El resurgir de las distopías
Por Jesús Gil Vilda.
En 1960, el escritor inglés J. G. Ballard publicó un relato distópico titulado The Sound-Sweep que inspiró la famosa canción Video Killed the Radio Star de los Buggles. En él, un niño mudo con un oído hipersensible se hace amigo de un cantante de ópera que malvive en un estudio de grabación abandonado. En ese futuro inventado, todos los músicos han caído en desgracia después de que la composición y la interpretación musicales hayan pasado a ser ejecutadas por máquinas.
En el plano de lo real, cuatro décadas antes, en los años veinte del siglo pasado, la ambición por derribar el arte burgués y encontrar estéticas nuevas, llevó a un puñado de músicos soviéticos a inventar máquinas musicales. Para entender de lo que hablaba esta gente: Arseni Avraámov, por ejemplo, llegó a decir que Bach había sido un criminal de la Historia que había deformado el oído a millones de personas. Y pidió al Comisario Popular que quemara todos los pianos existentes en la Unión Soviética. Afortunadamente no le hizo caso.
La relación entre la tecnología y el arte ha sido desde la segunda mitad del siglo XX muy estrecha, tanto en el plano creativo, lo que la tecnología permite hacer que antes no era posible, como en los temas. Fue la adoración tecnológica la que hizo que apareciera la ciencia ficción como género, de serie be, en general, salvo por autores excepcionales como H.G. Wells o Ray Bradbury, y fue la mezcla de tecnología y oscuros horizontes políticos la que puso de moda las distopías (palabra ésta, por increíble que parezca, aún no admitida por la RAE), como el mencionado relato The Sound-Sweep, un género de nuevo en auge hoy en día.
No hay mes que no se publique una novela nueva sobre un futuro distópico. Pero lo interesante es que muchas de ellas no podrían catalogarse como narrativa comercial (siguiendo esa desafortunada clasificación empleada por las editoriales, como si lo “comercial” fuera sinónimo de malo y lo “literario” de tostón), ya que sus autores muestran un cuidado gusto por la estética literaria y la coherencia argumental y matizados personajes. Será que, una vez más, nos encaminamos hacia oscuros horizontes políticos, ya que no solo los autores parecen interesados en estos temas y estéticas sino también muchos lectores, a juzgar por el éxito comercial actual de 1984, éxito de ventas de unos años a esta parte tanto en España (según la web http://www.todostuslibros.com/) como en EE.UU (según datos de Amazon y de innumerables artículos).
Y es esta novela la que sin duda sigue marcando la pauta, y ahora más que nunca, cuando ese Gran Hermano ya está aquí, en forma de red todopoderosa y dueña de nuestra intimidad. Orwell, que escribió 1984 para profetizar un mundo dominado por el comunismo, solo se equivocó en dos cosas: el régimen (al final ha sido el capitalismo el que nos ha llevado al control de la intimidad) y el título (¿por qué carajo no la tituló Gran Hermano?).
¿A qué se debe entonces este auge de las distopías? Cuando surgieron, la Humanidad estaba inmersa en una lucha fría entre dos concepciones de la sociedad: el capitalismo y el comunismo, y además se daba una frenética carrera por el desarrollo científico en todos los ámbitos imaginables: aeroespacial, ciencia de materiales, medicina, energía, cálculo computacional, genética y un largo etcétera. La ciencia como diosa salvadora de la Humanidad resultaba mucho más halagüeña en los años setenta que la idea de que alguien apretase el botón nuclear. La ciencia no conforma el núcleo central de los relatos distópicos, como ocurre en la ciencia ficción, pero sí es necesaria para darles un sustrato de “realidad”. ¿Qué está pasando entonces? ¿Se dan de nuevo estos dos ingredientes: efervescencia científica y futuro político incierto?
De un lado, nos hallamos inmersos en la era de las tecnologías de la información (las cuales arruinan cualquier argumento de suspense, porque todo está accesible a golpe de mouse o de teléfono móvil, y ya ningún personaje está ilocalizable, lo cual permitía antes llenar un montón de páginas hasta que el protagonista daba con él) y del otro lado sí parece que haya incertidumbres suficientes en el horizonte: cambio climático, terrorismo religioso, posible ruptura de la Unión Europea, crisis económica sistémica, auge de la extrema derecha y, desgraciadamente, otro largo etcétera. Los americanos, como siempre los más listos, ya se dieron cuenta de ello y fríen a los adolescentes con un éxito cinematográfico tras otro sobre distopías de todo tipo.
En mi opinión, este mundo tecnificado resulta abrumadoramente aburrido, por lo que tiene de inmediatez y de accesibilidad: la comunicación ha dejado de ser un tema literario, por no hablar del perjuicio causado al cine; podemos tolerar una conversación telefónica en una película (sobre todo si la rodaba Capra o Hitchcock) pero no hay quine aguante una conversación por chat imprimiéndose en cajitas y con emoticonos en la pantalla. La esperanza para las artes narrativas puede estar en que, como ha sucedido ya antes, las revoluciones tecnológicas y científicas suelen ir acompañadas del aumento de las desigualdades sociales (las élites no suelen querer la tecnología para hacer el bien) y por tanto la combinación de ambas, la tecnología abrumadora y la injusticia, constituye terreno abonado para la creatividad narrativa y artística.
En este sentido, la literatura profética lo es también metaliterariamente. Es decir, si reaparece como fenómeno, quiere decir que algo va a pasar. Tal vez ninguno de sus vaticinios se cumpla escrupulosamente, pero con mucha probabilidad, el mundo sí cambiará de alguna forma discontinua e irreversible.
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