Park, para que una vez concluida la lectura se lleven un poco de Cheever con ustedes.
Hasta pronto.
“Las luces de Powder Hill parpadeaban, las chimeneas humeaban y de una soga tendida colgaba la funda de felpa rosada de una tapa de inodoro. Vista a la distancia por un adolecente fanático y vengativo que cruzara la cancha de golf, el trozo de felpa parecía el imprimátur, el estandarte por excelencia de Powder Hill, detrás del cual marchaban en zapatos apretados las legiones de quebrados de espíritu que se dedicaban a intercambiar esposas, perseguir judíos y luchar en vano contra el alcohol. Malditos sean todos, pensaría el adolescente. Malditas las luces bajo las cuales nadie lee, maldita la música constante que nadie escucha, malditos los pianos que nadie sabe tocar, malditas las casas hipotecadas hasta los caños de desagüe, malditos por saquear de peces el océano para alimentar los visones cuyas pieles se echan encima, malditas sus estanterías donde hay un solo libro: una guía de teléfonos encuadernada en brocado rosa. Maldita su hipocresía, malditos sus eufemismos, malditas sus tarjetas de crédito, malditas sus rebajas constantes del indómito espíritu humano, maldita su pulcritud, maldita su lascivia. Y malditos sobre todo por haber diluido la potencia, el hedor, el color y el ardor que dan sentido a la vida. Aullemos, aullemos, aullemos.”