‘Varados en Río’, de Javier Montes
Por Ricardo Martínez Llorca
Varados en Río
Javier Montes
Anagrama
Barcelona, 2016
305 páginas
Para considerar que una urbe del tamaño de Río de Janeiro es un Shangri-Lah, una Arcadia, una Ítaca o un paraíso, uno debe hacer un ejercicio de estilo con las corrientes eléctricas en el cerebro, reduciéndolas a la postal. A estas alturas, nadie desconoce los riesgos de dejar la cartera sobre la toalla en la arena de Copacabana o de salir de los metros que separan la ciudad turística, aunque solo sea asomando la punta de un pie en el territorio de las favelas. A pesar de todo ello, un paraíso puede ser cualquier sitio del que todavía no conozcas sus miserias en vivo y en directo, cualquier lugar en el que no hayas estado o en el que no estés. O en el tuviste un momento de dicha junto a un amigo que se quedó truncado por la salida del tren. Río de Janeiro ofrece la posibilidad, eso sí, de ser tan grande que resultará imposible conocerla entera, y un nombre legendario en la enunciación de paraísos terrenales, de esos que junto al susto que sufrimos se adhiere, como animal simbionte, el afecto. Como si no pudiera haber enfado sin admiración.
En este libro, Varados en Río, Javier Montes (Madrid, 1976) sigue la huella de unos pocos escritores, ninguno brasileño, que dejaron algo de rastro en la ciudad, como desterrados a la fuerza o viajeros voluntarios, o cualquiera de los enigmas que existen entre uno y otro lado de la elección: “¿qué podemos hacer cuando nos sorprendemos desterrados en el paraíso? ¿Cuándo se nos ofrece a manos llenas una belleza, una ilusión de plenitud, que no queremos o no sabemos aceptar?”, se pregunta Javier Montes, antes de emprender este libro que comienza por carecer de género pero acaba con tono de conferencia erudita sobre la poesía de Elizabeth Bishop. Montes considera que tanto Bishop como los escritores antes tratados, Rosa Chacel, Stefan Zweig y Manuel Puig vivieron una ciudad al mismo tiempo lejana y doméstica, vivieron en Río su verdad y su ilusión. Y como resultado una suerte de decadencia de algo que nunca llegó a estar formado previamente. Esa decadencia, que Monte sitúa en el horizonte y por tanto es el lugar al que nunca llegamos, puede ser atractiva porque no iguala a la fealdad. Pero sí genera expectativas y vivencias de amor y odio que en alguna frase de la escritura deben de reflejarse.
El caso de Zweig es el más evidente y en el que menos se incide. Un tipo como aquel se suicidó en Río porque ya no le quedaban lugares a los que exiliarse sin encontrar algo de sí mismo y sin echar de menos la juventud. Sin embargo, en el tratamiento biográfico de las personas de Manuel Puig o Rosa Chacel, proyecta un hermoso ejercicio de empatía. Al tiempo que refleja, aquí y allá, algo de sus viajes por Brasil, elogia las pequeñas cosas, como la historia del pueblo brasileño, en un ejercicio de recomposición en el tiempo. Se preocupa por reconocer al Río de Janeiro de hace varias décadas. Esa distancia establece el otro principio sobre el que está tratado el libro, el de la investigación abierta. Y por tanto la conciencia de que las cosas pueden suceder o han sucedido en un sentido diferente al supuesto.
Rosa Chacel es tratada con el cariño de una anciana, pese a que su estancia en Brasil fue tan larga que cuando aterrizó todavía conservaba la energía de un adulto bien completo. Su exilio es el de quien abandona una Europa decadente para aterrizar en un Brasil decaído antes de haberse levantado. La senectud de Chacel iguala a la de cualquier otra persona merced a la soledad, o eso supone Montes en un retrato de alguien tan sencillo como carismático, de una persona discreta, que gusta de buscar lo crepuscular en sus confesiones. Pues en este caso, Montes cuenta con el apoyo del Diario de la escritora. Más intenso, por tratarse de alguien que entendía la vida como una montaña rusa, es el caso de Manuel Puig, quien vivió una etapa de alta burguesía que fue muy efímera en el sur de América. Retratado como un excéntrico manipulador, a partir de testimonios de gente que le visitaba, Puig aparece como un tipo malhumorado pero poliédrico. Hasta que le invadió la monomanía por el cine, que fue para él un bálsamo necesario en un Río de Janeiro que terminó por resultar otro valle de lágrimas. Las páginas dedicadas a Elizabeth Bishop, con las que se cierra el volumen, son bastante más doctorales. Parte del síndrome del Holandés Errante de la poeta, principio con el que estudia sus versos, su poesía, que es una traducción directa de su vida bohemia. Y si el bohemio se caracteriza por algo es por vivir en el pasado, por añorar, y por el deseo semioculto de ser pobre.
En algunos momentos, el lector percibirá las costuras con que está hilvanado el texto. Las primeras versiones de distintas partes del libro fueron apareciendo en hasta seis medios y varias conferencias. Pero eso no es ninguna traba. Varados en Río puede ser un libro sin género, como se nos indica en la contracubierta, o un libro que desafía los géneros. Independientemente de dónde y cómo lo ubiquemos, es un libro que nos cuenta muy bien unas personalidades magnéticas, cada una en su estilo, entre las que destaca la de la gran ciudad que se llama Río de Janeiro.