En la década de 1930, Albert Einstein vivió una época de dudas profundas respecto de la situación del mundo y de la humanidad frente a la guerra. Para entonces la atmósfera política comenzaba a enrarecerse y el fantasma de una conflagración igualmente se agitaba. Einstein había sido elegido por la Sociedad de Naciones para formar parte del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, cuyo objetivo era reunir a algunos de los científicos, investigadores, filósofos y pensadores en general, cuyo trabajo en conjunto pudiera aportar soluciones para la consecución de la paz. Para participar de este debate, Einstein a su vez eligió cartearse con Sigmund Freud para tener esa opinión ajena, diferente, que le permitiría clarificar mejor sus ideas sobre el tema.

En las misivas que intercambiaron, destaca el contraste claro entre la posición del científico y la del psicoanalista al momento de considerar el problema de la guerra. La ingenuidad con que Einstein veía ciertas aristas del asunto chocó de lleno con el aplomo de Freud, como si ahí donde uno se permitía soñar con un gobierno mundial integrado por los mejores intelectuales del mundo, el otro respondía con el peso de una realidad evidente y al parecer atávica. A diferencia de Einstein, Freud creía que la guerra era la expresión de un instinto y, por lo tanto, su erradicación era punto menos que imposible.

¿Qué se necesita hacer para alejar a la humanidad de la amenaza de la guerra? Esa fue la pregunta que científico y psicoanalista intentaron responder juntos. Para Freud, el origen del problema de la violencia se encontraba en la dicotomía de poder y derecho y, sobre todo, en el ejercicio del primero como método recurrente para resolver conflictos de interés. Al menos hasta el momento en que el derecho se volvió el “poder de la comunidad”, el coto de resistencia de algunos frente a los poderosos. En esa dialéctica surge la paradoja de que, según algunos ejemplos históricos como la pax romana o el desarrollo de Francia como país bajo la dinastía de los Capeto, la guerra puede ser el medio para la paz, “puede servir para pavimentar el camino”, según escribió Freud a Einstein. En este sentido, el psicoanalista coincide con el científico en la sugerencia de un cuerpo colegiado gubernamental que dirimiera esos conflictos de interés que, a la postre, son los motivos de guerra.

Con todo, Freud también remitió a Einstein una interpretación psicoanalítica de la guerra, mirando en ésta una manifestación del impulso destructivo consustancial al ser humano, Tánatos en pugna permanente con Eros, la muerte intentando vencer al amor, pero no en un sentido moral, de bondad y maldad, sino en uno humano, en el que a veces también, como sujetos, la muerte se convierte en un motivo inesperado de fuerza y vitalidad. De ahí también la dificultad para pensar en una posible erradicación de ese cariz conflictivo del ser humano.

¿Algún día terminará la guerra? En 1932, cuando Einstein y Freud se cartearon, ninguno de los dos ofreció una respuesta contundente y, más bien, concluyeron en el deseo de un futuro en donde la belicosidad no fuera la forma usual de resolver un conflicto entre intereses distintos. Sin embargo, su trayecto intelectual al abordar este problema dejó sembradas pistas, sugerencias por las cuales continuar para, al menos desde nuestro propio horizonte de acción, llevar dicho deseo a nuestra realidad de todos los días.

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En la década de 1930, Albert Einstein vivió una época de dudas profundas respecto de la situación del mundo y de la humanidad frente a la guerra. Para entonces la atmósfera política comenzaba a enrarecerse y el fantasma de una conflagración igualmente se agitaba. Einstein había sido elegido por la Sociedad de Naciones para formar parte del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, cuyo objetivo era reunir a algunos de los científicos, investigadores, filósofos y pensadores en general, cuyo trabajo en conjunto pudiera aportar soluciones para la consecución de la paz. Para participar de este debate, Einstein a su vez eligió cartearse con Sigmund Freud para tener esa opinión ajena, diferente, que le permitiría clarificar mejor sus ideas sobre el tema.

En las misivas que intercambiaron, destaca el contraste claro entre la posición del científico y la del psicoanalista al momento de considerar el problema de la guerra. La ingenuidad con que Einstein veía ciertas aristas del asunto chocó de lleno con el aplomo de Freud, como si ahí donde uno se permitía soñar con un gobierno mundial integrado por los mejores intelectuales del mundo, el otro respondía con el peso de una realidad evidente y al parecer atávica. A diferencia de Einstein, Freud creía que la guerra era la expresión de un instinto y, por lo tanto, su erradicación era punto menos que imposible.

¿Qué se necesita hacer para alejar a la humanidad de la amenaza de la guerra? Esa fue la pregunta que científico y psicoanalista intentaron responder juntos. Para Freud, el origen del problema de la violencia se encontraba en la dicotomía de poder y derecho y, sobre todo, en el ejercicio del primero como método recurrente para resolver conflictos de interés. Al menos hasta el momento en que el derecho se volvió el “poder de la comunidad”, el coto de resistencia de algunos frente a los poderosos. En esa dialéctica surge la paradoja de que, según algunos ejemplos históricos como la pax romana o el desarrollo de Francia como país bajo la dinastía de los Capeto, la guerra puede ser el medio para la paz, “puede servir para pavimentar el camino”, según escribió Freud a Einstein. En este sentido, el psicoanalista coincide con el científico en la sugerencia de un cuerpo colegiado gubernamental que dirimiera esos conflictos de interés que, a la postre, son los motivos de guerra.

Con todo, Freud también remitió a Einstein una interpretación psicoanalítica de la guerra, mirando en ésta una manifestación del impulso destructivo consustancial al ser humano, Tánatos en pugna permanente con Eros, la muerte intentando vencer al amor, pero no en un sentido moral, de bondad y maldad, sino en uno humano, en el que a veces también, como sujetos, la muerte se convierte en un motivo inesperado de fuerza y vitalidad. De ahí también la dificultad para pensar en una posible erradicación de ese cariz conflictivo del ser humano.

¿Algún día terminará la guerra? En 1932, cuando Einstein y Freud se cartearon, ninguno de los dos ofreció una respuesta contundente y, más bien, concluyeron en el deseo de un futuro en donde la belicosidad no fuera la forma usual de resolver un conflicto entre intereses distintos. Sin embargo, su trayecto intelectual al abordar este problema dejó sembradas pistas, sugerencias por las cuales continuar para, al menos desde nuestro propio horizonte de acción, llevar dicho deseo a nuestra realidad de todos los días.