El viaje de Don Quijote
El viaje de Don Quijote
Julio Llamazares
Alfaguara
Madrid, 2016
201 páginas
Encerrado en casa en plena canícula del peor verano de los últimos años, el lector enfrentó hace un año a una serie de episodios que ahora releerá en un formato más agradable, que es el libro. Volverá a bajar las persianas, tal vez pensando que como no puede salir de vacaciones al menos obtendrá el refugio del itinerario, y recordará la obra maestra de Cervantes. No se trata de la primera narración itinerante, de hecho, la mayor parte de las narraciones anteriores eran itinerantes, de ahí el corte de la locura de Alonso Quijano, pero sí de un libro de viaje siguiendo un itinerario ya conocido. Entre capítulo y capítulo, el ciudadano que no pudo salir de vacaciones aprovechará para llamar por teléfono a sus familiares y recibir alguna noticia de la sierra de Cuenca o del delta del Ebro. Procura no llamar a nadie que disfrute en la playa, pues el triste fin del espigado Caballero de la Triste Figura tuvo lugar sobre la arena y junto al mar, que para los hombres de la Mancha es el morir, el lugar donde idealiza el crepúsculo. Cuando le pregunten qué ha hecho hoy, el ciudadano podrá contestar que ha caminado por las sierras del sur y ha visto moler la harina en un viejo molino, anacrónico, recortado contra un cielo de un azul de diamante, con un calor de esparto en el cogote. Al fin y al cabo, tiene la suerte de poder elegir entre dos opciones: la de confesar que su presupuesto no alcanza para instalar el aire acondicionado, o la de caminar hacia Fuente el Fresno, el primer pueblo de Ciudad Real, acompañando a un loco que no dejamos de envidiar, a un pueblerino con azotes de sabiduría local y a un Julio Llamazares del que no hay más que decir. Todos sabemos que el viaje será lírico, y conocemos el estilo de lirismo que quedó en las páginas escritas por Llamazares una vez que se hubo apagado la lluvia amarilla.
Como ha dejado de fumar hace dos años, el ciudadano se levanta para llenar la botella de agua con mucho hielo. Luego enciende la televisión y abre el libro por la página 135. Bebe agua, mira el televisor por encima del libro para comprobar que los colores se mueven sobre la luz de plasma, apaga la televisión, mira la hora y comprueba que todavía tiene tiempo para leer media hora más antes de irse a la cama.
Como hiciera Azorín a comienzos del siglo XX, en estas páginas Julio Llamazares recrea uno de los grandes viajes de la ficción: el de don Quijote por la geografía española. La ruta literaria se inicia en Madrid, llega hasta Sierra Morena, se detiene en La Mancha y Zaragoza, y concluye en la playa de Barcelona, donde el caballero andante se enfrentó al de la Blanca Luna.
Pertrechado con cuadernos, libros y lápices, el autor recorre una ruta que le revela unos contrastes no por sabidos menos prodigiosos: las hamburgueserías comparten espacio con antiguas ventas, aparecen nuevos tipos humanos y la geografía se presenta en algunos puntos idéntica a la que vería el hidalgo manchego, pero en otros radicalmente transformada.
Trazando un recorrido que le lleva y le devuelve una y otra vez de la novela de Cervantes al imaginario de las gentes que encuentra en su camino -y en algunos trayectos también al texto de Azorín-, Llamazares conforma un libro de andanzas quijotescas del siglo XXI, pleno de anécdotas y de humor, narrado con la maestría y la admiración por la obra cervantina que caracterizan su literatura.
«El viaje me llevará por medio país y, como don Quijote, lo haré de tres veces. Mientras la noche llega salgo del pueblo y subo a los tres molinos que desde una colina dominan el antiguo puerto y, a un lado y a otro de él, la ondulada tierra de Toledo y la llanura inmensa de la Mancha, por la que caminaré mañana.»