Sara Medina entrevista a Tomás Sánchez Bellocchio
La familia es muchas cosas. Puede ser el paraíso perdido y también el infierno personal. Es nuestro primer filtro del mundo. Por ella, pertenecemos a una clase social, a una genealogía, a un país. Sin ella, somos huérfanos. Al crecer, lo que somos o hacemos es contra ella o a favor de ella. Casi la mitad de la literatura del mundo debe ser acerca del padre y su gravitación sobre los hijos. No sé si quise abrir puertas nuevas. En realidad, no sé si hay puertas nuevas. Los temas, en el fondo, son siempre los mismos. Supongo que quise abrir la mía. Mi modo particular de entender el mundo.
Tomás Sánchez Bellocchio (Buenos Aires, 1981). Ha publicado cuentos, crónicas y ensayos en varias revistas y portales literarios: El Malpensante, Literofilia, Picnic y Suelta. Coautor en la antología Emergencias, doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013).
Familias de cereal es su primera obra.
Humor, crudeza y ternura se reúnen magistralmente en Familias de cereal: un primer y hermoso libro del escritor Tomás Sánchez Bellocchio, argentino, nacido en 1981, y que en los últimos años ha vivido entre México DF, Barcelona y Buenos Aires. ¿Pueden las familias ser de cereal? Los personajes de este fabuloso despliegue de relatos no son los que aparecen en las fotos de los anuncios publicitarios y sus hogares son a veces sitios inhóspitos en los que aprender de la vida. Dicen que el corazón tiene neuronas, se hincha como diría el autor, y desde luego, conmueven sus relatos, cuyo estilo natural, desenfadado e irónico usa el humor para tragar mejor la píldora del drama. Lo consiguen gracias a su fuerza: uno puede emocionarse y divertirse siguiendo las historias que arropan y divierten, por un lado, y dejan a la intemperie, por otro. El resultado es un libro profundamente tierno, con la ternura que puede provocar un buen arañazo. “Ese era el problema con las familias. Como los médicos abominables, sólo sabían dónde duele”. El escritor Sánchez Bellocchio nos muestra un mundo que destila humanidad.
SARA MEDINA: ¿Por qué un libro de cuentos Tomás?
TOMÁS SÁNCHEZ: Porque a través del cuento entré a la literatura. Antología de la literatura fantástica marcó mi adolescencia. Recuerdo que lo llevaba a todos lados, casi como un amuleto, hasta que se deshojó por completo. No fui un lector de clásicos infantiles, fui un lector bastante tardío, y siempre de cuentos. Empecé directo con Cortázar, Poe, Maupassant, Borges. Y aunque de mayor fui hacia la novela, el cuento quedó como mi forma natural.
S.M.: Háblanos más acerca de tus propuestas en torno a las familias. Todas parecen ser un foco doloroso para el individuo. ¿Qué puertas has querido abrir con tu libro?
T.S.: La familia es muchas cosas. Puede ser el paraíso perdido y también el infierno personal. Es nuestro primer filtro del mundo. Por ella, pertenecemos a una clase social, a una genealogía, a un país. Sin ella, somos huérfanos. Al crecer, lo que somos o hacemos es contra ella o a favor de ella. Casi la mitad de la literatura del mundo debe ser acerca del padre y su gravitación sobre los hijos. No sé si quise abrir puertas nuevas. En realidad, no sé si hay puertas nuevas. Los temas, en el fondo, son siempre los mismos. Supongo que quise abrir la mía. Mi modo particular de entender el mundo.
S.M.: Personalmente, he disfrutado mucho con tu primer cuento. En él, propones que unos padres actúen de manera diferente al sentirse observados por un elemento ajeno a la familia –que, en este caso, es una cámara–. ¿Cómo encontraste este recurso, a mi juicio, tan acertado?
T.M.: Mis cuentos, pero creo que la escritura en general, corren por dos andariveles. Uno más consciente y técnico, el del oficio, y preocupado por los temas del mundo y otro más inconsciente, vinculado a la pulsión de escribir, a esa zona oscura de donde surgen las historias. En el cruce de estos dos está el juego del escritor. Lo cierto es que ese cuento nace de una imagen, es decir, va por el segundo andarivel: son unos padres que pelean y cambian al ser interpelados por una cámara. No hay tesis. Es imagen pura. Pero sentí que había algo potente en esa imagen. Y después esa imagen creció, hacia atrás y hacia delante, se agregaron personajes, tramas, pequeñas ideas. Ese cuento está situado en los 90 y el chico graba en VHS, pero yo creo que toca un nervio muy actual. La relación entre “lo real” filmado y lo no filmado. La multiplicación de las cámaras en los teléfonos y la facilidad de viralizar un video produce noticias donde antes no había. Y juicios. La gente condena con una facilidad pasmosa. Es curioso el disciplinamiento que produce el estar siendo filmado o su mera posibilidad.
S.M.: Hablas también del deseo de huir de los chicos de sus familias, pero en un momento dices: “la infancia termina cuando los otros te ven como adulto. Alguien capaz de generar tanto dolor ya no podía ser considerado un chico”. En el caso de tu protagonista parece que los padres son los que desean huir de él. ¿En qué te inspiras para dar estas vueltas de tuerca?
T.S.: Yo soy un defensor de la trama. Me da aversión la pose de “escritor de historias sin trama”, como si fuese una especie de talento. En cada página, trato de luchar contra el lugar común, contra la salida fácil. Desde lo argumental hasta en la forma de decir. Busco hacer giros inesperados o vueltas de tuerca, coherentes en su contexto, porque para mí es una de las alegrías de leer. Historias reconocibles, pero que de alguna manera son siempre nuevas.
S.M.: En “Animales del imperio” despliegas una gran sensibilidad. ¿Qué cualidades debe tener un buen escritor?
T.S.: Sensibilidad e inteligencia. Hay escritores que me conmueven más por su capacidad de empatía o por la profundidad psicológica de sus personajes. Y otros, más por la elegancia de las ideas y la originalidad en la construcción de la trama. Los mejores son los que combinan las dos.
S.M.: En “Interrupción del servicio” hablas de una familia que tuvo una empleada doméstica en casa muchos años y apenas la conoció. El cuento es honesto, evita la moraleja simple y al mismo tiempo expone la hipocresía con elegancia y sutileza. Como lector, ¿qué tipo de escritores te interesan?
T.S.: Los que me hacen ver cosas que antes no sabía que se podían hacer. Cuesta encontrar libros que te conmocionen como lo hicieron algunos libros clave de tu educación sentimental. Pero cuando se produce ese chispazo es increíble. Me doy cuenta de que los que me interesan son aquellos que tienen una cualidad innata de narradores. Es bastante inefable pero se puede sentir. Es cuando no se nota el esfuerzo. Hay una autoridad natural en cada cosa que se cuenta. Nada rechina. Son pocos los que realmente consiguen suspender el mundo alrededor. En el último tiempo, me pasó eso con Fogwill, con Clarice Lispector, con Di Benedetto, con Lydia Davis. Me está pasando con Haroldo Conti.
S.M.: ¿En tus cuentos cuánto hay de autobiográfico?
T.S.: Poco y mucho. En el sentido estricto, poco. Tengo un familiar que me generó algo de lo que genera el medio hermano al narrador de “Mitad de un hermano”. La historia de “Fidelidad de los perros” me la dio mi ex jefe. Su perro siempre se escapaba y se iba a la casa de un amigo suyo. La frase que me dijo mi abuela la última vez que la vi fue “me gustaría poder hablar” que en el último cuento del libro se la atribuyo a otro personaje y en su lecho de muerte. Mi familia tuvo empleadas domésticas muchos años y de esa experiencia supongo que nació la preocupación por ese vínculo extraño que se establece en “Interrupción del servicio”. Entonces, uno como escritor, usa todo lo que está a su alcance: anécdotas propias y ajenas, frases, imágenes, recuerdos, ciertos temas que le obsesionan. Después hay que exagerar, retorcer, combinar. La anécdota tiene que ganar dimensión simbólica y se modifica para conseguir el mejor efecto posible. Al mismo tiempo, en el esfuerzo de empatía con el personaje o narrador, uno termina haciendo un trabajo similar al del actor, buceando en situaciones análogas de su biografía.
S.M.: ¿Si tuvieras que elegir uno solo de tus relatos con cuál te quedarías y por qué?
T.S.: Esta respuesta cambia con el tiempo. A veces prefiero uno. A veces otro. En general, estoy obsesionado con el que estoy escribiendo en ese momento. Del libro, me quedaría con el último, “La nube y las muertas” porque creo que es un compendio de lo que quise hacer con el libro. Temas que parecen muy diversos pero que se terminan ensamblando. Es un cuento donde se problematiza la identidad o las identidades: la digital, la de género, la de la vejez cuando se pierde la memoria. Trata de cinco ancianas que hacia el final de su vida descubren internet y cómo eso las cambia. Hay intriga, hay ideas, hay muerte, pero también una historia de amor y un repaso a ciertos episodios oscuros de la historia argentina.
S.M.: Me gusta que te atreves con lo tecnológico y aún pareciendo muy cinematográficos, tus cuentos son totalmente literarios. ¿Crees que el mundo literario ha de abrir las ventanas de cuando en cuando para abrirse al mundo y ventilar?
T.S.: Tengo la impresión de que mucha literatura actual tiene preocupaciones demasiado literarias. Algunos grandes escritores hicieron estilo con eso, Bolaño o Vila-Matas, pero en muchos otros denota poca creatividad, poco tema propio, poca empatía con otros mundos. Por supuesto, me interesa como problema el acto de contar, pero tiene que haber formas distintas de encararlo, sin caer en el drama juvenil de taller literario o del escritor con bloqueo y novelita rechazada bajo el brazo. Yo, que vengo del mundo de la publicidad, aunque no me defina como me define el ser escritor, durante muchos años padecí cierta “frivolidad” de mi industria y tenía muchas fantasías acerca del mundo literario. Cuando lo conocí, me decepcioné un poco e hice las paces con mi trayectoria. Y el tópico de que uno escribe mejor acerca de lo que conoce tiene algo de verdad. Y si venís de un mundo ajeno a la literatura, mejor. Además, como ejercicio, trato de leer cada vez más ensayo y no ficción, para incorporar mundos y temas nuevos. Por ejemplo, leí hace poco El Emperador de todos los males, que es una biografía impresionante del cáncer, nuestra enfermedad emblema. O La sexta extinción, que ubica al hombre como el agente destructor de esta era. Antes de ese libro, yo no sabía que además del asteroide que acabó con los dinosaurios hubo otras cuatro extinciones masivas de la vida en la tierra. Y no es que ahora me vaya a poner a escribir una historia de ciencia ficción con eso, pero va abriendo grietas en la imaginación.
S.M.: En 1880 Tolstoi denunciaba en su libro ¿Qué es el arte? que éste había dejado de ser natural para convertirse en artificioso y falso. Tus textos tienen un estilo natural –y no por ello están faltos de complejidad y hondura–, ¿crees que predomina el artificio hoy día?; o crees que, por el contrario, se ha simplificado demasiado el texto y se vuelve popular lo superfluo; ¿o ni una cosa ni otra?
T.S.: Hay una hiperproliferación de historias hoy en día. Literatura, cine, series de tv, cómics. Estamos bajo ataque. No debe haber habido nunca tanto ahí afuera para ver y leer. Internet es una biblioteca infinita y creciente. Me provoca tedio y ansiedad al mismo tiempo. Porque sobra lo malo y porque es inabarcable. Pero eso da libertad: hay que desentenderse un poco de la presión de lo contemporáneo. ¿Qué se escribe hoy? ¿Cómo escribe el de enfrente? Pero sin ser ingenuo: hay que ser consciente de que el lector hoy tiene un bagaje determinado, es menos virgen. Una historia demasiado sencilla y lineal corre el riesgo de sonar repetitiva y dejar gusto a poco. A mí, el artificio literario, el exceso experimental y autorreferencial, no me emociona, no deja huella. El camino a seguir es una cornisa. Lo que mencionás de la voz natural tiene algo de búsqueda: es intentar una especie de vibración de la prosa, entre mítica y oral, que me parece intrínseca al cuento, y que consiguieron los autores que más me gustan.
S.M.: Tomás, tú que has leído mucho sobre el manejo de la ironía, sobre la estimulación del deseo, sobre las capas de sentido del lenguaje, desde una perspectiva personal, más que como publicista, ¿qué le pides a un lector?
T.S.: No debe haber contacto más íntimo y remoto a la vez que el que se da entre un escritor y un lector. A mí me conmueve saber que historias mías, que vengo escribiendo hace tantos años, están ahí afuera y van encontrando lectores. Sé que suena naif, pero esa es al menos la impresión que deja publicar un primer libro. Lo que busco, en última instancia, al escribir, es replicar y compartir ese mismo placer que me generan ciertos autores. Entonces me gustaría que el lector de cuentos encontrara cierta resonancia y al mismo tiempo frescura en los míos.
S.M.: Aunque Familias de Cereal es tu primer libro de relatos, ya has escrito otros cuentos y se han recogido en distintos medios. ¿Qué proyectos te ilusionan ahora?
T.S.: Ahora mismo estoy trabajando en un nuevo libro de cuentos y una novela. Pero la verdad es que estoy ilusionado con incursionar en el mundo de la series. Como sueño tiene poco de original, hoy todo el mundo habla de las series, pero creo que hay un espacio vacío a ocupar por los escritores en esa industria. Esta nueva televisión aprendió casi todo de la literatura. Ya colaboré con una productora desarrollando ideas y conceptos. Estoy trabajando en un par de pilotos. Y me parece interesante, al menos como experiencia laboral, aunque el producto final no sea 100% tuyo. Poder combinar algo de lo secreto, solitario y marginal que tiene la literatura con la supuesta centralidad de este nuevo mundo.
S.M.: Tomás, espero que Familias de Cereal siga enamorando a los lectores y a sus familias. Y si ustedes aún no lo han leído, creo que deberían hacerlo.
Sara Medina (Madrid, 1973) es poeta, narradora y dramaturga, participa habitualmente en recitales e imparte clases de Cosyarte.