‘Tierra de brujas’, de María Ferreira
Por Ricardo Martínez Llorca
Tierra de brujas
María Ferreira
Viajes al pasado
Madrid, 2016
140 páginas
María Ferreira (1989) tiene un avispero en las tripas. Es ese avispero el que atrae a todas las sensaciones que una persona puede experimentar, para que sea ahí donde las padezca. También las buenas sensaciones, como la luz o la amistad. Pero en este relato de su paso por un hospital de Kenia consigue crearnos la sensación de que todo tiene que ver con el estómago, y en buena medida eso es cierto: el asco y el vómito que gestó el gran asco, el hambre y esa glotonería que se traduce con tanta frecuencia como hambre y que llamamos sexo, el miedo, todo lo que tenga que ver con los sinónimos de detestable, y otra vez el miedo. En buena medida, la afirmación de Javier Brandoli en el prólogo, donde comenta que María no posee otra ambición que no sea la de contar, se queda corta. María es una escritora que nos sorprende con un extraño lirismo. Pues de lirismo se trata, aunque lo que pretenda no sea la belleza o, tal vez en una afirmación más rotunda, lo que pretenda sea una belleza muy deformada. Porque lo más importante es que la gente no se limite a conocer lo que ella ha conocido, sino que lo viva aunque sea con menor octanaje de lo que supone estar allí, entre las putas y los drogadictos; entre la grasa de la muerte y la sangre del moribundo, mezclada con pus, con moscas.
Se hace extraña esta elección de María, que en realidad trata con los enfermos psiquiátricos del hospital, pero que aquí refleja las enfermedades del cuerpo y la lucha por no caer en la esquizofrenia. La Kenia que ella nos presenta es un lugar que solo cabe odiar con magnetismo. Porque una vez que se ha incrustado bajo la piel, ya no hay forma de separarse de ella. Es posible que a eso se le pueda llamar pasión. También a esa forma de narrar, sin atenerse a las convenciones sociales que llamamos conciencia. Aunque, por ponerle alguna pega, en ocasiones sobran ciertas palabras que pretenden hacer más potente la frase, porque lo que nos está narrando ya va sobrado de caballos de vapor. En ese sentido, ella también es consciente de la visión neocolonial que lleva pegada a la piel y de la que desearía deshacerse. Pero por mucho tiempo que uno de nosotros viva en ciertas regiones de África, siempre será un mzungu. María lo vive como una maldición. Existe una pequeña porción de cooperantes que participan de este sentimiento, que reconocen que el altruismo no es una bandera, que saben que están allí porque es allí donde se sienten vivos. Lamentablemente, no son la mayoría. Pero ese es otro tema, y María apunta a él en algún momento, pero tampoco quiere pisar todos los barros. Por ahora se limita a dar fe de ese país en el que los niños no tienen otro entretenimiento que matar arañas, en el que los conductores de los matatus, las furgonetas que ejercen de taxi, destrozan tu vehículo si lo aparcas en un sitio reservado. Con la crudeza es suficiente. El tema del altruismo, seguramente, no deba ser tratado con este lirismo tan lleno de avispas.