Viajes y libros

‘El espectáculo del tiempo’, de Juan José Becerra

Por Ricardo Martínez Llorca

El espectáculo del tiempo

Juan José Becerra

Candaya

Barcelona, 2016

525 páginas

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Acogidos a la voz profunda del maestro espiritual, cualquier buen discípulo unifica su respiración con el universo. En ese momento, todo cobra sentido porque la sensación es la de que como partícula del cosmos, uno está bien sincronizado. Hace falta mucha relajación para poner en el mismo plano la mente, el diafragma, el intestino, las agujas de nieve, las espirales de la galaxia y los átomos de carbono que componen la materia orgánica. La experiencia dura un instante, porque al abrir la puerta de la calle acechan los atascos y los bandoleros de mano dura, así como los episodios que gritan los todólogos en la radio y la maldita lista de la compra que no conseguimos memorizar. Esas flores de loto que de vez en cuando conseguimos abrir y que, por mucho que se empeñe el príncipe Siddhartha, son imposibles de mantener activas segundo a segundo, hasta sumar el tiempo que uno vive, pueden surgir de las enseñanzas del maestro zen, sí. Pero también de una psicoterapia en condiciones, y aquí ya no existe un maestro. Puede que viva un guía que nos ayude, o puede que sean varios los guías, desde Jung a Proust solo hay un paso que se llama intención literaria. Y ahí, en ese punto medio, se encuentra esta obra magistral de Juan José Becerra (Junín, 1965), que empieza siendo más Proust y termina siendo más Jung, aunque conserve siempre una prosa de una calidad a la altura de, por ejemplo Alejo Carpentier. A diferencia del maestro Carpentier, Becerra sabe que esa calidad de su escritura es un obstáculo para completar una obra extensa, de ahí que apueste su punto fuerte a la distancia del párrafo. Los capítulos son cortos. Y cada vez más sexo y menos otras cosas, cada vez más Jung y menos madalena de Proust.

Debemos decir que en una experiencia psicoanalítica el sexo es fundamental, es imprescindible que salga a la luz. Y a ser posible en la verdadera forma que llevamos dentro: el sexo debería ser, cuando nos dejemos llevar, guarro. La única pega que cabe ponerle a esta obra autobiográfica o piscoanalítica es que los episodios del sexo se repiten. Las cosas más importantes debería bastar con mentarlas una sola vez pero, eso sí, saber cuándo uno se encomienda a ellas para azotar en la espina dorsal del lector.

Por lo demás, nos hallamos frente al viaje de la vida, a la aventura de vivir, desmenuzada, narrada. Al tratarse de una psicoterapia, en la que uno se reconcilia con el relato de su vida, pues es imposible reconciliarse con el pasado, no hay calendario. La literatura de la memoria es, en buena medida, dudar, de ahí esa estructura de viajes en el tiempo de apariencia caprichosa. Por otra parte, cualquiera que se haya puesto a escribir un diario, ha debido darse cuenta de que al narrar destruye lo que fue, porque lo da por finalizado. Esto es lo que he vivido tal día como hoy, o como el hoy de hace treinta años, o con la memoria prestada de mis padres o abuelos, pero el flujo de la vida continua y por tanto esto de lo que estoy dando fe, lo que me ha construido, no certifica nada. La maravillosa impresión que da cada capítulo de esta obra es que lo que narra es vísperas de alguna certeza. Pero a las certezas no llega nunca. En buena medida, no solo se construye a sí mismo, sino que también construye al personaje que da coherencia a su verdad. Tal vez Becerra sea a quien leemos, o tal vez este El espectáculo del tiempo es la obra en marcha de un mitómano: nos presenta a quien ha querido ser.

Ciencia o verdad, psicoterapia o autoficción, Becerra juega con la locura de vivir en el recuerdo. Existe un sistema mitológico de la memoria lleno de peligros. Alguien compara a Becerra con Knausgard en un símil sin sentido: Knausgad se mira al espejo y no cesa de verse. Becerra ve lo que queda detrás de él, otras imágenes que también están en el espejo. Una de las grandes virtudes de este libro es evitar el narcisismo. Y eso que cuenta con todo a su favor para elaborar una obra que impresione. Pero no hay intención de entrar en la didáctica moral. Becerra no huye de sentir lo propio como suyo, pero tampoco se detiene a amplificarlo, a darle volumen. La memoria no es, por tanto, ni un beneficio ni un problema. En realidad, las cualidades de la memoria para sorprendernos de forma agradable o con desasosiego dependen de lo que se le agregue. De ahí que por el tiempo, que viaja de ida y vuelta tantas y tantas veces, viajen razones o sentimientos como el deseo, la dignidad, los principios (que no es lo mismo que las ideas), las ideas, la felicidad y tantas otras cosas. El material con el que trabaja Becerra no son las personas, sino los huecos que dejan las personas, su rastro, el lugar que fue. Y, mientras tanto, escribe un libro que no organiza, pero sí da la apariencia que precisa para que lo expuesto tenga visos de realidad. En la realidad, sin ir más lejos, el tiempo no es una dimensión, es posible que lo hayamos inventado, pero sí existen los momentos. Por eso estas distancias cortas en las que narra, de ahí el vínculo tan estrecho con amar el cine y, sobre todo, la gran literatura.

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