Mysterious Object at Noon (2000), de Apichatpong Weerasethakul
Por Miguel Martín Maestro.
Érase una vez… asistimos al origen de un cuento, de una narración inventada a fuerza de imaginación colectiva. Los surrealistas inventaron un juego, uno más, “el cadáver exquisito beberá el vino nuevo”, en el que un grupo de personas escriben una composición en secuencia, de tal manera que el siguiente escritor o artista sólo contempla el final de lo realizado por el anterior, y a partir de ahí, continúa con la historia, tenga o no sentido, tenga o no continuación lógica. Decían Paul Eluard, Tristan Tzara y demás miembros del movimiento, que la creación, en especial la poética, debe ser anónima y grupal, intuitiva, espontánea, lúdica y automática. En poesía hay ejemplos como Neruda y Lorca, Huidobro y Parra, en el cine seguro que habrá más, pero no los conozco, y en todo caso, el director tailandés asume el reto de rodar una película desde la nada a base de lo que sus interlocutores le vayan contando, uno tras otro y aportando confusión, risa, interrogantes, sublimando lo sobrenatural, hasta el punto de que alguno de los interpelados diga que «esta historia no es muy coherente».
La película se puede conformar como un retrato de un país en evolución, que no puede desprenderse de su tradición mientras es, permanentemente, vigilado por las estructuras del poder mediante la reiterada presencia de retratos de la familia real o de los militares que gobiernan, y donde los carteles electorales parecen más una farsa que un sistema destinado a dar la voz al pueblo, pero también es la recreación de un mundo paradójico, donde las cosas pueden tener sentido o no, donde hay interrogantes con respuesta y otros que permanecerán insondables. Esa voz se la cede “Ap” al pueblo, como le llaman en la película, para que hagan uso de su imaginación creando una historia donde lo onírico, lo trascendente, lo infantil y lo humano se van mezclando, incluso llegando a adelantar varias de las ideas que posteriormente han fructificado en su cine, sin ir más lejos esa idea del adormecimiento de una sociedad que preside su última película Cemetery of Splendour. Así, el viaje añade el componente de diversidad a un relato coral de apariencia improvisada, donde ficción y realidad se confunden, donde los personajes pueden ser encarnados por diferentes actores, donde al rodaje se le intercalan momentos de decisión creativa controvertida o de descanso entre plano y plano, abandonando el relato inventado para ofrecer la visión de la vida diaria de quienes aparecen en pantalla.
Weerasethakul inicia su viaje en Bangkok antes de desplazarse al mundo rural. Una cámara a bordo de un vehículo de venta de pescado, con el calor propio del trópico e imaginamos la incomodidad de esos desplazamientos que, a fuerza de costumbre, terminan por no afectar a quien ha de acabar el día impregnado con un olor penetrante y hasta repulsivo. En ese recorrido por calles y mercados vendiendo un producto que no vemos, tras concluir la jornada laboral, el director filma a la vendedora, sudorosa, fatigada. Esta cuenta a cámara un suceso de su pasado, cómo fue vendida por una cantidad ridícula por su padre a unos familiares a cambio del dinero necesario para comprar un billete de autobús que les permitiera volver a su aldea. El recuerdo desestabiliza a la mujer, a quien le cuesta, entre sollozos, continuar con el relato, en cierta manera esa persona está impedida emocionalmente para sentir agradable el concepto de familia. El director la interrumpe, le pide otra historia, real o ficticia, que cambie de registro, que se introduzca en otro mundo y lo comparta. La extrañeza de la mujer es la misma que la del espectador, ese cambio de historia en medio del clímax emocional juega como ruptura, no conviene empatizar con el narrador, hay que mantener la distancia y seguir su narración como si no estuviéramos ante la persona afectada. Ahí empieza el viaje, tras el prólogo y la constancia de que todos tenemos una historia que contar, Weerasethakul, como los surrealistas, obliga a sus personas filmadas a inventar una historia que mezcla imagen creada con la mera narración de los intervinientes.
Así se inicia el relato del niño en silla de ruedas, otro impedido, en este caso físico, que no puede salir de su casa y tiene una profesora que le ayuda con el estudio. Ese inicio permite ir elaborando un relato en el que cada interlocutor inventa cómo puede seguir la historia, un desmayo de la profesora, la aparición de un objeto misterioso que cae del bolso de la misma, la transformación del objeto en otro niño que es el mismo niño de la silla de ruedas pero diferente y que no sabemos de dónde procede, del mismo modo que después habrá dos profesoras duplicadas pero muy distintas, y un grupo de teatro y música local inventa la contienda entre esas dos mujeres para que el niño determine quién es la verdadera y quién la impostora. El relato se multiplica y se bifurca, lo sobrenatural va adueñándose del mismo, pero sin olvidar que los actores son de carne y hueso y tienen su propia vida personal. Apichatpong introduce el tema de la guerra, tan presente desde entonces en su cine, para que seamos conscientes de que no sólo hubo guerra en Camboya o Vietnam en los 60-70 del siglo pasado, para que sus propios compatriotas no hagan desaparecer el concepto de destrucción y muerte de sus memorias. Mezclando lenguajes y generaciones, desde el uso de la música para representar el segmento correspondiente o utilizando a dos chicas sordomudas para que continúen la historia mediante el lenguaje de los signos. Cuando el relato se agota, mejor dejar la conclusión a los niños, que lo terminarán por la vía rápida y expedita, mediante la destrucción y la muerte, la ciencia ficción y el terror, con la inconsciencia de quien aún no sabe en realidad lo que es morirse.
Si no supiéramos que es la primera película del director pensaríamos en su persistencia por mantener vivo el recuerdo del pasado de su país inserto en un presente donde la prostitución es una nota identitaria y un problema, donde las imágenes de un concurso de misses difieren muy poco de las imágenes de jóvenes que se ofrecen en los locales de Bangkok. Un estado que admitió a EE. UU. como amigo hasta el punto de ofrecer descuentos a sus turistas, que exigió honrar al amigo americano, enviar a los hijos a estudiar a EE. UU. como compensación por su esfuerzo bélico en la zona protegiendo, también, los intereses de Tailandia. El viaje no oculta, sino que transporta a un país y nos ofrece sus posibilidades. Al final, al ajetreo de la capital le sucederá la tranquilidad de la vida diaria de un poblado de pescadores donde los niños juegan al fútbol, sí, nuevamente, en este caso en su primera película, su historia termina con niños jugando. El futuro frente al presente y el pasado, sin esperanzas ni optimismos, pero constante como oferta de cambio para no volver a sufrir desapariciones de personas cercanas y queridas, o discapacidades provocadas por ataques a aviones de pasajeros en plena guerra, suceso real utilizado por el director para explicarnos el origen de la enfermedad del niño de la silla de ruedas. La vida como un eterno retorno que se relaciona con el cadáver exquisito con el que juega el director. Una primera película que mantiene intacto su esplendor y el toque narrativo de un artista muy reconocido para los festivales, pero muy poco estimado por el público. La excelencia del cadáver exquisito.