‘El señor Norris cambia de tren’, de Christopher Isherwood
Por Ricardo Martínez Llorca
El señor Norris cambia de tren
Christopher Isherwood
Traducción de Dolores Payás
Acantilado
Barcelona, 2016
260 páginas
Conocido por Cabaret, esa película con número musicales pero que no es un musical, esa genial obra cinematográfica, por la relación de Cabaret con Adiós a Berlín, Christopher Isherwood (Chesire, 1904 – Santa Mónica, 1986) vuelve a mostrar su preocupación por el mismo tiempo y el mismo lugar vividos en esta novela tan bien fabricada. Si no nos precipitamos, lo primero que debemos aclarar es que el parecido entre Cabaret y el libro en el que se inspira, Adiós a Berlín, es el mismo que el que existe entre un huevo y una castaña. En realidad, ambos reflejan lo mismo. Pero no coinciden ni en la estructura ni en los episodios. De hecho, hay más de lo que sería la biografía de Isherwood en Cabaret que en Adiós a Berlín. Pero en el libro se refleja mejor el caos de la vida ya moderna y ya estigmatizada, hasta el punto que la mayoría de la población de una ciudad que Ishewood adora, opta por el nazismo. Si bien, todo hay que decirlo, en ese momento el pueblo no vivía el nazismo como la forma de crueldad que nosotros hemos heredado de nuestros mayores. Para ellos era una salvación, un recurso, un último aliento, una raíz de árbol a la que agarrarse mientras se cae al precipicio.
Mientras que Adiós a Berlín es uno de los grandes libros de viaje vertical, esos en los que el narrador está varado por su propia voluntad, al igual que, por ejemplo, Isak Dinesen en Memorias de África, El señor Norris cambia de tren es una ficción. Pero todos sabemos que la realidad se alimenta de la ficción, al igual que la ficción se alimenta de la realidad. Esta novela redonda, pura narración sin una sola línea en la que se deje llevar por otra cosa que no sea eso, la idea de narrar, nos muestra la misma inquietud y sólo podría tener lugar en el Berlín de la transición hacia triunfo nazi en las urnas, y sus consecuencias. La estrategia de Isherwood es la de inventarse un alter ego, un narrador por accidente que no puede evitar soltarse a relatar la historia del señor Norris. El personaje que tanto llama la atención es en sí mismo un compendio de todos los géneros narrativos: un tipo pintoresco metido en serios problemas, engolado y pedante, que oculta algo que sería siniestro de no aparentar otra cosa gracias a su sentido del humor. El señor Norris es un personaje manierista dentro de un mundo perfectamente reconocible, pues una de las grandes virtudes de este narrador es su capacidad de observación y la confianza que deposita en ese don. Incluso borracho, colecciona detalles, imágenes, gestos; y cada rasgo o mueca, cada peculiaridad física, cada objeto que adorna una habitación, son lo que define el perfil psicológico de los personajes de esta novela de viaje vertical.
Berlín es para Isherwood y para su narrador una tierra de oportunidades. De hecho, no oculta ni siquiera la tensión sexual que no es únicamente hetero. Isherwood introduce unos imprecisos caracteres homosexuales o unos grotescos juegos de prostitución. Al mismo tiempo, siente una buena forma de compasión al tratar cada caso con una comprensión que nace de lo que escondemos entre las costillas. Pero siempre regresa al señor Norris y a sus juegos vitales. El narrador sospecha que puede encontrarse frente a un estafador, un vividor o un provocador, sobre todo en el momento en que decide afiliarse al partido comunista. Pero siempre un hombre leal a sus amigos y envuelto en una trama oscura, de la que puede salir escaldado por el arte de la extorsión. El señor Norris es un pequeño burgués, sin dinero, autocompasivo, del que, poco a poco, nos damos cuenta de que se niega a crecer. Este tema, este síndrome de Peter Pan, esta forma de entender lo absurdo que es vivir, es sobre lo que trata la novela.
La forma tiene tintes de comedia costumbrista, que se cercenan cuando nos damos cuenta de todo lo que nos importa la suerte de los personajes en un momento tan complejo. En ese sentido, también podríamos hablar de una novela histórica, puesto que la trama sólo es posible en esos años treinta, puesto que el momento histórico condiciona lo que le sucederá a los personajes. Entre los que destaca, al margen del señor Norris y del narrador, un siniestro Schmidt, una especie de sapo misántropo pegado al protagonista por buenas y/o malas razones. El libro se parte hacia la mitad, y a su regreso a Berlín, el narrador asiste a la decadencia de la ciudad y a un amigo que ha perdido el sentido del humor. Alemania se dirige hacia la corrupción, pero ellos están empeñados en su historia de lealtad y honestidad. Eso es lo que tiene en común esta novela con Adiós a Berlín. Eso es lo que la transforma en una muy buena narración, una narración pura, y lo que la define, en cierta medida, como eso que Chatwin llamó novela de viaje.
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