El camino estrecho al norte profundo
Por Ricardo Martínez Llorca.
Richard Flanagan
Traducción de Rita da Costa
Literatura Ramdom House
Barcelona, 2016
445 páginas
Una novela lo es hasta la última de sus páginas. Eso le sucede a esta extraordinaria obra, El camino estrecho al norte profundo, cuyo sentido viene garantizado en la caja fuerte de las últimas páginas. Y es entonces cuando el lector se da cuenta de que no ha sobrado ni una sola palabra en una novela con una estructura tan sencilla que da envidia, para narrar algo tan complejo como es la educación sentimental. Y Richard Flanagan (Tasmania, 1961) no apuesta por la educación sentimental al uso, no es un escritor de lo cotidiano. Es un escritor que lleva al ser humano a los límites de las heridas de la humanidad. Aunque su estilo pulcro, casi convencional, de espectador, nos haga pensar en un narrador menos literario de lo que termina siendo. La historia que aquí cuenta solo puede ser relatada en forma de novela.
Desde el principio sabemos que jugará en dos espacios temporales, donde el mismo actor libra dos batallas diferentes. Por un lado una relación sentimental que tarda en estallar. Durante muchas páginas lo único que existe es el deseo y no el contacto. En estos episodios, en que mantiene un idilio con la mujer de su tío, se ve obligado a aprender en silencio. Y eso supone que todo lo que tenga que ver con la industria sentimental que generan nuestros órganos generará una vida interior que puede ser rica, pero que seguro es conflictiva. Y así entre su memoria de lo que fue su vida antes de conocerla y ella, el protagonista la elige a ella. Como si en el amor cupiera el concepto de indistinto, porque fuera posible elegir. Durante esta etapa, Flanagan permite pequeños flujos de conciencia a sus personajes, digresiones cuya explicación encontraremos más adelante. Porque de repente rompe la existencia de sus personajes y nos lleva a un campo de exterminio.
En realidad, el protagonista, que es cirujano, se ve obligado a intentar salvar vidas, con cucharas de sopa en lugar de bisturíes, en una cárcel móvil. El emperador japonés ha recluido a miles de soldados rendidos en las batallas de la Segunda Guerra Mundial para trazar una línea de tren en plena selva asiática. La referencia a El puente sobre el río Kwai es inevitable. Todos los propósitos de honradez y cumplimiento con el deber beben de la misma fuente que la famosa película. Sin embargo, aquí a cada página que transcurre la tensión aumenta. No es un territorio de aventura por el que no guían. Son los infiernos de El Bosco. Las decapitaciones, por ejemplo, se ejecutan bajo los cantos de haikus. Las condiciones de vida solo dan una opción digna al ser humano: la muerte. Porque las enfermedades con las que el protagonista se encuentra equivalen a meter la cara en una fuente de gangrena.
Flanagan nos permite respirar de vez en cuando, pues el relato es coral y existe quien cree que la única forma de sobrevivir a esa situación es conservar un resto de humanidad: afeitarse, despiojar la manta. Sin embargo, nos deja intuir que pese a la enorme distancia con la otra parte de la novela en ambas existe un fondo de supervivencia, que tal vez sea el tema del libro, en el que se reúnen el pánico y el deseo. Todo este alegato antibélico, ese esfuerzo sin posibilidad de éxito contra la muerte, está de alguna manera relacionado con aquello más ruin, más vulgar en comparación con esta miseria. Aquella vida acomodada en la que uno debe responder a lo que los demás esperan de él. En ambos casos se está cumpliendo con el deber. Pero el pacto tácito de cuál es el deber cambia de tal forma que Flanagan solo nos permite una conclusión: que ese pacto social es una mentira siempre.
En caso de guerra, aquello que justifica cumplir con nuestro deber no serán valores buenos. De hecho, cuando nos muestra el cuadro del oficial japonés derrotado, vagando por las calles, lo hace para demostrar que nada tiene sentido, porque haber sido buen patriota no es haber sido buena gente, y hasta la flema le ha abandonado. Pero lo mismo ocurre con el protagonista, que regresa a Australia, se casa, es infiel a la mujer con la que tiene hijos, trabaja como cirujano y da la sensación de haberse vuelto el no va más del nihilismo, como si del sufrimiento solo se pudiera extraer la indiferencia.
No desvelaremos el final, pero sí el hecho de que todo se enlaza a través del fuego. No es casualidad. No puede serlo. El fuego ha sido siempre tanto un instrumento de tortura como de purificación. Con tanto fuego como paciencia, Richard Flanagan ha escrito esta novela que para quien no sea una obra maestra será porque ha puesto el listón muy alto.