‘El oro blanco’, de Edmund de Waal
Por Ricardo Martínez Llorca
El oro blanco
Edmund de Waal
Traducción de Ramón Buenaventura
Seix Barral
Barcelona, 2016
523 páginas
La pasión es una tela de araña que recorre nuestro sistema nervioso. En una mirada tierna y una sensación dorada por el sol de última hora de la tarde. La pasión puede contener una cascada de adrenalina o el sueño de una siesta de verano. No importa la música con que vibre esa tela de araña cada vez que nos ponemos en marcha, lo que importa es que esa música sea la nuestra, sea esa en la que nos sentimos vivos que es ligereza, pero también euforia. Tampoco el volumen influye, ni el hecho de que sea mejor o peor vista por la maldición de la conciencia social. La pasión no se entiende, se protagoniza.
De eso trata este hermoso libro, El oro blanco, en el que Edmund de Waal repite en buena medida la fórmula que ya empleó en La liebre con ojos de ámbar. Aquí está lo mejor de sí mismo, su alma. Pero el alma no son los veintiún gramos ni el amor verdadero. El alma no son los ojos o la droga que entra por los ojos. De Waal pone toda su alma en las manos. Esa forma que él entiende que debe tomar la verdadera vida, que a fuerza lo mejor es que sea lírica, se traduce en las manos como frontera de contacto con lo bueno que ofrece el planeta. El hecho de que en esta ocasión su oficio como artesano le lleve a la porcelana, sobre todo a las más sutiles de la porcelana, se debe a que intenta demostrar que se puede ser sublime sin interrupción, pero solo durante quinientas páginas. Tras leer este volumen biográfico, uno debe tomarse un descanso para charlar con los amigos de lo mal que atiende el ayuntamiento los parques públicos. Porque durante su lectura, lo que hemos hecho ha sido compartir con él su modo de felicidad, del que nos quedara que debemos confiarla a la mirada, no al objeto que tenemos enfrente.
En cierta medida, de Waal elige la vida de ermitaño. Es una persona dispuesta a aprender siempre, y para eso conviene mantener cierta distancia, manejar la perspectiva global. En los pasajes en que habla de su infancia, o sobre los inicios de su carrera profesional es donde mejor comprendemos con quién vamos a relacionarnos durante unas horas. La relación será agradable, incluso durante el viaje a China con el que comienza el libro. A la búsqueda de los lugares donde se crearon las primeras porcelanas. Allí se refiere a la exquisitez de la oligarquía, a la que da carta blanca solo por el mérito de la finísima porcelana; apenas menciona otra cosa del país, pero cuando lo hace se refiere a la explotación laboral y a la pobreza, en frases escuetas que son un disparo en un concierto. Aquí ya sabemos que él busca lo blanco, la pureza a la que más adelante se referirá, incluso citando a Moby Dick, y no lo ornamental. Libre de follaje, vemos la pureza de la pradera. Intrigado, indaga en la relación entre Europa y China, una historia que resume pero centrándose en su carácter sentimental, filosófico, religioso; en el intercambio en el que los jesuitas tuvieron tanto que ver, y que además de la porcelana supuso descubrimientos en las artes y en las matemáticas.
De estas reflexiones extrae que lo que debe valorarse al encontrarnos frente a una porcelana, es la recreación que podemos hacer del proceso de fabricación. Porque ahí es donde nos identificaremos con el estado de ánimo del artesano. Mientras tanto, no deja de viajar dentro de varias bibliotecas, hasta que se desplaza a Versalles más rococó, al momento en que la historia de la porcelana cambia su núcleo a Europa para no hacer otra mejora que no sea la de engordar. Sus viajes le seguirán llevando a Dresde, a Sajonia, a la Inglaterra más victoriana, y de nuevo a China, donde ya sí narra el presente, la decadencia social. Así, cuando retorna a su taller retorna a lo blanco porque es su forma de estar en la tierra con una pasión sin rencores ni deseos salvajes, porque al no manejar otro color que no sea el blanco para hacer sus figuras, es como si estuviera siempre empezando, aprendiendo de nuevo. Y ese sonido, el del aprendizaje, es el factor común a cualquier forma de pasión.