El sentido de la vida en un cuento (El sueño de un hombre ridículo) de Dostoievski
En la antigüedad se creía que los sueños eran mensajes de los dioses. Aun en religiones monoteístas como el judaísmo o el Islam se cuentan historias como la de José o la de Mahoma, quienes al dormir recibieron la revelación divina. En la época moderna los sueños perdieron parte de esa aura misteriosa, hermética, aunque no totalmente, pues sea en el sentido común, desde un punto de vista psicológico e incluso neurocientífico, todavía se considera que los sueños nos dicen algo: nos hablan de un deseo que por alguna razón optamos por evadir, o de un problema cuya solución se nos presenta al dormir, cuando el cerebro descansa y reorganiza la información disponible.
Quizá por eso, porque los sueños pertenecen sobre todo a un territorio desconocido que apenas entrevemos, aun en tiempos descarnados y nihilistas es posible confiar en ellos, lo cual podría sonar paradójico, pero es que en el fondo sabemos bien que se trata de algo que nos pertenece, algo que quizá no entendemos pero que es nuestro, inalienable.
En 1877, Dostoievski escribió un cuento al que dio el curioso título de “El sueño de un hombre ridículo”. No se trata, sin embargo, de un cuento jocoso, porque quizá nada en Dostoievski lo es, pero sí de uno esperanzado. La historia está contada en primera persona por su propio protagonista, un hombre que no cree en nada más que en sí mismo, similar al mismo que habla en las Memorias del subsuelo o a Raskólnikov, envenenado con su propio solipsismo. Solo que en “El sueño…” hay una diferencia sutil: el hombre es un suicida. Cree que el mundo únicamente existe por él y para él, y en su razonamiento el suicidio es una forma de probar esa premisa:
Se me presentaba con claridad la idea de que la vida y el mundo parecían ahora depender de mí. Incluso podría decir que el mundo, en aquel momento, estaba hecho únicamente para mí: si me suicidaba, el mundo desaparecería, al menos para mí.
Pensar así es, en cierto modo, estar al borde la locura, menos por el motivo del suicidio que por la imposibilidad de establecer un puente con los otros, con el mundo real en donde se convive y se comparte, en donde lo que somos se pone en juego con lo que otro es. Con notable genialidad literaria, psicológica y humana, Dostoievski advierte esto mismo en la narración y hace que su protagonista detenga por un momento sus intenciones justamente gracias al contacto con el otro, en un sentido textual: la mano de una niña que lo toma del codo la noche misma en que había pensado en matarse. La pequeña estaba perdida, preguntaba por su mamá, y ese desamparo provocó la clemencia del hombre, a quien su humanidad y su vida se le presentó de pronto, como si solo hasta ese momento tuviera conciencia de ello:
[…] si yo era una persona, y aún no me había convertido en un cero, y hasta que ello sucediera, en tal caso, estaba vivo, y por consiguiente era capaz de sufrir, enfadarme y experimentar la vergüenza por mis actos.
En medio de esas reflexiones, el protagonista cae dormido e inesperadamente, porque “los sueños constituyen un fenómeno muy raro”, en ese otro mundo sus pensamientos y planes se consuman, hace lo que en el mundo “real” dejó de hacer: se suicida. Sueña entonces con su muerte, con su funeral y su entierro. Se ve a sí mismo al interior de su ataúd, inmóvil y atormentado por una gota incesante que se filtra por la tapa y cae directamente sobre su ojo. En estas condiciones ruega a Dios para que lo libere de su suplicio. Un ser responde a su llamado y lo saca del ataúd para llevarlo por una travesía sideral y edificante en la que al tiempo que divisan la Tierra y otros planetas, conversan sobre el sentido de la vida. Hasta que el ser misterioso lo abandona a la vista de un mundo que es idéntico al del hombre, salvo en un aspecto:
Era una Tierra que no estaba mancillada por el pecado original, y donde vivía gente que no había caído; vivían en el mismo paraíso en que, según la tradición, también habitaron nuestros procreadores, con la única diferencia de que toda la Tierra aquí era el mismo paraíso.
En ese mundo fantástico y utópico cuya descripción recomendamos leer, el otrora suicida descubre el sentido de la existencia, la razón por la cual la vida vale la pena ser vivida:
Ya había amanecido o, mejor dicho, aún no había luz pero eran cerca de las seis. Me desperté sentando en el mismo sillón, mi vela se había consumido; en la habitación del capitán todos estaban durmiendo, y alrededor reinaba un silencio como en pocas ocasiones se daba en nuestra pensión. Lo primero que hice fue pegar un salto, extraordinariamente asombrado; jamás me había ocurrido nada semejante, ni siquiera en los detalles más absurdos e insignificantes: por ejemplo, jamás me había quedado dormido en el sillón, como me acababa de suceder. He aquí que, mientras permanecía de pie recobrando el sentido, de pronto centelleó ante mí el revólver, preparado y cargado; pero al instante lo aparté. ¡Oh! ¡Ahora solo quería vivir y vivir! Alcé las manos y clamé por la Verdad eterna. No clamé, sino que lloré; el asombro, el incalculable asombro, elevaba mi ser. ¡Sí! ¡Quería vivir y predicar!
¿Y cuál fue, parafraseando a Coleridge, la flor que este hombre trajo de ese paraíso?
¿El sueño? ¿Qué es el sueño? ¿Acaso nuestra vida no es un sueño? Diré algo más: ¡que sea cierto que nunca se cumpla y que no exista nuestro paraíso (eso ya lo entendí yo), pero, a pesar de todo, predicaré! No obstante, sería tan sencillo: en un día, en tan solo una hora, todo podría hacerse realidad. Lo más importante es que ames a tus semejantes como a ti mismo, y eso es lo fundamental; creo que no se necesita nada más: al instante encontrarías cómo ordenar tu existencia.
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Todas las imágenes tomadas de “The Dream of a Ridiculous Man”, una animación pintada a mano, dirigida por Alexander Petrov, que puedes ver aquí.
neta cabron
Che, y de Pamuk? Cómo lo veía a Dostoievski??
Centro certificado. Percepciones de un prisma bajo el Sol.
La luna está rota, quieta, por dentro , de desde el lugar, en el que fue fuego, de tierra, un estado, de gracia no. Fuego abajo, luna arriba. Fin. . . .