Kate Millet: “Teoría de la política sexual”
«El siguiento bosquejo, que cabría describir como “unos cuantos apuntes encaminados hacia una teoría del patriarcado”, se propone demostrar que el sexo es una categoría social impregnada de política. Por tratarse de un esfuerzo de alguna manera pionero, es, por fuerza, tentativo e imperfecto. Y, por otra parte, mi deseo de facilitar una descripción general me ha inducido a sintetizar ciertas afirmaciones, soslayar ciertas excepciones e introducir cierto grado de arbitrariedad en las subdivisiones.
Utilizo la palabra “política” al referirme a los sexos porque subraya la naturaleza de la situación recíproca que éstos han ocupado en el transcurso de la historia y siguen ocupando en la actualidad. Resulta aconsejable, y hoy en día casi imperativo, desarrollar una psicología y una filosofía de las relaciones de poder que traspasen los límites teóricos proporcionados por nuestra política tradicional. De hecho, es imprescindible concebir una teoría política que estudie las relaciones de poder en un terreno menos convencional que aquel al que estamos habituados. Me ha parecido, por tanto, pertinente analizar tales relaciones en función del contacto y de la interacción personal que surge entre los miembros de determinados grupos coherentes y claramente delimitados; las razas, las castas, las clases y los sexos. La estabilidad de algunos de estos grupos y la continua opresión a que se hallan sometidos se deben, precisamente, a que carecen de representación en cierto número de estructuras políticas reconocidas. (…)
ASPECTOS IDEOLÓGICOS
De acuerdo con las observaciones de Hannah Arendt, el gobierno se asienta sobre el poder, que puede estar respaldado por el consenso o impuesto por la violencia. El primer caso equivale al condicionamiento a determinada ideología. Así, por ejemplo, la política sexual es objeto de aprobación en virtud de la “socialización” de ambos sexos según las normas fundamentales del patriarcado, en lo que atañe al temperamento, al papel y al estatus social. El prejuicio de la superioridad masculina, que recibe el beneplácito general, garantiza al varón un estatus superior en la sociedad. El temperamento se desarrolla de acuerdo con ciertos estereotipos característicos de cada categoría sexual (la “masculina” y la “femenina”), basados en las necesidades y en los valores del grupo dominante, y dictados por sus miembros en función de lo que más aprecian en sí mismos y de lo que más les conviene exigir de sus subordinados: la agresividad, la inteligencia, la fuerza y la eficacia, en el macho; la pasividad, la ignorancia, la docilidad, la “virtud” y la inutilidad, en la hembra. Este esquema queda reforzado por un segundo factor, el papel sexual, que decreta para cada sexo un código de conductas, ademanes y actitudes altamente elaborado. En el terreno de la actividad, a la mujer se le asigna el servicio doméstico y el cuidado de la prole, mientras que el varón puede ver realizados sus intereses y su ambición en todos los demás campos de la productividad humana. El restringido papel que se le atribuye a la mujer tiende a detener su progreso en el nivel de la experiencia biológica. Por consiguiente, todo cuanto constituye una actividad propiamente humana (los animales también traen al mundo a sus hijo y cuidan de ellos) se encomienda preferentemente al varón. Huelga señalar que el estatus se ve influido por semejante distribución de las funciones. Son indubitables la interdependencia y concatenación existentes entre las tres categorías antes citadas: el estatus, que cabría definir como el componente político; el papel, o componente sociológico, y el temperamento, o componente psicológico. Las personas que gozan de un estatus superior suelen asumir los papeles preeminentes, debido, en gran parte, al temperamento dominante que se ven alentados a desarrollar. Lo mismo cabría afirmar acerca de las castas y las clases sociales. (…)
INFLUENCIA DE LA CLASE SOCIAL
La estratificación de las clases sociales origina peligrosos espejismos acerca de la situación de la mujer en el patriarcado, debido a que, en ciertas clases, el estatus sexual se manifiesta bajo un cariz harto equívoco. En una sociedad en la que el estatus depende de de factores económicos, sociales y educacionales, puede parecer que algunas mujeres ocupan una posición superior a la de determinados varones. Y, sin embargo, un detenido análisis de esta cuestión demuestra que no ocurre así. Recurramos a una analogía sencilla: un médico o un abogado de color goza de un estatus social más elevado que el de un pobre cultivador blanco. Sin embargo, la conciencia racial -sistema de castas que engloba las distintas clases- logra convencer a este último de que pertenece a una categoría vital superior, mientras que, por el contrario, oprime espiritualmente al primero, cualesquiera que sean sus éxitos materiales. De modo bastante similar, un camionero o un carnicero siempre puede respaldarse en su “virilidad” y, en caso de sentirse ofendido en su vanidad masculina, idear algún método violento para defenderla. La literatura de los treinta últimos años describe un impresionante número de situaciones en las que la casta de la masculinidad triunfa sobre el estatus social de la mujer adinerada, o incluso culta. Bien es verdad que la literatura se limita a expresar deseos, al igual que ciertos incidentes tomadas de la vida misma (comentarios fanfarrones, obscenos u hostiles), que constituyen otra manifestación psicológica del dominio: tanto aquélla como éstos no traducen realidades, sino meras ilusiones, ya que la división de las clases sociales es, por lo general, impermeable a la hostilidad individual. Ahora bien, aun cuando tales muestras de enemistad no ponen en peligro la estratificación socioeconómica, reafirman la existencia de una jerarquía social que “castiga” a la hembra con eficacia.
La función desempeñada por las clases sociales y por los grupos étnicos en el patriarcado depende, en alto grado, de la claridad y de la fuerza con que se halle enunciado el principio de la supremacía masculina. Se verifica, en este campo, una aparente paradoja: mientras que, en los estratos socioeconómicos inferiores, el varón se siente más impulsado a reclamar la autoridad que le corresponde en virtud de su sexo, se ve, de hecho, obligado a compartir el poder con mujeres de su misma clase que resultan productivas desde el punto de vista económico; por el contrario, en la clase media y superior, el hombre manifiesta una tendencia menos acusada a demostrar de un modo áspero su predominio patriarcal, por gozar de un estatus que le permite afirmar su poderío en todos los campos.
Suele darse por sentado que los conceptos del amor romántico y del amor cortés han suavizado considerablemente el patriarcado occidental. No hay que exagerar, empero, la influencia ejercida por tales conceptos. Basta comparar la caballerosidad tradicional con la naturalidad del “machismo” o de la conducta oriental, para apreciar que no representa sino una concesión, un generoso resarcimiento ofrecido a la mujer para salvar las apariencias. La galantería es, al mismo tiempo, un paliativo y un disfraz de la injusticia inherente a la posición social de la mujer. Para el grupo dominante poner a sus subordinados sobre un pedestal no es sino un juego. Los historiadores que han estudiado el amor cortés subrayan que el éxtasis de los poetas no tuvo efecto sobre la situación legal o económica de las mujeres, y apenas modificó su estatus social.
De acuerdo con el sociólogo Hugo Beigel, tanto el amor cortés como el amor romántico constituyen “privilegios” otorgados por un varón dotado de plenos poderes. Ambos han oscurecido el carácter patriarcal de la cultura occidental y, al atribuir a la mujer virtudes irreales, la han relegado, de hecho, a una esfera de acción tan limitada como coercitiva. Así, por ejemplo, durante la época victoriana, la función de la mujer estribaba en encarnar, en cierto modo, la conciencia del hombre, llevando una vida ejemplar que éste juzgaba tediosa, pero deseaba presenciar.
El concepto del amor romántico es un instrumento de manipulación emocional que el macho puede explotar libremente, ya que el amor es la única condición bajo la que se autoriza (ideológicamente) la actividad sexual de la hembra. Resulta, no obstante, cómodo para ambas partes, debido a que es, con frecuencia, el único estado en el que la mujer consigue superar el fortísimo condicionamiento que mantiene su inhibición sexual. Contribuye, además, a encubrir el verdadero estatus femenino y el peso de la dependencia económica. En cuanto a la “caballerosidad”, cabe todavía observarla en las clases medias, donde ha degenerado en un monótono ritual que apenas logra disimular la actual diferencia de estatus. (…)
En último análisis, tal vez quepa argüir que las mujeres tienden a trascender, en el patriarcado, la estratificación tradicional de las clases, ya que, cualquiera que sea el nivel en el que haya nacido y se haya educado, la mujer no guarda, como el hombre, una relación inamovible con su clase. Como resultado de su dependencia económica, su afiliación a cualquier clase es indirecta y temporal. Según observó Aristóteles, el plebeyo no podía poseer más esclavo que su esposa. Hoy en día, el disponer de una sirvienta no remunerada constituye, para los hombres de clase obrera, un “amortiguador” contra las bofetadas del sistema de clases, que, de cuando en cuando, les proporciona alguno de los lujos psíquicos de que disfruta la clase holgada. Abandonadas a sus propios medios, pocas mujeres logran elevarse por encima de la clase obrera en lo que atañe al prestigio personal y al poder económico. Como grupo, las mujeres no gozan de muchos de los beneficios que cualquier clase ofrece a los varones, y viven, en cierto modo, al margen del sistema de clases. (…)
Conviene, sobre todo en un análisis basado en una discusión de la literatura moderna, dedicar unas cuantas líneas al problema racial, que según se está descubriendo, representa un factor decisivo de la política sexual. Tradicionalmente, el macho blanco tiene por costumbre conceder a la hembra de su misma raza -que, en potencia, es “su mujer”- un estatus superior al del macho de color. Sin embargo, al empezar a desenmascararse y corroerse la ideología racista, se está debilitando asimismo la antigua actitud de protección hacia la mujer (blanca). La necesidad de mantener la supremacía masculina podría incluso anteponerse a a la de mantenerla supremacía blanca; tal vez el sexismo sea, en nuestra sociedad, un mal más endémico que el racismo. Así, por ejemplo, en ciertos autores que hoy en día nos parecen manifiestamente racistas, tales como D.H.Lawrence -quien no oculta un descarado desprecio hacia lo que él denomina razas inferiores- se descubren episodios en los que el varón de casta inferior domina o humilla a la rebelde compañera del varón blanco. Huelga señalar que la hembra de tales razas no aparece en semejantes anécdotas sino como ejemplo del servilismo “auténticamente” femenino, digno de ser imitado por otras hembras peor amaestradas. La sociología blanca contemporánea cae con frecuencia en una deformación patriarcal cuando afirma con retórica que el carácter “matriarcal” (entiéndase, matrifocal) de la sociedad negra y la “castración” del varón de color son los síntomas más deplorables de la opresión que sufren los negros en la sociedad blanca racista, dando a entender que la injusticia racial puede remediarse mediante una restauración de la autoridad masculina. Un análisis sociológico de este tipo presupone los valores patriarcales sin someterlos a examen, oscureciendo tanto la naturaleza de la iniquidad racista como su responsablidad frente a todos los seres de color, cualquiera que sea su sexo. (…)
LA FUERZA
No estamos acostumbrados a asociar el patriarcado con la fuerza. Su sistema socializador es tan perfecto, la aceptación general de sus valores tan firme y su historia en la sociedad humana tan larga y universal, que apenas necesita el respaldo de la violencia. Por lo común, sus brutalidades pasadas nos parecen exóticas o “primitivas”, y las actuales, extravíos individuales, patológicos o excepcionas, que carecen de significado colectivo. Y, sin embargo, al igual que otras ideologías dominantes, tales como el racismo y el colonialismo, la sociedad patriarcal ejercería un control insuficiente, e incluso ineficaz, de no contar con el apoyo de la fuerza, que no sólo constituye una medida de emergencia, sino un instrumento de intimidación constante.
El análisis histórico demuestra que la mayoría de los patriarcados han implantado la fuerza por medio de su legislación. Los patriarcados más estrictos, como el islámico, condenaban con la pena de muerte cualquier transgresión de la mujer contra la legitimidad y la dependencia sexual. En Afganistán y Arabia Saudí todavía se apedrea a la mujer adúltera hasta provocarle la muerte, ante la presencia de un mulah. La ejecución por apedreamiento constituyó, asimismo, una práctica harto difundida en el Próximo Oriente. No hace falta precisar que, en tales ocasiones, el cómplice masculino no recibe castigo alguno. Salvo en ciertos casos excepcionales, el adulterio del varón no se ha considerado hasta una época reciente sino como una posible afrenta contra la propiedad de otro varón. Así, por ejemplo, en el Japón de Tokugawa se respetaba un conjunto de distinciones legales fundado en las clases sociales. El samurai estaba autorizado y, si el incidente llegaba a oídos del público, obligado, a ejecutar a su esposa adúltera, mientras que el chōnin (ciudadano común) y el campesino podían actuar a su buen juicio. Un varón de clase inferior convicto de haber mantenido relaciones sexuales con la mujer de su patrono era decapitado junto con ésta, por haber violado los tabúes relativos a la clase y a la propiedad. Por supuesto, los varones pertenecientes a los estratos superiores gozaban, al igual que los de nuestras sociedades occidentales, de entera libertad para seducir a las mujeres de clase inferior.
Incluso en Estados Unidos, sigue vigente hoy en día una forma indirecta de “pena de muerte”. Al negarle a la mujer el control biológico de su cuerpo, los sistemas legales de los patriarcados la conducen a los abortos clandestinos, que, según las estimaciones más fiables, originan de dos mil a cinco mil muertes anuales. Si bien la violencia física recibe mayor refuerzo social en ciertas clases y grupos étnicos, cabe afirmar que la fuerza es un componente colectivo de la mayoría de los patriarcados contemporáneos. (…)
La firmeza del patriarcado se asienta, asimismo, sobre un tipo de violencia marcadamente sexual, que se materializa plenamente en la violación. Las cifras oficiales no representan sino una fracción del número real de violaciones, ya que la “vergüenza” inherente al percance basta para disuadir a la mujer agredida de recurrir a una acusación legal y a un juicio público (…). En la violación, la agresividad, el encono, el desprecio y el deseo de ultrajar o destruir la personalidad ajena adoptan un cariz claramente ilustrativo de lo que es la política sexual. En los pasajes analizados al comienzo de este estudio, tales emociones, que apenas se hallaban sublimadas, constituían un factor decisivo para explicar la actitud que se ocultaba tras el lenguaje y el tono utilizados por el autor.
Las sociedades patriarcales suelen relacionar la crueldad con la sexualidad, que se equipara, a menudo, tanto con el pecado como con el poder. Esta dualidad se manifiesta en las fantasías sexuales citadas por el psicoanálisis y expresadas en la pornografía. Se asocia invariablemente el sadismo con el “macho” (y el “papel masculino”) y la postura de víctima con la hembra (y el “papel femenino”) (…). Ante la índole sádica de las fantasías públicas que más agradan a las audiencias públicas que más agradan a las audiencias masculinas en los medios pornográficos o semipornográficos, cabe suponer, en las respuestas de dichas audiencias, cierto grado de identificación. Probablemente recorre a la sociedad racista un frisson colectivo semejante cuando sus miembros más “consecuentes” acaban de perpetrar un linchamiento. Ambos tipos de agresión representan, para el grupo, a nivel inconsciente, un acto ritual dotado de efectos catárticos.
La hostilidad se expresa a través de numerosas vías, entre las que destaca la hilaridad. La literatura misógina, vehículo principal de la hostilidad masculina, constituye un género cómico y exhortatorio. Es, de toda la producción artística del patriarcado, la manifestación más propagandista, ya que su fin radica en reforzar el estatus de ambas facciones sexuales. La literatura occidental de la antigüedad clásica, la Edad Media y el Renacimiento presenta un fuerte componente misógino. Las culturas orientales también poseen una firme tradición misógina, ligada principalmente a la doctrina confuciana, que arraigó tanto en el Japón como en la China. Hay que reconocer que la corriente occidental se suavizó notablemente al ponerse de moda el amor cortés. Ahora bien, los antiguos ataques y diatribas coexistieron con la nueva idealización de la mujer. En la obra de Petrarca, Boccaccio y otros escritores quedan plasmadas ambas actitudes, ya que la caballerosidad adoptada para responder a las efímeras exigencias del idioma vernáculo alterna en ellos con la grave animosidad en un latín sobrio y eterno. Al transmutarse el amor cortés en amor romántico, se perdió el gusto por la literatura misógina. Ésta degeneró durante el siglo XVIII, convirtiéndose, en algunos países, en una sátira rídicula y exhortativa, que, durante el XIX, quedó prácticamente desterrada de la lengua inglesa. Su resurrección en la mentalidad y en la literatura contemporáneas se debe al resentimiento suscitado por las reformas introducidas en el patriarcado y a la creciente libertad de expresión conseguida durante los últimos cincuenta años.
Desde la moderación de la censura se ha ha hecho mucho más patente la hostilidad masculina (ya sea física o psicológica) en los contextos específicamente sexuales. Ello no traduce, empero, un aumento signficativo de la hostilidad -que cabe considerar como un factor constante- sino, más bien, de la franqueza que induce a exponerla tras la larga prohibición de aludir a la sexualidad fuera de la literatura pornográfica o de otras producciones “underground”, tales como las del Marques de Sade. Basta comparar el eufemístico idealismo de las descripciones del coito contenidas en ciertas poesías románticas (Eve of St. Agnes, de Keats) o en las novelas victorianas (como las de Hardy), con el estilo de Miller o de William Borroughs, para comprender que la literatura contemporánea no sólo ha copiado el detallado realismo de la pornografía, sino también su carácter antisocial. La liberación de la tendencia masculina a herir o insultar permite, pues, apreciar con claridad el encono sexual del varón.
La historia del patriarcado es una larga sucesión de crueldades y barbaridades: la costumbre india de inomlar a la viuda en la hoguera funeraria de su marido, la atrofia provocada en la China mediante el ligamento de los pies, la ignominia del velo en el Islam, o la difundida reclusión de las mujeres, el gineceo y el purdah. Todavía se llevan a cabo hoy en día prácticas como la clitoridectomía, la incisión del clítoris, la venta y la esclavitud de las mujeres, los matrimonios impuestos contra la voluntad o concertados durante la infancia, el concubinato y la prostitución: unas en África, otras en Próximo o Lejano Oriente, y las últimas, en todas las latitudes. Los razonamientos que justifican semejante imposición de la autoridad masculina -es decir, aquello que suele denominarse “la lucha de los sexos”- se asemejan a las formulaciones profesadas en tiempos de guerra para disculpar las atrocidades cometidas, bajo el pretexto de que el enemigo pertenece a una raza inferior, o no es ni siquiera un ser humano. La mentalidad patriarcal ha forjado todo un conjunto de juicios sobre la mujer que cumplen este mismo propósito. Y tales creencias se hallan tan arraigadas en nuestra conciencia que condicionan nuestra forma de pensar hasta un punto tal que muy pocos de nosotros estamos dispuestos a reconocerlo».
(Fuente: “Política sexual”-segundo capítulo-, Kate Millet, Editorial Cátedra)
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