Epitafio (2015), de Rubén Imaz y Yulene Olaizola
Por Miguel Martín Maestro.
Un ascenso que desciende a los infiernos.
En el año 1519 el emperador Carlos V imponía su dominio en Europa gracias, y a costa, de las riquezas que procedían de América. El oro, la cruz y la espada, símbolos eternos de los mayores desastres capaces de ser generados por el ser humano (sustituyan cruz por cualquier otro símbolo religioso). En el año 1519 Hernán Cortés está conquistando México, a las puertas de Tenochticlán, la capital de Moctezuma. En las faldas del Popocatepetl, una pequeña expedición está dispuesta a encontrar un paso hacia la capital, un paso indefendible para los aztecas, un paso desde el que Cortés pueda dominar el país para mayor gloria suya y del emperador. La película es el relato físico de esa expedición, comandada por Diego de Ordaz junto con dos soldados, Gonzalo y Pedro, y un grupo de indígenas Nauhatl que les guían hasta la falda del volcán, lugar a respetar, lugar que no hay que pisar, lugar del infierno y de los dioses que nadie puede atravesar y a partir del cual los españoles quedan en solitario ante el coloso de piedra y lava.
La película, a partir de ese momento, es un largo ascenso, un ascenso a 5.800 metros de altura donde la resistencia física, el frío, los efectos de la altitud, los miedos y los remordimientos afloran en los tres expedicionarios españoles. Acomodado el lenguaje a la hipótesis de cómo se hablaba en pleno siglo XVI, con las referencias tomadas de la correspondencia entre Ordaz y Cortés y las crónicas de Bernal Díaz del Castillo y su crónica de la conquista de Nueva España, caracterizados los expedicionarios con la iconografía aceptada en nuestro imaginario de cómo debían vestir aquellos hombres, la historia fluctúa entre el relato aventurero y la contraposición de valores irreconciliables. El indígena sojuzgado a sangre y fuego si no acepta sumisamente el nuevo orden de poder y religión, el indígena representado como un ser supersticioso y temeroso de unos dioses que, sin embargo, también atemorizan a los españoles, aunque éste sea uno solo. Las imágenes se empeñan en demostrarnos el carácter visionario de un grupo de capitanes obsesionados por la gloria y el poder, por lograr una gesta con unos centenares de soldados frente a miles de indígenas que desconocen armaduras, pólvora y caballería.
El ascenso por la ladera del volcán representa un progresivo descenso a los infiernos personales de cada soldado, no de su jefe, impasible, alucinado, obsesionado por demostrar dos cosas: la existencia del paso, que demostrará a un pueblo supersticioso que son más valientes que ellos y más respetados por sus dioses, y en segundo lugar que el volcán emite un material que, desconocido por los aztecas, es fundamental para los españoles, el azufre, el mineral con el que reabastecer la pólvora necesaria para mantener el dominio militar. A la determinación suicida y mística de Ordaz (generosa y eficazmente interpretado por Xabier Coronado) se contrapone el miedo creciente de los soldados Gonzalo y Pablo, a los que la fatiga vence cualquier empeño de lograr la gesta, a quienes el esfuerzo les recuerda la barbarie y el exterminio que han llevado a cabo para imponer el respeto por el temor a las represalias. A ese dios que se encomienda Ordaz para alcanzar su propósito se opone frontalmente el miedo de quien teme el castigo por los malos actos; al ansia de gloria por las consecuencias se opone la indiferencia de quien sabe que la gloria nunca será para él. La diferencia de clases enquistada desde los orígenes de la edad moderna.
Para destruir los ídolos indígenas hay que crear otros. Si los aztecas creían que hombre y caballo formaban un solo ser, los soldados creen haber visto ángeles apareciéndose del cielo para ayudarles en la toma de Cholula. Si el camino de los indios prohíbe pisar el terreno de los dioses, el de Ordaz insistirá en esa vía para demostrar su carácter obsesivo, para demostrar que son invencibles. En la ascensión, los cuerpos de los expedicionarios empiezan a ocultarse tras un manto de niebla, de ceniza, de humo, de frío y nieve, como espectros continúan su ascensión que aparenta irreal, absurda, enajenada, hacia una cumbre donde se toma posesión, sin testigos, sin mayor grandeza que la que cada uno está dispuesto a asumir como propia, de unos nuevos territorios que ya tenían propietario, en nombre de un papa, de un emperador, de un comandante, que han declarado la guerra a quien no quiera ser sometido.
El relato usa la imagen y el sonido con evidente sentido estético, dispuesto a mostrar belleza en lo que no es más que un camino hacia la locura y la destrucción. Aunque sean efectos digitales, tanto la erupción del volcán como la lluvia de cenizas aportan el elemento de composición para embellecer la andadura de tres mortales, cada uno de ellos obligado por las circunstancias personales a no perder el paso y al avance sin retroceso. El silencio que va agrandando la sensación de ahogo de los personajes según ascienden, viene precedido del ruido de la naturaleza, un ruido, unos sonidos, que despiertan el miedo en los hombres, el viento, el ruido del hielo, del desprendimiento. Tres hombres frente al mundo y frente a su destino. Una gran película sobre un tema absolutamente desperdiciado por el cine español, casi cinco siglos de dominio no han proporcionado ninguna gran referencia cinéfila en España sobre la invasión de América y el dominio español. Quizás sea nuestro carácter, o un sentimiento de culpabilidad, pero qué tema más apasionante para haber dado lugar a un género propio, avanzando en los componentes psicológicos de aquellos desheredados que se embarcaron hacia lo desconocido sin más ley ni orden que su propia moralidad.