Regreso a Ítaca
Regreso a Ítaca
Leonardo Padura y Laurent Cantet
Tusquets
Barcelona, 2016
202 páginas
Cuba ha sido un país irrepetible. Irrepetible es un adjetivo poliédrico, por lo que nadie debería interpretar nada a partir de él. Pero sí del uso del pasado en la primera frase. Ahora no sabemos en qué está transformándose Cuba. Si es que su proceso es una transformación. Porque en esencia, casi seguro, quedará en los cubanos tantos valores y tantas fobias universales que han interpretado siempre con su propio estilo. Como la relación que mantenemos con el envejecimiento, con la degradación y la supuesta calma que da la madurez. Como los grados de amistad, si es que la amistad puede medirse en grados, aunque en un país como Cuba, no nos extrañaría que sí, que fuera algo tan real como la fiebre por encima de los treinta y siete grados.
Este libro es el fruto de una experiencia bipolar: por un lado está el director de cine francés, Laurent Cantet (director de la excelente La clase), deseoso de conocer la alteridad del país; y por otro Leonardo Padura, uno de los escritores cubanos más populares del momento, que pone sus favores, su introspección y los vínculos con sus paisanos, al servicio del relato que el Cantet quiere narrar. El diseño original es el de una película. La transcripción de Padura es reconfigurar el guión a modo de novela. La impresión del lector es la de estar ante una obra de teatro, es decir, ante una representación de la realidad. El tema es la fuerza de la amistad, que por muy maltratada, incluso olvidada, que esté por la vida, es la única tabla de náufrago en el tifón que son los días que pasamos en este planeta.
Todo sucede en unas pocas horas, en la terraza de una casa, y con un número contado de personajes, viejos amigos, que reconstruyen su pasado en una suerte de diálogos digresivos. Ocasionalmente aparece algún personaje secundario que interrumpe la deriva de manera que la marejada que se estaba gestando se detiene. Y entonces deben retomar los principios de su amistad. Los personajes están diseñados de manera que cada individuo cubano que vaya a ver la película, o cada lector cubano que se enfrente al libro, se reconozca en uno de ellos. Ninguno es dueño de valores absolutos, tal vez porque no los hay, o al menos no los hay en lo que se refiere a lo universal, que es querer y ser querido. Flota en los diálogos una nostalgia sin tristeza, porque existe en el alma y las gargantas de los personajes un exceso de conciencia de lo que el pasado ha supuesto en su condición humana. Incluida también la del emigrante que logró abrirse camino en España. Pero es ese personaje, precisamente, el que da el punto exacto de sal para que nos demos cuenta de que Cuba es un país irrepetible. Se supone que él ha conseguido vivir en un reino de libertad, pero el precio que ha pagado por ello se llama aburrimiento.
Aburridos, encantados por el reencuentro, ardorosos por momentos, sinceros o casi sinceros, da la impresión de que estén tratando de explicar sus propias vidas. Algo imposible sin tener en cuenta las connotaciones de Cuba. De ahí que el libro sea un viaje a la isla. Pero a fin de cuentas, al terminar el relato nos sucede lo mismo que cuando vimos la película La clase. Durante dos horas hemos asistido a un proceso de transformación que termina en que todo queda igual. Porque eso de intentar explicar la vida, ¿qué utilidad tiene?