Cómo amar a don Quijote te puede hacer detestar a Cervantes
Por Alejandro Gamero (@alexsisifo)
Pocos libros han generado tantos ensayos, estudios o comentarios en la historia de la literatura como el Quijote. Y a pesar de todo lo escrito, a día de hoy siguen apareciendo textos soberbios, quizá por aquello que dijo Italo Calvino del clásico cuando lo definió como «el libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir». Hemos tenido ocasión de comprobarlo más que nunca con motivo del centenario de su muerte. Que no nos engañe que haya un libro titulado El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. No hay un solo Quijote, ni dos, por referirme a sus dos partes. Hay millones de Quijotes, tantos como lectores. Porque si bien es cierto que Cervantes deja en su prólogo muy claro que la intención del libro es «deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías», también abre la puerta a la interpretación personal cuando añade, dirigiéndose al lector: «puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor a que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della».
«Casi siempre, cuando un escritor habla de don Quijote, don Quijote significa lo que él quiere que signifique y no lo que Cervantes quiso que significara», escribió Ángel González. Un principio que yo extendería a todos los lectores. La camaleónica figura de don Quijote es un espejo en el que cada cual se ve reflejado. Nos dice más sobre nosotros mismos que lo que nos dice de Cervantes. Solo así se explica que haya servido como argumento de puntos de vista tan peregrinos e incluso contradictorios.
Por mi parte, he de admitir que en mi visión personal del Quijote ha pesado mucho el Romanticismo. No deja de ser curioso que tuvieran que venir los alemanes, como Heine, Hegel o Schopenhauer, a abrirnos los ojos sobre algo que consideramos tan castizo. La lectura romántica supone la superación de la sátira jocosa ensanchando su sentido en un plano más simbólico. Don Quijote se convierte entonces en héroe, en alguien que hace acciones nobles, que lucha contra las injusticias sociales y que ayuda a los inocentes y a los que no pueden defenderse pero que se da de bruces una y otra vez contra la realidad. Su historia pasa entonces de comedia a tragedia. En 1815 el ensayista William Hazlitt escribe que el libro en lugar de suscitar la risa debería provocar lágrimas. Una visión que no solo no muere con el Romanticismo sino que se engrandece. Rubén Darío lo asciende a los altares de la santidad y llega a rezarle una oración.
Esta tradición la recoge Miguel de Unamuno. Pocas lecturas hay del Quijote tan personales y tan poderosas como la suya. Las contradicciones del Quijote, en la confrontación entre caballero y escudero o entre locura y cordura, también están presentes en la personalidad de Unamuno. Por sus venas de profesor universitario corre la sangre de un caballero quijotesco. No en vano el de la Triste Figura simbolizaba un modelo de conducta, una postura ante la vida. Para Unamuno don Quijote es más que un héroe, es un mártir, un hombre que dio su vida para salvar a los demás, semejante a la figura de Jesucristo. Una comparación que, por otra parte, tampoco es novedosa. Dostoyevski ya la había hecho. A falta de fe en Dios, buena es la fe quijotesca.
En su ensayo «El sepulcro de don Quijote», Unamuno describe un viaje iniciático en busca de esa fe perdida, en busca de los apóstoles del caballero. Al final concluye que el sepulcro de don Quijote es el sepulcro de Dios. Para consolarse de la frustración y del miedo al vacío, Unamuno proyecta un nuevo modelo de vida sobre el caballero. De alguna forma dice que solo siguiendo los pasos de don Quijote y volviéndonos quijotescos podremos salvarnos del vacío existencialista de la vida. Una interpretación ante la cual Cervantes estorba. Por eso Unamuno se empeña en quitarlo de en medio en esa fascinante lectura que hace de la obra cervantina titulada Vida de don Quijote y Sancho. No solo es la consideración de que el personaje está muy por encima de su creador, es que hay un cierto resentimiento hacia Cervantes, que puso a su personaje en tantas desventuras y desdichas.
Ahora bien, un escollo importante en esta interpretación es darle un mismo sentido a las dos partes del Quijote. Hay un abismo entre ambas. La segunda es mucho más perfecta, con una técnica narrativa más depurada, por cuanto la primera tuvo un mayor componente experimental, de tanteo. Las diferencias en el personaje son evidentes. En la primera parte encontramos al caballero que lucha por unos ideales, incansable a pesar de salir siempre apaleado; en la segunda, en cambio, se vuelve triste y melancólico, porque la derrota se esconde a cada vuelta de esquina. El de la primera parte transforma la realidad con sus visiones; el de la segunda ve las cosas tal y como son, lo que desemboca en el el episodio más desgarrador del libro: la visita a Dulcinea. El hecho de que don Quijote vea a su Dulcinea convertida en aldeana es determinante para la creación de este nuevo personaje en un proceso que culmina, de forma inevitable, en su melancólica muerte. El Quijote de la segunda parte siempre duda, está triste y torturado por sus propios fantasmas, por el recuerdo de su Dulcinea. Necesita poner su vida en peligro para demostrarse héroe, liberar a un león o descender a una cueva.
No hay duda de que el verdadero don Quijote de la segunda parte es Sancho Panza. En él va germinando la semilla de lo quijotesco. En la primera parte la técnica es más tosca, los personajes se construyen en oposiciones más radicales: don Quijote es el idealismo y Sancho es el realismo, don Quijote lo caballeresco y Sancho el pueblo. En la segunda parte todo es mucho más complejo. Tampoco se puede decir exactamente que se inviertan los papeles, aunque esa es, en efecto, la conclusión final, con la muerte del hidalgo. Para Unamuno, alguien que sentía tantísimo amor por el personaje del Quijote, el final del libro debió de ser un hueso muy duro de roer, no por la muerte del héroe, que como todo héroe verdadero muere mártir, sino por la traición que supone ese final a sus ideales. Lo importante no es la muerte del caballero sino la muerte de su locura.
Cuando don Quijote le dice a Sancho en su lecho de muerte que los libros de caballerías son falsos no intenta poner a su antiguo escudero a prueba, se lo dice de todo corazón. Es la conclusión final de un hombre desengañado con la vida. Estoy seguro de que Unamuno debió de odiar a Cervantes por ese pasaje que, de alguna manera, desmonta toda su teoría. En un intento por rizar el rizo el profesor salmantino trata de ver a don Quijote como el Jesucristo que se sacrifica en la cruz de la fe, para poder salvarnos a todos con su locura perdida. De alguna manera todos somos Sancho; y por eso don Quijote se vuelve cuerdo, por todos nosotros, para salvarnos. De este sacrificio nacerán Sanchos quijotescos, más fortalecidos que el propio don Quijote. Y eso pasará a pesar de Cervantes, que se empeñó en darle otro sentido al libro.