Nuestra hermana pequeña (2015), de Hirokazu Kore-eda
Por Miguel Martín Maestro.
Sachi, Yoshino, Chika y Suzu. Conocerse desde la renuncia.
Tendemos a despreciar lo simple, a preferir lo complejo como equivalente a mayor profundidad, valoramos mejor lo que nos resulta inescrutable porque pensamos que es más sólido intelectualmente. Creemos que en la sencillez se oculta falta de talento, intención de evitar problemas, dar soluciones sencillas a los retos de la vida diaria. Del mismo modo que se subestima la comedia se puede renunciar a la literatura negra con estas premisas. Un poco a escala sería lo mismo que decir que este Kore-eda ha perdido trascendencia desde Nadie sabe, como si este grupo de directores japoneses que continúa teniendo permanencia en las carteleras españolas, Yamada, Kore-eda, Kawase, se hubieran olvidado de lo profundo para teñir sus películas de aparentes, solo aparentes, melodramas sensibleros. Qué error, muchas veces en las cosas más sencillas se encuentran las verdaderas hazañas, en lo simple la resolución de lo más complejo, en una sonrisa el exorcismo a años y años de dolor. Nuestra hermana pequeña guarda en su sencillez expositiva, en su fácil seguimiento, en su desbordante luminosidad veraniega la complejidad absoluta de las relaciones humanas familiares. Kore-eda consigue, otra vez, la emoción compleja de atraparnos con una simple historia, la emoción intensa de resolver problemas a través de la renuncia, hacernos ver que en la resignación y aceptación de que tener todo es imposible, puede residir una mínima posibilidad de permanecer estable en la vida.
Hay una calma y una limpieza en la imagen que no oculta la angustia vital de unos personajes zarandeados por las decisiones de los adultos. No estamos en el mundo de la infancia, ni en el de los adultos marcados por la infancia que les rodea. Sachi, Yoshino y Chika son jóvenes independientes que han crecido habituadas a la ausencia, la de un padre que rompió con la madre, reanudó su vida con una nueva pareja y del que no volvieron a saber nada más, mientras su madre, al poco tiempo, sin explicaciones, también las abandonó, dejándoles la casa familiar y un cambio en los roles. Tres hermanas en las que la mayor pasó a hacer de madre sustituta, la pequeña siguió haciendo de hija y la mediana quedó desubicada. Por eso la idea de asistir al funeral del padre no conlleva la carga emocional propia de la pérdida de tus progenitores, asisten a un acto obligatorio y sentido, con la emoción de conocer a una hermana hasta entonces desconocida, pero sin esa carga de dolorosa pérdida que sí siente Suzu. Suzu es la hermana pequeña del título, la verdadera razón oculta del viaje a ese interior del Japón que parece anclado en una tradición inmutable, donde hasta los trenes no parecen de este mundo sino de hace 40 ó 50 años. Suzu es medio hermana, es la hija de su padre con aquella mujer con la que inició una nueva vida, una mujer que también murió previamente. Suzu ha pasado a ser la verdadera huérfana. El papel maternal de Sachi resurge ante la posibilidad de acoger con ellas a esa nueva hermana que se ha quedado sin familia, o se va con las tres medio hermanas o se queda con la última esposa de su padre con la que no tiene parentesco alguno.
Ese acogimiento no implica que la menor de las hermanas se vaya a comportar como hija de todas ellas. En esa escala invisible de renuncias anticipadas, Suzu, la pequeña, ha perdido la infancia ocupándose del cuidado de un padre moribundo, no busca padres sino hermanas, y en relación de igualdad, no de desvalimiento, como Chika perdió a una madre biológica para tener dos madres fraternales, o Yoshino tuvo que renunciar a ser la hermana del medio para rivalizar en independencia con la hermana mayor. Para Sachi la carga ha sido demasiado pesada, tanto como para renunciar a la vida personal. Cuando un amante le ofrece empezar una vida nueva en EE.UU. previo divorcio de su esposa, a Sachi, la mayor, se le abre un agujero negro en la memoria, todas las renuncias y penalidades en sus vidas han procedido de esa decisión de su padre abandonando a su madre para irse con otra mujer. Ahora que las cuatro hermanas se han conocido y se han acomodado formando una familia unida, romper ese nexo de manera tan inesperada provocaría otra conmoción en cuatro jóvenes que necesitan el calor del hogar para reafirmarse y reconstruirse. Gritar desde una montaña hacia el mar que baña Kamakura es gritarle al pasado que aquí estamos, que hemos sufrido y nos hemos dolido, pero la vida es larga y unas etapas perdidas bien pueden ser sucedidas por otras inesperadas y gozosas. En esa renuncia, nueva, de la mayor, se esconde su apuesta por lo venturoso que deparará el futuro de las cuatro si se mantienen juntas más tiempo.
Kore-eda ofrece la posibilidad de esperanza, pero es una esperanza vital ganada a fuerza de no derrumbarse, de mantener unos vínculos sólidos a pesar del ejemplo pernicioso de los que tenían la obligación de cuidarte. Si en su anterior película confrontaba la posibilidad de sentir la paternidad una vez que surgía la duda de si ese niño era realmente propio, en ésta son esos niños, ya crecidos, los que se enfrentan a la necesidad de reivindicar a unos padres que no les prestaron la atención debida, por razones diversas. Cuando Sachi habla con Suzu y le dice que si lo necesita hable de su padre, de sus recuerdos, que libere su pensamiento de aquello que le impida sentirse bien, lo que hace es renunciar al recuerdo negativo de un padre que se fue y permitir a la menor vivir con un recuerdo positivo del padre fallecido, algo que las mayores no recuerdan, pero que la pequeña no se atreve a manifestar por no molestar a sus hermanas mayores. Estas son conscientes de que el influjo del padre es diferente, y la valoración también, para la pequeña respecto a ellas, ojalá las mayores hubieran podido atesorar recuerdos con su padre, pero no por ello van a impedir a la más joven compartir los suyos, aunque sean tan nimios como una tostada de boquerones. Cuando entre todas recogen ciruelas para mantener la tradición familiar, se aviva la esperanza de las tres hermanas mayores de conseguir recuperar a su madre, quien, pese a todos los reproches, se mantiene viva en el recuerdo de ellas y es recibida con alegría por las dos más jóvenes frente a la cara de circunstancias de la mayor, que sabe que ha tenido que asumir el papel de madre, hija y hermana mayor de todas las demás, y al mismo tiempo se comparte algo propio de la familia con la nueva, con la recién llegada, que pasa así, a compartir un saber propio de las tres mayores, pasa a ser una hermana más. La joven es la más pequeña, lo que la emparenta con Chika, la más joven y alocada de las tres, pero también es la más madura porque se ha enfrentado antes que ninguna a la muerte directa de un ser querido al que ha estado cuidando, lo que la acerca a Sachi y sus cuidados en la unidad de paliativos; para acercarse a Yoshino se emborrachará con el licor de ciruelas familiar, toma algo, o tiene algo de las tres que las identifica como familia.
El peso de Ozu en una filmografía como la japonesa es elevadísimo, pero ni Yamada hace un par de años, ni ahora Kore-eda se proponen matar al padre. Los detalles, las miradas, las posiciones de la cámara retrotraen al maestro, más por tradición cultural que por recuperación de unas imágenes que tenemos implantadas en la retina. Haciendo la vida hogareña sentados en el suelo, necesariamente la posición natural de la cámara se sitúa en un centro de gravedad menos elevado que el nuestro, ello acerca al japonés al suelo, a la tierra, le permite asentarse más sólidamente sin tambalearse ante la adversidad emocional, del mismo modo que ello no deja de ser una pose cultural que permite ocultar los sentimientos (fabulosa escena de los dos adolescentes en los que se intuye lo que se quieren decir pero su cultura no se lo permite). El uso del tren acerca a las personas en vez de alejarlas. El tren en Kore-eda forma parte del paisaje y se transforma en un personaje más, en este caso es un personaje que acerca, lleva a las tres hermanas a conocer a la pequeña, ahí la separación entre ellas por medio de los andenes representa la distancia que tienen que recorrer en el futuro para conocerse, trae a la más joven a la ciudad para ir a vivir con sus hermanas, acerca a la madre ausente y a su hija mayor mediante el recuerdo de la abuela, y un personaje aparentemente circunstancial, la vieja cocinera enferma de cáncer, ayuda a las cuatro a formar un nexo común de unión para el futuro. Como ese novio de Chika que mira con nostalgia la foto de una montaña nevada a la que ya no volverá a subir, el paso del tiempo para Kore-eda viene a representarse como oportunidades pasadas con las que no hay que lamentarse indefinidamente porque en el futuro cabe la posibilidad de alcanzar momentos placenteros y sorprendentes, tan espectaculares como unos fuegos artificiales en verano en una bahía a oscuras. Kore-eda lo vuelve a conseguir con su particular maestría, no permitan que nadie diga en su presencia que Nuestra hermana pequeña es Mujercitas a la japonesa, es probable que quien lo afirme no haya entendido nada de lo que ha visto.