La juventud de Cervantes, de José Manuel Lucía Megías
Por Ricardo Martínez.
EDAF, Madrid, 2016
¿Cuál es el hombre real, el que se guarda tras la máscara de su mito o su fama? ¿Quién responde, realmente, al origen de las historias, tanto la propia como aquellas de su invención por mor de su condición de escritor? ¿Y cuál era su momento histórico: sus circunstancias personales, sus pretensiones materiales, su dualidad presunta entre verdad y mentira para hacer de sí un personaje creíble y, por qué no, ambicioso?
Digamos que este libro magníficamente editado, muy ‘legible’ a la vista (por la profusión de imágenes razonadas) y al intelecto por la lucidez y convicción de su prosa) constituye la primera entrega de la vida de Cervantes, ocupándose de sus primeros 33 años, desde su nacimiento en 1747 hasta su vuelta del cautiverio de Argel en 1580
En la presentación, el profesor Megías, sabio en todos los entresijos de la vida de Cervantes, advierte al lector: “el viaje que te propongo para acercarnos a su vida tiene dos etapas: una dinámica, de construcción; otra de consolidación, que tiene un único espacio de desarrollo –la corte- y una única preocupación, obtener la merced solicitada” que le permita holgadas fama y fortuna.
El texto constituye un acercamiento permanente no tanto al autor como al hombre, de ahí su interés y originalidad. ¿Es un héroe, en verdad, el joven Miguel, aunque se haya batido en una guerra que los anales de la historia han recogido como un acto trascendental y de la cual él, por su intervención, derivará un paradigma de la valentía? ¿Cuál es la realidad real del hombre consciente e imaginativo: el que da razón de sí con sus actos cotidianos o aquel que, gracias a esa imaginación, es capaz de ayudarnos a soñar de una manera como pocas veces se ha dado, y se dará, en la historia de la literatura?
Detrás de todas estas consideraciones está nada menos que la figura de don Miguel de Cervantes Saavedra, príncipe de los ingenios, soñador mayor del reino, hombre común que procura para sí bienes y fama como cualquier mortal.
Él, el protagonista de sí propio, quiso basar su valía en dos procesos: tener una ‘vida de papel’, y ello pudiera entenderse ostentando un puesto de secretario en una casa noble (él era de extracción social humilde) o bien, tal como luego había de ocurrir, como escritor, un ‘oficio’ muy apreciado. Para tal fin, en un principio buscó el amparo, como colaborador, en la gramática sabiduria de su protector Lopez de Hoyos. Aprendió, pues, materia de escribano, y dominada, como un grado superior, la letra bastardilla. De otro lado, la fama más volandera e inmediata podría llegar a través del ejercicio de las armas; para ello se fue a enrolar en los tercios italianos
Y en Lepanto es cierto que luchó, pero su trayectoria de soldado era más bien escasa. Solo seis meses habían transcurrido desde su solicitud para enrolarse (por lo tanto tendría la condición de bisoño) en tales tercios italianos. Además, ese día glorioso a posteriori, tenía fiebre el arrojado contendiente. Ello no impidió, no obstante, que actuase como ayudante de un arcabucero, esto es, él es quien más expone ante el enemigo mientras el profesional carga el arcabuz. Y así recibió tres arcabuzazos que habrán de ser, en adelante, su marchamo de gloria, y base para que inicie aquel itinerario largo y tedioso de una merced, un puesto, una ocupación relevante y bien remunerada, en la corte. “Busque por acá en que se haga merced” Y así lo hizo, poniendo eco en su desempeño militar, y también en su presidio en Argel (historia dudosa, al parecer, la de su condición de preso en tierras africanas) para que un responsable en la corte tuviese a bien concederle, por fin, esa regalía tan ansiada.
Léase, debajo de todo este avatar personal, el bien material que se podía derivar de los daños de la guerra; hay libros bien documentados, por lo minucioso del detalle – libros de redacción medieval- donde se estipulaba el pago por cada herida recibida en batalla; llama la atención, de verdad, la precisión minuciosa de tal descripción heróico-monetaria.
En fin, hacia 1613 se suele establecer la fecha en que está consolidada esa ‘vida de papel’ pretendida. Ya es notoria su fama de escritor. Ha aparecido ya la primera parte del Quijote (libro de encargo, por cierto, del avezado editor Francisco de Robles) y se sabe que es de los pocos que consiguió ver representadas en vida sus comedias, marchamo de importancia dentro de la vida literaria de la corte.
En el terreno más puramente material, había de obtener, al fin, el destino de recaudador de impuestos para la Armada Invencible (había resultado fallida la pretensión de un puesto relevante en las Indias. A donde, por cierto, tampoco –que se sepa- había de poder llegar el señor don Quijote, y a buen seguro que sería su deseo de exhibir allí su valentía, a juzgar por el mirar melancólico que, se sabe, tenía en la mirada divisando el mar desde la playa en Barcelona)
No se nos dice mucho, es cierto, de cuál haya sido su carácter, si bien, como resalta el autor del libro, debía ser bueno como amigo más indeseable como enemigo. No sabemos, por ejemplo, si fue hombre sonriente, pudiendo deducir, eso sí, que administró bien sus mentiras o exageraciones para el uso de su provecho personal y social. Pero bien está así, para el archivo de la literatura universal y para preservar en ello la memoria de ese caballero andante, bien que real, que jamás sonrió.
El libro, desde luego, es prometedor de una segunda parte de su vida que es fácil ansíe el buen lector, pues ésta, en una edición muy cuidada, goza de un lenguaje directo y claro, la información aportada en siempre oportuna, documentada y sustancial, y supone un añadido muy valioso, en verdad, los numerosos gráficos aportados, que avalan y enriquecen una información necesaria en un texto que, al fin, puede adjetivarse como fecundo y brillante.
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