Peter Singer: “Sobre el sufrimiento y los derechos de los animales”
«Muchos filósofos y escritores han propugnado de una u otra forma como un principio moral básico la igual consideración de intereses, pero no muchos han reconocido que este principio sea aplicable, también, a los miembros de otras especies distintas a la nuestra. Jeremy Bentham fue uno de los pocos que tuvo esto por cierto. En un pasaje con visión de futuro, escrito en una época en que los franceses ya habían liberado a sus esclavos negros, mientras que en los dominios británicos se les trataba aún como ahora tratamos a los animales, Bentham escribió:
Puede llegar el día en que el resto de la creación animal adquiera esos derechos que nunca se le pudo haber negado de no ser por la acción de la tiranía. Los franceses han descubierto ya que la negrura de la piel no es razón para abandonar sin remedio a un ser humano al capricho de quien le atormenta. Puede que llegue un día en que el número de piernas, la vellosidad de la piel, o la terminación del os sacrum sean razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible al mismo destino. ¿Qué otra cosa hay que pudiera trazar la linea infranqueable? ¿Es la facultad de la razón, o acaso la facultad del discurso? Mas un caballo o un perro adulto es sin comparación un animal más racional, y también más sociable, que una criatura de un día, una semana o incluso un mes. Pero, aún suponiendo que no fuera así, ¿qué nos esclarecería? No debemos preguntarnos: ¿pueden razonar?, ni tampoco: ¿pueden hablar?, sino: ¿pueden sufrir?
En este pasaje, Bentham señala la capacidad de sufrimiento como la característica básica para atribuir a un ser el derecho a una consideración igual. La capacidad de sufrimiento o más estrictamente, de sufrimiento y/o goce o felicidad no es una característica más como la capacidad para el lenguaje o las matemáticas superiores. Bentham no está diciendo que los que intentan trazar “la línea infranqueable” que determina si se deben tener o no en cuenta los intereses de un ser hayan elegido una característica errónea. Al decir que tenemos que considerar los intereses de todos los seres con capacidad de sufrimiento o goce, Bentham no excluye arbitrariamente ningún interés, como hacen los que trazan la línea divisoria en función de la posesión de la razón o el lenguaje. La capacidad para sufrir y disfrutar es un requisito para tener cualquier otro interés, una condición que tiene que satisfacerse antes de que podamos hablar de intereses de una manera significativa. Sería una insensatez decir que se actúa contra los intereses de una piedra porque un colegial le dé un puntapié y ruede por la carretera. Una piedra no tiene intereses porque no puede sufrir, y nada que pudiéramos hacerle afectaría a su bienestar. Un ratón, sin embargo, sí tiene interés en que no se le haga rodar a puntapiés por un camino porque sufrirá si esto le ocurre.
Si un ser sufre no puede haber ninguna justificación moral para negarse a tomar en consideración este sufrimiento. El principio de igualdad requiere, independientemente de la naturaleza del ser que sufra, que su sufrimiento cuente tanto como otro igual -en la medida en que pueden hacerse comparaciones a grosso modo de cualquier otro ser. Cuando un ser carece de la capacidad de sufrir, o la de disfrutar o ser feliz, no hay nada que tener en cuenta. Por lo tanto, la sensibilidad (entendiendo este término como una simplificación conveniente, aunque no estrictamente adecuada, para referirnos a la capacidad de sufrir y/o disfrutar) es el único límite defendible a la hora de sentirnos involucrados en los intereses de los demás. Establecer el límite por alguna otra característica como la inteligencia o el raciocinio sería introducir la arbitrariedad. ¿Por qué no situarlo entonces en una característica tal como el color de la piel?
El racista viola el principio de igualdad al dar un peso mayor a los intereses de los miembros de su propia raza cuando hay un enfrentamiento entre sus intereses y los de otra raza. El sexista viola el mismo principio al favorecer los intereses de su propio sexo. De un modo similar, el especista permite que los intereses de su propia especie predominen sobre los intereses esenciales de los miembros de otras especies. El modelo es idéntico en los tres casos. La mayoría de los seres humanos es especista. Los capítulos siguientes muestran que seres humanos corrientes, no unos pocos excepcionalmente crueles o despiadados, sino la gran mayoría de los humanos, participan activamente, dan su consentimiento y permiten que los impuestos que pagan se utilicen para financiar un tipo de actividades que requieren el sacrificio de los intereses más vitales de miembros de otras especies para promover los intereses más triviales de la nuestra.
Existe, sin embargo, una defensa del tipo de acciones que se describen en los próximos dos capítulos que debemos descartar antes de pasar a hablar de las prácticas en sí. Se trata de un alegato que, si es verdadero, nos permitiría hacer toda clase de cosas a los no humanos por la razón más insignificante, o sin ninguna razón en absoluto, sin merecer por ello ningún reproche fundado. Esta opinión sostiene que en ningún caso somos culpables de despreciar los intereses de otros animales por una razón sencillísima: no tienen intereses. Los animales no humanos carecen de intereses, según esta perspectiva, porque no son capaces de sufrir, y no es que se quiera decir tan sólo que no son capaces de sufrir de las múltiples formas en que lo hacen los humanos, por ejemplo, que una ternera no pueda sufrir por saber que la van a matar en un período de seis meses. Esto no ofrece lugar a dudas, si bien no libera a los humanos de la acusación de especismo, ya que no elimina la posibilidad de que los animales sufran de otras formas: haciéndoles recibir descargas eléctricas o manteniéndoles entumecidos en pequeñas jaulas, por ejemplo. La defensa que voy a exponer ahora, consistente en afirmar que los animales son incapaces de cualquier tipo de sufrimiento, es mucho más devastadora, aunque menos plausible. Los animales, según esta opinión, son autómatas inconscientes, y carecen de pensamientos, sentimientos y vida mental.
Aunque, como veremos en un capítulo posterior, la opinión de que los animales son autómatas la lanzó el filósofo francés René Descartes en el siglo XVII, es obvio para la mayoría de la gente, entonces y ahora, que si clavamos sin anestesia un cuchillo afilado en el estómago de un perro, el perro sentirá dolor. Las leyes en la mayoría de los países civilizados confirman que esto es así prohibiendo la crueldad gratuita con los animales. Los lectores cuyo sentido común les diga que los animales sufren, pueden saltarse lo que queda de esta sección y pasar directamente a la página 40, ya que las páginas intermedias se dedican exclusivamente a refutar una postura que no comparten. Sin embargo, para hacer una exposición completa, hay que incluirla a pesar de ser tan poco plausible.
¿Sienten dolor los animales, que no son humanos? ¿Cómo lo sabemos? Pues bien, ¿cómo sabemos si alguien, humano o no humano, siente dolor? Sabemos que nosotros sí lo sentimos por haberlo experimentado directamente cuando alguien, por ejemplo, aprieta un cigarrillo encendido contra el dorso de nuestra mano; pero, ¿cómo saber que los demás también lo sienten? No se puede experimentar el dolor ajeno, tanto si el “otro” es nuestro mejor amigo como si es un perro callejero. El dolor es un estado de la conciencia, un “suceso mental”, y, como tal, nunca puede ser observado. Comportamientos como retorcerse, gritar o retirar la mano del cigarrillo no son dolor en sí. El dolor es algo que se siente, y no nos queda más alternativa que inferir que los otros también lo sienten por las diversas indicaciones externas. En teoría, siempre podríamos estar equivocados al asumir que otros seres humanos sienten dolor. Es concebible que nuestro mejor amigo sea, en realidad, un robot muy inteligentemente construído, controlado por un brillante científico, de forma que manifieste todas las señales de sentir dolor, pero que de hecho, no sea más sensible que cualquier otra maquina. Nunca podemos estar completamente seguros de que no sea éste el caso y, sin embargo, mientras éste tema resulta complejo para los filósofos, nadie tiene la menor duda de que nuestros mejores amigos sienten dolor exactamente igual que nosotros. Se trata de una deducción, pero es una deducción muy razonable, dado que está basada en observaciones de su conducta en aquellas situaciones en las que nosotros sentiríamos dolor, y en el hecho de que tenemos toda la razón al asumir que nuestros amigos son seres como nosotros, con sistemas nerviosos como los nuestros, que funcionan de un modo similar y son capaces de generar iguales sentimientos en parecidas circunstancias.
Si está justificado suponer que los otros humanos sienten dolor como nosotros, ¿existe alguna razón para que no lo estuviera en el caso de otros animales?».
(Peter Singer, “Liberación Animal”, capítulo 1)