El insulto y la literatura
Por Eric Esley.
Años de escuela, época en que los profesores nos pegaban un grito a los cuatro vientos cuando nos atrapaban diciendo una grosería en el recreo del colegio. “A la dirección, mal educado” sentenciaba la profesora, con esa voz aguda y quebradiza que adquieren las señoras de su profesión cuando entran en edad, mientras nos señalaba con el dedo la oficina del director. Nosotros, alumnos indefensos obedientes a la jerarquía escolar, teníamos que obedecerla y dirigirnos al despacho del mandamás de la escuela, con la cabeza baja y arrastrando las manos por el suelo, anticipando que nos iban a pegar una tunda cuando volviésemos a casa con una amonestación.
A más de uno le dará una sonrisa de nostalgia al recordar la escuela, pero yo la pasaba mal, no entendía por qué las palabras carajo o pelotudo eran más respetables que vernáculo o yuxtaposición. Los dos bandos me parecían iguales, por lo menos a primera vista. Es gracioso que la sociedad clasifique palabras como los niños separan la comida verde de la comestible en el plato. A fin de cuentas, todas las palabras conviven felices en el diccionario, sólo nosotros creemos que se llevan mal.
Pero mi confusión se hizo mayor con el paso del tiempo. Cuando terminé la escuela y empecé a leer los escritores que eran catalogados por los profesores como respetables e ilustrados, quedé más desorientado que antes. Aquellos escritores, que eran pontificados por la sociedad como ejemplos a seguir en la escuela, insultaban más que yo en mi época de estudiante, mucho más que cualquiera; hablaban peor que un borracho en su tercera botella de vino tinto. Incluso así, nada sobrepasó a la sorpresa que me llevé cuando empecé a leer a Sarmiento y aprendí el significado de agredir con las palabras.
Domingo Faustino Sarmiento, señor responsable de que se celebre su nacimiento en toda América para conmemorar el día del maestro, no sólo faltaba a la escuela, era un pendenciero y un consumado mujeriego, también era, para colmo de males, un insultar nato. Bastaba leer cómo sus discursos en el congreso nacional de su país hacen parecer a cualquier tribuna de fútbol como una discusión de la Real Academia Española.
—Dios mío— pensaba mientras leía, ya de grande, las cartas que Sarmiento le dedicó a Alberdi, uno de sus rivales políticos —tantos años yendo a la oficina del director por repetir una fracción de insultos del tipo que me decían que yo me tenía que comportar como él—. Afligido, suspiraba hacia mis adentros, en los confines de mi alma atormentada por haber aguantado tantos años en aquel calvario llamado escuela, terminando mi pensamiento con un frio y solemne “qué profesores hijos de….”.
Yo creía que al haber encontrado una referencia cultural como la de Sarmiento me daba legitimidad intelectual para volver a insultar sin preocuparme por las sanciones sociales. Nadie me iba a reprochar nada si lo citaba a él. No había notado que hay una diferencia entre él y nosotros, las personas comunes, y que si no se toma en cuenta pareciera que aquel hombre nos habilita a usar cualquier palabra.
Sarmiento, al igual que todo gran escritor, siempre insultó con estilo y elegancia, y nunca cayó en la vulgaridad de repetir palabras en el mismo contexto que lo usan los demás. Porque, aclaro, vulgaridad no tiene relación con los insultos. La palabra viene de vulgo, adjetivo que usaban los romanos para representar aquella parte de la sociedad tan mimetizada con el resto que no resaltaba de los demás. La contrapartida era la elegancia, que en su acepción original no tiene relación con no poner los codos en la mesa o desempolvar palabras del diccionario para parecer culto, sino que remite a esos rasgos distintivos por lo cual algunas pocas personas se diferenciaban, en el habla y en las acciones, del resto de la población. A partir de ahí, de leer a Sarmiento, pude entender que no está mal insultar; lo que sí está mal es ser vulgar.
Cualquiera puede agarrarse la entrepierna y dedicarle un poema al vecino. Pero hacer el comentario justo, en el momento adecuado, no dejarle al rival la posibilidad del retruque, evocar una mala palabra sin mencionarla, es un arte parecido al ajedrez.
Recordaba esto al ver un programa de televisión, y pensaba que todos tuvimos que haber aprendido a insultar en la escuela. Lástima que no se puede volver el tiempo atrás, nos hubiéramos ahorrado las discusiones políticas que tenemos hoy: periodistas que se hacen los trasgresores al no dejar hablar a los demás, repletos de personas insultando de la manera más fácil posible al adversario, y una sociedad que alienta ésas bajezas dependiendo de cuál sea su pensamiento político. Pensaba que, si tanto nos gusta insultar a los demás por sus ideas, tendríamos que recordar a Borges, que era un maestro en este campo.
Un buen día, el escritor del Aleph, ya ciego, necesitaba la compañía de un vidente para cruzar la calle. Un estudiante universitario, que pasaba por ahí, vio la urgencia del anciano, y lo agarró del brazo para acompañarlo a la vereda contraria. En el trascurso de la corta caminata el estudiante aprovechó la compañía del escritor e intento hacerse el vivo confesándole que él era peronista, creyendo que su acompañante se iba a sentir incómodo al dejarse ayudar por alguien en sus antípodas ideológicas. A lo cual, Borges le respondió: “No te hagas problema. Yo también estoy ciego.”