Lobo (2014), de Naji Abu Nowar
Por Miguel Martín Maestro.
Uno de los mayores ejemplos del colonialismo es trasladar a países y continentes alejados de la metrópoli los problemas de ésta, incluidas las guerras. Algunos de esos problemas se consiguen solventar con el tiempo y sobre otros se persevera de tal manera que, habiendo transcurrido décadas desde que estos territorios consiguieron su independencia, los efectos negativos sobre sus habitantes y sobre el resto del planeta persisten y, también, como es el caso, se han agravado. Desde la Edad Moderna, Turquía apareció como el peligro oriental para la Europa cristiana, era la potencia dominante en el mundo islámico y esa dualidad y expansionismo de ambos imperios terminaba chocando. Con épocas de mayor o menor tensión, o de mejores relaciones de convivencia, el dominio turco en Oriente Medio provocó que la 1ª y la 2ª guerra mundial se desplazaran, también, a su ámbito de influencia, por su propia ambición y por su alineamiento progermánico, chocando con las aspiraciones permanentes de los británicos.
En este contexto se desarrolla esta película, solvente y de indudable calidad visual, que sabe omitir eficazmente algunas lagunas y situaciones un tanto forzadas, pero que intenta mostrar, una vez más, y no serán bastantes, los efectos de la guerra desde los ojos de un niño, una guerra decidida a miles de kilómetros pero que termina afectando la vida diaria de los beduinos del desierto, de un clan familiar anclado en la tradición inmutable de siglos, en perfecta armonía comunitaria, pero obligados por relaciones de tribus que pueden llevarles a apoyar una u otra causa sin saber muy bien por qué. La épica de Lawrence, el idealismo beduino, la emancipación de Arabia Saudí, no parecen ser los objetivos del director jordano de formación británica en esta producción con capital procedente de varios países de la zona y rodada en árabe. Nos resulta irrelevante si este territorio que recorremos es la actual Jordania, Arabia Saudí, Yemen, Egipto, Palestina… lo cierto es que el camino de Theeb siguiendo a su hermano mediano mientras ayuda a explorar a un británico y su guía en 1916, en pleno desarrollo de la gran guerra, descubre al espectador occidental la realidad de un conflicto que ayudó a acabar con un modo de vida y abrió la puerta a otra serie de problemas posteriores. Musulmanes todos los que aparecen en pantalla, a excepción de ese oficial inglés que, como su país, provoca la acción y las consecuencias posteriores; de diferentes razas, naciones, tribus, modos de vida, al final son ellos los que mueren y van sembrando el desierto de cadáveres bajo falsas promesas de libertad, de poder, de riqueza.
La influencia británica en la zona se veía amenazada por la fortaleza militar y demográfica de Turquía y en ese conflicto de intereses reforzar alianzas, buscar nuevos amigos, socavar la infraestructura militar turca, provocar el levantamiento de quienes no aceptaban el dominio otomano, termina determinando la vida de Theeb, obligado a madurar antes de tiempo. Transcurridos unos minutos de película dejaremos de pensar en la absurda escapada del muchacho, montado en un pequeño asno, siguiendo al idealizado hermano y obsesionado por una caja de madera que el oficial lleva consigo. Esa caja, como el tren, como las armas de repetición, como el envenenamiento de pozos, va acabando con el modo de vida tradicional en el desierto. Miles de personas empiezan a resultar innecesarias para los demás, la vida en el desierto deja de estar en equilibrio con un entorno tan hostil y deviene inaceptable. Son personas que intentan encontrar una salida a su situación vendiendo su conocimiento de la zona, vendidos al mejor postor como mercenarios, como saboteadores, como asaltadores. Viajar por el desierto, peregrinar a la Meca, pastorear ganado, comerciar, se convierte en algo imposible. La guerra empobrece y hace superflua a toda una generación que queda fuera de juego al no poder competir con un medio de transporte tan rápido como el tren y que acerca, al desierto, los peligros inherentes a la ambición humana.
Theeb era consciente de la muerte, ya sabía lo que era perder a seres cercanos antes de la llegada de la guerra de verdad a su entorno. Lo que no sabía era que la vida era algo que desaparecía con tanta rapidez y sin sentido por mero capricho de los hombres. Theeb pasará de taparse los oídos y refugiarse tras una piedra a apuntar con mirada fija y sin pestañear a quien considere su enemigo. Ese largo camino de retorno a casa, a una casa que ya no podrá ser nunca más la misma, servirá para activar su instinto de supervivencia, para buscar ayuda, para cooperar incluso con el demonio por salvar la vida; pero también servirá para actuar como un lobo cuando crea que hay muertes que no pueden olvidarse ni perdonarse. Theeb es la determinación de quien sabe mirar de frente a cualquiera porque ha aprendido de sobra que el lobo más fuerte se come al cordero, ha aprendido que las fidelidades de honor cuestan más caras que las propias porque pueden producir pérdidas irreparables y ningún beneficio; ha observado cómo sus paisanos se matan para defender a dos uniformes extranjeros y que hablan lenguas diferentes. En el ejercicio de la colonización, Theeb, con escasos 10 años, ha aprendido lo suficiente como para querer separarse de ese camino impuesto, pero también sabe que esa salida sólo conduce a la violencia. En esas estamos, aunque mientras tanto podemos disfrutar de buen cine procedente de un país tan exótico para el cine como Jordania.