‘Manual para mujeres de la limpieza’, de Lucia Berlin
Por Claudia Casanova.
Manual para mujeres de limpieza, de Lucia Berlin (Alfaguara / L’Altra Editorial, en catalán, edición que ha obtenido el Premi Llibreter 2016) pertenece a la categoría de felices destellos literarios con que nos obsequian las temporadas editoriales, y que en verdad merece el adjetivo de «imprescindible», a veces tan desgastado que pierde sentido. No es el caso de este volumen de cuarenta y tres cuentos, que brillan con la sabiduría y el humor mordaz de una mujer que sabe vivir, sobrellevar las cartas marcadas de la vida, hundirse en (y superar) el alcoholismo, y que a pesar de todo o precisamente porque conoce el lado oscuro, se ríe de sus propias cicatrices, que son también las de sus congéneres. Es un rasgo común de todos los grandes escritores: escriben con lucidez abrazando las miserias del ser humano, porque son las suyas propias. Además de inteligencia y de un estilo literario que parece natural (y en realidad es depurado, afilado y pulido como un diamante) hay una inmensa generosidad en Lucia Berlin que confiere ternura y humanidad a sus retratos, y en eso radica, a mi entender, la excelente acogida que ha recibido su libro, tanto en España como en la veintena de lenguas a las que se ha traducido.
¿Fue su nacimiento en Alaska, su infancia en Arizona, su juventud en Santiago de Chile, los años, ya casada, en la sofisticada Nueva York, las penurias económicas que pasó como madre divorciada con cuatro hijos, o sus frecuentes visitas a México, lo que modela relatos como «Mordiscos de tigre», «Carmen», «Querida Conchi», «Diario de sala de urgencias, 1977» o el que da título al libro? Rotundamente, sí. Sin duda la biografía de Berlin es fascinante, como ella misma, y sus experiencias configuran su obra literaria. Maneja cómodamente los escenarios y las claves de su vida: en el estremecedor «Dolor fantasma», la narradora afirma que estaban en «la playa en Tierra del Fuego (…) nací en Alaska, pero no lo recuerdo», mientras ejerce de cuidadora de un padre que tampoco la recuerda: la pérdida compartida humaniza el más cruel de los vacíos. Pero después de admitir lo obvio, acto seguido hay que dejar claro que lo que hace Berlin no es autoficción sino literatura: las etiquetas solamente sirven para las camisas y los productos, y Lucia Berlin trasciende cualquier intento de simplificar la riqueza de su breve obra literaria. Berlin escribe sobre la vida, la suya y la de los demás: es un notario que conjuga la frialdad de su función con la calidez y el humor de su mirada. «¿Por qué sigo haciendo bromas de mal gusto sobre la muerte? Ahora me la tomo muy en serio. La estudio, no directamente, la olisqueo. La veo como una persona… Como muchas, a la vez, que saludan. La señora Diane Adderly, que está ciega, el señor Gionotti, madame Y, mi abuela. Madame Y es la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Parece muerta, pero su piel es de un exquisito color azulado y translúcido». Hay electricidad y amor en esta descripción, en la terrible belleza de un cuerpo que está a las puertas de la muerte. «Todo el ritual es silencioso y fluye como la sangre». La prosa limpia de Berlin es lo contrario de barroco: las palabras son sencillas como la vida y la muerte, y es su manera de coserlas en el tapiz de sus relatos con puntadas de maestra lo que convierte sus cuentos en literatura. Lo cotidiano se convierte en magia: los hospitales y las lavanderías. En «Carpe Diem», su defensora Ophelia «lo sabe todo, esta Sibila negra y gigante, esta Esfinge». Sus descripciones nacen en el romanticismo pero pronto se transforman y se nutren de la sordidez de la realidad: «en el pesado aire de Texas (…) el perfume de las flores adormecía como una droga». Berlin convierte la humildad de la vida en mito y materia literaria, y por eso logra deslumbrar al lector. No importa que lo narrado sea prosaico: su voz es luminosa y sabia y Berlin lo convierte en belleza.
No es de extrañar que la recuperación editorial de los cuentos de Lucia Berlin en Estados Unidos haya venido de la mano de una grande de la literatura breve, Lydia Davis, y aunque cronológica y estilísticamente se la ha comparado con Raymond Carver o Alice Munro (Berlin nace en 1936 y muere prematuramente en 2004), y la propia Berlin reconociera el estilo similar de sus cuentos con el primero, son Chéjov y Mansfield los referentes de Berlin que a mi juicio afloran en todos sus relatos: la mirada sabia, la descripción justa, la naturalidad del testigo que se revela partícipe de la misma comedia humana de la que todos somos involuntarios actores. Manual para mujeres de limpieza es un manual de vida y literatura. No se lo pierdan.