Los demonios
Por Ricardo Martinez Llorca.
Fiódor M Dostoievski
Traducción de Fernando Otero
Alba
Barcelona, 2016
792 páginas
El 21 de noviembre de 1869 un estudiante radical de la Escuela de Agricultura de Moscú, Iván I. Ivánov, era asesinado por cinco de sus compañeros, miembros del grupo revolucionario Represalia del Pueblo, que tramaba una revuelta para el 17 de febrero de 1870 (noveno aniversario de la liberación de la servidumbre).
Ciertamente, el día en que se cree un satélite encargado de detectar la estupidez humana desde el espacio, descubriría una esfera sobre la que se mueven unos tipos impulsados por las vísceras, que simulan con frecuencia ser fuente de razón, que trazó Dostoievski. Pues se inspiró en este hecho para Los demonios (1872), tal vez la primera novela sobre una «célula terrorista» o, lo que viene a ser lo mismo, otro ensayo sobre la locura en manos de quien mejor supo cómo hacer literatura con ella. Porque es locura lo que resume sus seres atormentados, capaces del acto más degenerado y el más caritativo en un periodo que apenas dura una página.
Aunque la intencionalidad política es evidente, el caos y la destrucción que recrea surgen de una sátira de costumbres tan hilarante como hiriente que poco a poco se va transformando en una tragedia clásica. Esta es la especialidad de Dostoievski, que sus personajes sean hooligans tratando de destruirse a ellos mismos, y que alguno de ellos sea capaz, de vez en cuando, de plantearse en serio qué es eso del destino si están trabajando por la aniquilación o por una euforia que confunden con felicidad.
En el centro destacan dos personajes de distintas generaciones: el maduro y «muy respetable» Stepán Trofímovich Verjovenski, que, después de una dudosa carrera en el ámbito académico, vive desde hace tiempo de la generosidad −y del amor− de una rica viuda a la que le gusta verse como protectora de las humanidades; y el hijo de ésta y antiguo pupilo de Verjovenski, el joven Nikolái Vsévolodovich Stavroguin, de quien todo el mundo se enamora y cuya vida incoherente y abismal no parece procurarle, sin embargo, ningún placer. Verjovenski dice de sí mismo: «Je suis un vulgar gorrón, et rien de plus»; Stavroguin cree que, si está poseído por algún demonio, será por «un diablejo pequeño, repugnante, escrofuloso, resfriado, de los fracasados».
Así son los virus que enferman a los personajes de Dostoievsky, una forma de convulsión originada en el indeterminismo: ¿serán capaces, se preguntan, de escapar a sus destinos? La sociedad es una tenaza que lleva a la gente a pegarse tiros o a evitar la guerra para sustituirla por el fútbol o el ajedrez. Como diría Nietzche, no hay hechos, sino interpretaciones. De ahí que no exista la verdad para los seres que pueblan Los demonios. Pero, eso sí, cada uno está convencido de poseerla, pues son muy conscientes, demasiado, de que obedecen a una conciencia. Y la conciencia no puede estar engañando, aunque desde fuera, desde los ojos del satélite, se les vea con una imagen de simples idiotas, porque ese gesto es la vocación del tormento, entre otras cosas porque en la conciencia cabe un componente demoníaco que arrastre a los personajes. Cada gesto, eso sí, es peculiar, porque la trama de Los demonios es coral.
El crítico Anthony Throlby apuntaba que no se puede estar seguro de qué está aconteciendo en los momentos críticos de las novelas de Dostoievski. Sobreabundan las explicaciones, pero la realidad, y Dostoievski es un escritor realista, es algo superior a la suma de las ideas que de ella tiene cada personaje. Ese es uno de los efectos poderosos que contienen obras como esta, eso hace que puedan existir autores con la potencia de Dostoievski, pero no con una mayor.
Y, como siempre, Alba ha cuidado mucho de obtener una buena traducción, en este caso de Fernando Otero, para esta hermosa edición de una obra maestra.