Oscuro animal (2016), de Felipe Guerrero
Por Miguel Martín Maestro.
Muñecas caídas por el suelo, platos rotos, muebles destrozados, pueblos abandonados, gente armada con uniformes paramilitares, muerte, desaparición, huida. Es el retrato que Felipe Guerrero traza en su admirable propuesta. Cine mudo de palabra, pero no de sonidos. La naturaleza produce tanto miedo como el más penetrante ritmo musical que identifica a un grupo frente a otro. El oscuro animal del título puede referirse a muchas cosas, pero en este sobrevuela la oscura condición humana que provoca guerras y tragedias, y también las oscuras consecuencias en las víctimas de tanta sinrazón, de tanto abuso, de tanto desconsuelo. Oscuro animal es una película de ficción, la primera de su director, de origen documentalista, pero que para su ficción toma un punto de partida nada inventado. Según el realizador, la idea de la película surgió leyendo informes elaborados por Human Rights Now y Amnistía Internacional sobre su país, Colombia. Se opta por el relato crudo y desnudo, sin palabras, alejado de las composiciones mitificadas y falsamente románticas del guerrillero idealista o del militar que cumple su deber, la cámara se fija, de manera concentrada, absorbente, exclusiva, en los rostros de las mujeres, tres, cuyas historias se van mostrando en paralelo sin cruces ni encuentros fortuitos. Son tres víctimas de un conflicto como podían ser miles, como de hecho van cruzándose con más víctimas a lo largo de su camino. Víctimas y verdugos, y estos, en cualquier momento, víctimas igualmente.
Tres mujeres, campesina, esclava sexual y soldado, que sufren, cada una a su manera, los efectos irreparables de la violencia. Una violencia que queda en segundo plano en todo momento, de la que sólo advertimos las consecuencias y fugaces momentos de salvajismo que quedan fuera de plano. Como dice el director, no quería plasmar el acto violento, sino las resonancias del mismo. El retrato de la selva como un mundo inhóspito, difícilmente habitable, un enclave peligroso donde nada es lo que parece, donde el silencio aparente aguarda el momento de lanzarse sobre nosotros de manera desprevenida. Como ese regreso del primer personaje, Marleyda Soto, volviendo de lavar en el río y quedándose petrificada. Nosotros no vemos nada, pero entendemos que algo ha pasado y lo constatamos cuando la vemos entrar en su casa, absolutamente destrozada, con los muebles y enseres rotos y desparramados. Una bota en el suelo resume el acto de violencia que ha ocurrido en su ausencia, su familia ha desaparecido, como el resto de habitantes de su pueblo. En sustitución, unas pintadas reivindican la acción, guerrilla o paramilitares, da lo mismo, Guerrero no apunta culpabilidades sino consecuencias. Un país roto por la violencia, fracturado entre lealtades impuestas por imaginarias líneas fronterizas que obligan a militar en uno de los dos bandos, militancia que no augura tranquilidad, porque tu propio bando te puede usar y abusar.
Entre la esclava (Jocelyn Meneses) y la soldado (Luisa Vides), las diferencias se difuminan cuando la soldado deja de serlo para convertirse solamente en mujer. Separadas por distintas militancias, quedan emparejadas por su sometimiento sexual. Da lo mismo que una haga de sirvienta para todo en un destacamento militar, violada cuando y como quiera el jefe del destacamento mientras los demás dormitan en la orilla del río, y que la otra empuñe subfusiles o haga desaparecer a las víctimas de la represión, porque ésta también es violada por su mando, de manera más ruin y humillante, una violación visual sin respeto alguno, simplemente por el placer de contemplar un cuerpo joven, desnudo, en las poses que el jefe dispone y frente al que solo cabe llorar de rabia e impotencia, consciente de que rebelarse puede dar lugar a comportamientos peores. Al conjunto de humillaciones, pérdidas, ausencias, sólo le cabe una salida, la huida, el abandono de ese mundo donde nada puede florecer si no es con un cambio absoluto de la situación, un mundo en el que sólo lavarnos, eliminar la capa de maldad que nos rodea, puede conseguir un mínimo de paz interior, un lavado de pecados para conseguir llegar limpios a la siguiente parada, sea ésta Bogotá o cualquier ciudad de cualquier país donde se haya producido un fenómeno similar de violencia y guerra civil. El agua representa la limpieza externa, pero no nos equivoquemos, el mal persiste en el interior, en la oscuridad de los seres, una oscuridad emergente o provocada, pero que nos va a acompañar para siempre una vez que nos ha emponzoñado.
La película se desarrolla a un ritmo de tres por tres, tres protagonistas y tres partes diferenciadas para cada una de ellas, la exposición de las razones por las que sufren, el largo camino para llegar al otro lado, al hipotético mundo en el que no encontrarán violencia y serán respetadas, y finalmente la llegada a la gran ciudad, una llegada donde la primera pintada que pueden leer es “hasta aquí las sonrisas, país de mierda”, un adelanto de que nada va a ser fácil en la nueva vida, donde alguna repetirá las mismas actividades que tenían que hacer en la selva, donde pueden escuchar las mismas canciones que escogían los verdugos antes, durante y después de sus acciones, donde no existe el riesgo de la violencia inmediata y reconocida, pero donde intentar salir de ese calvario puede conducirte a un laberinto metálico que termina en una reja y del que no puedes salir sin ayuda. El viaje puede ser necesario, el cambio de escenario también, pero empezar una vida nueva no significa empezar de cero, en la memoria de estas mujeres el efecto de la violencia está marcado muy dentro, tanto como para no poder olvidar, y seguramente vivir con el sentimiento de culpa interior por transformarse en supervivientes, mientras muchos, algunos de ellos muy queridos, quedaron en el camino con ninguna culpa, como ellas.
Película eminentemente femenina, en la que los pocos rasgos de humanidad que Guerrero se permite parten de mujeres anónimas que van apareciendo por el camino, gestos necesarios para mostrar que existe una solidaridad no pedida y real que humaniza al entorno y permite respirar cada cierto tiempo, calmando ese oscuro animal que se ha desarrollado en el seno de mujeres pacíficas obligadas a permanecer sojuzgadas por un estado de terror permanente, a desarrollar una violencia extrema para sobrevivir, a huir de espacios y lugares, pero también a huir de sí mismas para reformularse como personas. Mujeres cuyos rostros nos penetran sin mirarnos, miradas perdidas y actitudes ausentes de quienes no pueden esperar gran cosa de la huida más que evitar una muerte prematura. Mujeres llorando, encogidas sobre sí mismas en hamacas que no sirven para relajarse sino para fundirse con la nada de un pensamiento en blanco, mujeres derrotadas que todavía libran una última batalla para recuperar un mínimo de dignidad en un entorno que, nuevo, tampoco va a ofrecer facilidades para su consecución. La cámara sigue a estas mujeres con avidez, con planos minuciosos, que recogen hasta el último detalle del tiempo y del lugar. El silencio que envuelve a la película, junto con el ruido natural de la selva, conceden al resultado final la grandeza de conseguir amenazar sin necesidad de palabras. Esa lluvia final, filtrándose a través del techo de otro edificio ruinoso, otro más, que no diferencia el trabajo como civil del trabajo como soldado a la fuerza, es el llanto natural de todo un pueblo marcado para el futuro. Sobrecogedora apuesta del cine colombiano para reivindicar la memoria de los que no suelen ser protagonistas de las películas violentas.