Esa sensación (2015), de Juan Cavestany, Julián Génisson y Pablo Hernando
Por Miguel Martín Maestro.
Quien vea Esa sensación y sea la primera vez que se adentra en el cine de cualquiera de los tres directores, creo que se acercará a la “sensación” de encontrase ante algo diferente y esperanzador, fresco y divergente en relación con el cine convencional. Para los que ya hemos visto las películas precedentes de todos ellos, esa novedad ya no existe, se mantienen las líneas temáticas y las apuestas, ahora más depuradas, con mayor calidad de imagen, aún más surrealistas determinadas situaciones y, en ocasiones, creando fogonazos visuales de enorme atractivo apoyados en el uso del silencio o del sonido, perturbadores e inquietantes. Pero echo en falta la emoción de la novedad y temo el agotamiento del discurso, mantener la fórmula identitaria puede ser esencial para crear escuela, y hasta seguidores, el problema puede venir ante la pregunta ¿hasta dónde podemos estirar la propuesta sin romper la conexión con ese espectador, ya captado y entusiasta, a fuerza de reiterar lo ofrecido? Vaya por delante que Esa sensación me parece una buena película, hasta notable película, sea cual sea el punto de referencia con el que se compare, pero solo apunto este comentario inicial por el temor a perder el interés en el futuro si se mantiene una fórmula que, a mi juicio, ya no debería estirarse más para no terminar convirtiéndose en la réplica, cada vez menos fuerte, de un terremoto.
La película es un homenaje a los sentidos, más que la palabra. Lo que prima son los actos y las sensaciones que producen, antes y después de realizarlos. Sensaciones del absurdo dirigidas a retratar una sociedad enferma, una sociedad que se sorprende y se escandaliza de la espontaneidad. Recluidos en los formalismos de lo correcto, los personajes del trío de directores pretenden ser espontáneos pero no se les permite, salvo a un alto coste de incomprensión. Distinguir si la película está hecha a tres manos o cada uno de los directores se ha ocupado de un segmento de la misma no está a mi alcance. No se aprecian rupturas formales ni narrativas, no hay diferentes tratamientos del estilo, del sonido, de los encuadres. La cámara sigue a los personajes en su deambulación de manera similar en cada situación, los rostros ocupan la pantalla en su integridad en cada una de las partes. Si cada uno ha tomado las riendas de uno de los tres hilos narrativos y después se han ensamblado en el montaje, no se percibe y se ha hecho bien. No existe un hilván muy fino y a punto de descoserse entre dos historias troncales y unos sketchs que funcionan como argamasa para dar paso de una a otra, eso es un mérito indudable, porque en la colaboración entre distintos creadores podría advertirse una ruptura del nexo que hiciera el relato deslavazado, pero no es así.
Dos historias sustentan narrativamente la película, la de la mujer que se enamora de objetos de la ciudad a partir de la ruptura sentimental con un hombre que fue sustituido por su peine, pasando a ser la amante ardiente de un parquímetro, de una rotonda, de un puente y, finalmente, de todo Madrid representado por un mapa proyectado en una pantalla y que aporta uno de los elementos visuales más conseguidos de la película, hacer el amor, entregarse a una ciudad entera que, como en el cine precedente de los directores, aparece vacía, abandonada. Como si sus habitantes hubieran desistido de relacionarse con su entorno y permanecieran ocultos, encerrados, sumidos en la misantropía propia de las sociedades occidentales. La otra historia proporciona el elemento de thriller que también es consustancial al cine de cada uno de los directores, tanto El señor o Dispongo de barcos de Cavestany, La tumba de Bruce Lee de Canódromo abandonado o Berserker de Pablo Hernando contienen grandes elementos de suspense, en ésta una persona espía a otra por la calle, le sigue, le controla. Es un hijo que sigue a su padre para descubrir la conversión de éste, la recuperación de una fe perdida mediante un hecho de lo más absurdo y cómico. Alternando las dos historias, los directores van colocando pequeños sucesos, situaciones donde una actuación o un comportamiento denotan lo absurdo de nuestra vida diaria, nuestro exceso de prisa y nuestra incapacidad para ser espontáneos y asumir como propio del ser humano que se diga lo que se piensa en cada momento. Sea un virus, como dicen los comentarios oficiales, o sea un arranque de sinceridad, un saludo en una despedida, un regalo antes de que se soplen las velas, una reflexión sobre por qué no hay nadadores negros cuando se está a punto de perder un avión, un chiste grosero y sexual gritado de orilla a orilla de un lago en un paisaje idílico, una pregunta sobre qué vas a hacer en navidades cuando ya te han llamado para pasar a la consulta del ginecólogo y has estado minutos en silencio, producen “esa sensación” de ironía, crueldad, humor y sinsentido tan bien lograda en Gente en sitios y que aquí se mantiene incólume. El precedente conseguía, mediante aquella fórmula, desnudar a una sociedad en su conjunto, aquí funciona, como ya he dicho, de argamasa necesaria para que las dos historias fundamentales no aparezcan demasiado huérfanas, aportando esa dosis de irrealidad tan grata en el cine de todos estos directores y mostrando que el absurdo no es patrimonio de los protagonistas del eje fundamental de la película, sino de todo lo que nos rodea.
Esas figuras geométricas que se mueven como amebas de colores en un espacio líquido con los títulos de crédito iniciales nos anuncian que la realidad de una película “hecha a mano” es inaprensible, que se nos va a escurrir entre los dedos pero nos va a penetrar hasta las entrañas porque desde el absurdo nos va a relatar, y reflejar, la incomunicación, el desamparo, la soledad, la búsqueda de refugios artificiales, la débil línea que separa la amistad de la conveniencia de reunirse con meros conocidos, lo absurdo que puede ser tener fe religiosa y lo más absurdo de mantenerla por intereses personales, lo ridículo que supone ver a una persona huyendo de la amenaza de la propia fe que parece perseguirte. En el fondo, el cine del trío es revolucionario en cuanto que intenta protestar y rebelarse contra episodios diarios que aceptamos como inherentes a nuestra educación, pero que en el fondo ocultan nuestra animalidad a fuerza de represión impuesta y anclada en nuestro inconsciente para someternos. Esa sensación funciona como un reflejo de la sensación amorosa, de la sensación religiosa, de la sensación de soledad, de la sensación del ridículo frente a arranques de sinceridad absoluta. Hablando con sinceridad corremos el riesgo de no entender al interlocutor o que éste no nos entienda, si te pregunto si me lo estoy pasando bien, nuestra compañía nos mirará con ojos de no entender nada porque hemos roto el cliché establecido. Necesitamos cine que nos haga pensar más allá de lo evidente de un guión escrito, de una historia reconocible. En el humor y en el absurdo suele encontrarse más realidad que en muchos reportajes del telediario. La conclusión definitiva del cine de estos directores es que vivimos en sociedades decadentes y moribundas, como el cine que se nos ofrece a diario por el sistema. Por eso hay que seguir insistiendo para que Cavestany-Genisson-Hernando sigan creando, pero sin perder de vista que repetirse puede conducir a la insignificancia y no tenemos que permitirnos el lujo de perder en el camino a directores tan arriesgados y tan necesarios para un importante sector del público que, todavía, sabe diferenciar un cine español de otro cine español.