Europa aplaude, de José de María Romero
Europa aplaude
José de María Romero
Ediciones Paralelo, 2016
Por Juan Andrés García Román
Qué interesante hubiera sido jugar a las quinielas en 2012 y preguntarse: ¿por dónde irá la voz de este poeta raro que es José de María Romero? Ya ha retado a las palabras, las tiene entre la espada y la pared; se diría (o al menos yo me decía entonces) que hay un paso entre estos hermosos poemas ralos y eso que llaman con engolamiento “la dicha de enmudecer”. ¿Y ahora qué?
Para todo escritor que ha asumido el precio verdadero de las palabras cada nuevo texto es ciertamente un reto infatigable. Cada verbo tiene para él el peso y antigüedad del lenguaje mismo y, en consecuencia, del destino del hombre. Le va la vida en cada vocablo, no hay nada gratuito, le va la historia de la literatura en cada frase. Y eso es porque esa historia de la literatura, de la poesía, le importa. Y porque la conoce, y la ama; la ama como a una criatura, como a una criatura que ha de despertarse, como a la posibilidad de un mundo nuevo y mejor, como a todo, todo lo esperado y lo deseable. Ha comprendido que en cada amor familiar, cotidiano, en cada dos, están todos los demás, el mundo. Que cada tú y yo de la poesía son un Adán y Eva mucho mejores que Adán y Eva, porque no han existido, porque aún van a existir. Que “tú” y “yo” pueden ser todos los hombres según la misma ecuación que hace de mí, de moi, un autre, todos los otros, cualquiera de los otros y, al mismo tiempo, nadie.
Y digo todo esto porque creo que en ello me acerco a la lógica de este Europa aplaude. Su problemática, la problemática última, la del discurso, es en mi opinión la misma que para el libro anterior, si bien la solución adoptada es muy distinta, por no decir diametralmente opuesta. Y sin embargo, complementaria, necesariamente derivada de aquél. Me explicaré. Si en Talismán (2012) el lenguaje se retraía sobre sus elementos mínimos significativos, esencialidades que palpitaban desnudas ante el avance del silencio, de la extinción, aquí ese silencio se ha asumido ya, esa extinción, nutricia y seca a un tiempo, es el punto de partida.
Los poemas ensayan aquí la enunciación inédita de un mundo, su creación o incluso su Creación (pero mundo social, nadie piense en unas Residencias nerudianas): «Memoria sobre memoria / Piedra sobre piedra». De ahí el carácter total que, pese a su extensión, tiene el libro, su naturaleza en cierto modo enciclopédica, abarcadora, aunque igualmente escueta en la expresión. De ahí, también, el intento de comprender un mundo injusto, su referencia al drama del ser humano, la desgracia de los refugiados y su choque, vital, con una Europa burocratizada. Pero ese mundo, pienso, aparece por necesidad de un yo, un yo que se busca desde un apagón total y acaba por encontrarse tanto en un sí mismo vertiginoso, casi onírico, como en las identidades y anonimias del común de los hombres, enajenados y enajenantes, víctimas y verdugos, desposeídos o turistas.
Sí, turistas, porque la particular terra incognita de este yo, su salvación y misión, es Italia, una Italia que acaso encarna el misterio de la belleza, con sus contradicciones, sus falseadores y sus devotos («El Cuadro del joven / en su estudio/ Tintoretto/ sobre todo Carpaccio / sobre todo Bellini/ la calle Greci el / Palazzo Ducale / el Florian / damas inglesas que toman / té sin azúcar / mientras replican This / is not / English tea / ancianas de azul / con libros / bajo el brazo / violinistas / que perpetran Dos / palabras chicas / solas en una / actitud demasiado literaria»), así como con esa correligionaria («Cuando hablo a solas / hablo contigo»), ¿turista también?, con la que el yo comparte y, en un momento sin que se sepa mucho más, deja de compartir, el tránsito, su desorientado estar de pie.
Pero no es desorientación, es un ser a tientas, un serse, nostálgico también de otros tiempos mejores, consciente, y demasiado, deudor de la lógica metaliteraria, expresa o no, de la obra de José de María Romero. No es desorientación, es la “desrealización” debida al carácter que he llamado enciclopédico, un vértigo que recuerda el hermoso comentario de R. Barthes a propósito de las láminas de la Enciclopedia, la atribución del “surrealismo” de aquéllas al análisis de elementos desnaturalizados, animados por una vida prestada. Y es que aquí también el yo presta a todo su identidad en ciernes, así como un decir seco, analítico, que al igual que en Talismán, paradójicamente, no excluye la pequeña y milagrosa dicha de la existencia («Dejar atrás todo para que todo / tenga sentido») y a veces también la pena, sin color ni adjetivo.
Así pues esta Europa es, más bien, un mundo que, todo y siempre a través de la poesía, consigue ser muy parecido, y muy poco, al que vivimos.