Sobre ‘Las ciudades invisibles’, de Italo Calvino
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Por Rebeca García Nieto
Algunos libros no se leen, sino que se transitan, se habitan, se viven. En ellos cabe hablar de itinerarios en vez de tramas. Y quien se adentra en ellos debe hacerlo con la mentalidad abierta del viajero que hace autostop para visitar lugares donde nunca ha estado. Esta concepción, por así decirlo, geográfica de la literatura es la que propone Italo Calvino en Las ciudades invisibles. Para el italiano, un libro “es un espacio donde el lector ha de entrar, dar vueltas, quizás perderse, pero encontrando en cierto momento una salida, o tal vez varias salidas, la posibilidad de dar con un camino para salir”.
Las ciudades invisibles se compone de una serie de relatos de viaje que Marco Polo hace a Kublai Kan, emperador de los tártaros. Hay que señalar que el Marco Polo que hace de cicerone en el libro de Calvino no se corresponde exactamente con el famoso mercader veneciano. Más bien, se trata de un mercader muy particular, que “contrabandea” con “estados de ánimo, estados de gracia, elegías” y trafica con palabras, recuerdos y sueños. Su misión consiste en describir al Gran Kan las ciudades que dan forma a su vasto imperio, ya que los territorios que éste ha conquistado son tantos y tan amplios que no los conoce con exactitud.
Para deambular por Las ciudades invisibles, el lector debe tener presente que, al igual que ocurre en una de las ciudades descritas por Calvino, la distancia más corta entre dos puntos no es una línea recta, sino un zigzag. En otras palabras, para seguir la ruta que propone Marco Polo, hay que olvidarse de toda noción espacio-temporal al uso: nos vamos a encontrar con ciudades bidimensionales, como Moriana; ciudades que crecen en círculos concéntricos, como Olinda; o ciudades cuyas calles remedan la órbita de algún planeta, como Andria. De poco sirven en este viaje las brújulas o los sistemas de posicionamiento global, ya que nuestro cicerone avanza con la cabeza “siempre vuelta hacia atrás,” “lo que ve está siempre a sus espaldas”, es decir, que su viaje se produce en la memoria: “(…) cuanto más se perdía en barrios desconocidos de ciudades lejanas, más entendía las otras ciudades que había atravesado para llegar hasta allí, y recorría las etapas de sus viajes, y aprendía a conocer el puerto del cual había zarpado, y los sitios familiares de su juventud, y los alrededores de su casa, y una placita de Venecia donde corría de pequeño”. Pero sería simplificar demasiado decir que Polo viaja al pasado, puesto que viaja también a los futuros que nunca serán suyos. Cuando ve a un hombre en una plaza piensa que esa vida podría haber sido la suya: “debe continuar hasta otra ciudad donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizá había sido un posible futuro y ahora es el presente de algún otro. Los futuros no realizados son sólo ramas del pasado: ramas secas”. De este modo, los caminos del libro se bifurcan sin cesar haciendo que las posibles rutas del viaje sean infinitas.
No parece casualidad que todas las ciudades del libro lleven nombre de mujer. Dice Calvino que las ciudades son lugares de trueque, no sólo de mercancías, sino también de palabras, deseos y recuerdos. Lo mismo sucede con el amor. Las relaciones son un trueque de sexo y de sentimientos. En este sentido, las conquistas territoriales del Kan bien podrían haber sido amorosas. A través de los relatos de Marco Polo, el Kan quiere poner orden a sus conquistas, conocer el imperio que ha levantado a lo largo de su vida: es decir, conocerse a sí mismo. En cierto modo, el Kan y Polo son las dos caras de una misma persona: la razón y la imaginación. Las ciudades invisibles que describe Polo están hechas del mismo material del que están hechos los sueños (y las pesadillas). Este deseo de conocerse a uno mismo nos remite al epílogo de El hacedor, de ese otro gran cartógrafo que fue Jorge Luis Borges: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.
La cita a Borges en este artículo es obligada. No en vano, el argentino trazó mapas de lugares que aún hoy muchos lectores visitamos con regularidad. Como Uqbar, un país que Borges y Bioy Casares tratan en vano de encontrar. O el mapa que se describe en Del rigor de la ciencia. En este relato, la cartografía ha logrado ser tan precisa que los cartógrafos han trazado un mapa a escala 1:1, como ya avanzó Lewis Carroll en Silvia y Bruno. De este modo, cabe imaginar que a los habitantes del imperio les resultará difícil distinguir si habitan en el mapa o en el territorio. Calvino va un paso más allá en el arte de la cartografía y logra describir ciudades que se borran ante los ojos de quien las contempla. Un ejemplo de ciudad que se hace invisible ante nuestras narices es Fílides. Al principio del relato, Calvino nos presenta la ciudad vista por primera vez: “En cada uno de sus puntos la ciudad ofrece sorpresas a la vista (…)”. Pero sólo un párrafo después nos encontramos ante una ciudad desgastada por la mirada de alguien que lleva tiempo viviendo allí: “Te ocurre a veces que te detienes en Fílides y pasas allí el resto de tus días. Pronto la ciudad se decolora ante tus ojos, se borran los rosetones, las estatuas sobre las ménsulas, las cúpulas (…) Tus pasos persiguen no lo que se encuentra fuera de los ojos sino adentro, sepulto y borrado: si entre dos soportales uno sigue pareciéndote más alegre es porque por él pasaba hace treinta años una muchacha de anchas mangas bordadas, o bien sólo porque recibe la luz a cierta hora, como aquel soportal que ya no recuerdas dónde estaba”. Así, la ciudad que tenemos en la cabeza, la construida por la memoria, se superpone a la ciudad que existe fuera de nuestra mente, la ciudad “real”, de forma que ésta se desvanece ante nosotros.
Aunque se podrían poner muchos más ejemplos, este fragmento muestra los rasgos característicos del libro: la belleza con la que está escrito, su sutileza, los distintos niveles de lectura que ofrece. Se podría decir que esta preocupación de Calvino por la imposibilidad de describir la realidad de forma objetiva es postmoderna. También lo es la cuestión del narrador. Marco Polo describe con frecuencia las ciudades que ha visitado en tercera persona. En otras ocasiones lo hace en segunda, y a veces incluso permite que el yo se entrometa en el discurso (“Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte la Ciudad de Zaira de los altos bastiones”). Se podría decir que el narrador es una figura tan laberíntica como las ciudades que describe el veneciano.
Mención aparte merece la estructura. Pese a la numeración tradicional de los capítulos (en números romanos), el libro permite otras formas de lectura, otros itinerarios, aparte de la lectura lineal. No hay que olvidar que Calvino formaba parte del grupo OuLiPo, fundado por Raymond Queneau y François Le Lionnais, y, como dijeron Marcel Bénabou y Jacques Roubaud, un autor oulipiano “es una rata que construye ella misma el laberinto del cual se propone salir. ¿Un laberinto de qué? De palabras, sonidos, frases, párrafos, capítulos, bibliotecas, prosa, poesía y todo eso”. En cierto modo, al igual que ocurre en otra novela oulipiana, La vida instrucciones de uso, de Georges Perec, Las ciudades invisibles está estructuradas como un puzzle. Si en la novela de Perec la estructura sigue el recorrido del “problema del caballo”, un problema matemático que sigue los movimientos del caballo en ajedrez, en Las ciudades invisibles (escrita unos años antes) es el Gran Kan el que plantea la metáfora del ajedrez: “En adelante Kublai Kan no tenia necesidad de enviar a Marco Polo a expediciones lejanas: lo retenía jugando interminables partidas de ajedrez. El conocimiento del imperio estaba escondido en el diseño trazado por los saltos espigados del caballo, por los pasajes en diagonal que se abren a las incursiones del alfil, por el paso arrastrado y cauto del rey y del humilde peón, por las alternativas inexorables de cada partida. El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego: pero ahora era el porqué del juego lo que se le escapaba. El fin de cada partida es una victoria o una pérdida: ¿pero de qué? ¿Cuál era la verdadera apuesta? En el jaque mate, bajo el pie del rey destituido por la mano del vencedor, queda un cuadrado negro o blanco. A fuerza de descarnar sus conquistas para reducirlas a la esencia, Kublai había llegado a la operación extrema: la conquista definitiva, de la cual los multiformes tesoros del imperio no eran sino apariencias ilusorias, se reducía a una tesela de madera cepillada: la nada…”.
El centro del imperio es, por tanto, un vacío, similar al hueco que buscaba Sergio Prim en La escala de los mapas, de Belén Gopegui. En esta magistral novela, el protagonista, que tiene problemas para entender la escala de los demás y no sabe cómo acercarse a ellos, trata de “escribir un tratado del hueco”, ya que “aún no hay mapas y los escasos testimonios de gentes que dicen haberlo frecuentado son harto imprecisos”. La novela de Calvino, en cambio, está motivada por el empuje opuesto. A diferencia de Prim, el Kan parece tener horror vacui, por eso necesita escuchar constantemente las historias de Polo, aun a sabiendas de que no son más que apariencias ilusorias inventadas para ocultar esa nada. Ya en El castillo de los destinos cruzados, Calvino escribía que “en torno a la ausencia se construye lo que hay”. Esta idea del vano aparece de nuevo en Las ciudades invisibles. Cuando Polo describe al Kan un puente piedra por piedra, da la impresión de que Calvino está describiendo el proceso de construcción, el making of, de la propia novela:
“—¿Pero cuál es la piedra que sostiene el puente? — pregunta Kublai Kan.
—El puente no está sostenido por esta piedra o por aquélla — responde Marco—, sino por la línea del arco que ellas forman”.
Sea cual sea la piedra angular sobre la que se sostiene el libro, lo cierto es que, a diferencia de otras novelas de los integrantes de OuLiPo, Las ciudades invisibles se ha convertido en un clásico. Como dice el propio Calvino, algunos libros llegan a ser continentes imaginarios, o “continentes del allende”, donde encuentran acomodo otros libros. Así, escribe Calvino, El mensaje del emperador, de Kafka, o El desierto de los tártaros, de Buzzati, parten de algún modo de El millón, el libro de viajes del Marco Polo real. No sé cuántos libros se escribirán asentándose en las ciudades diseñadas por Calvino, pero es indudable que somos muchos los habitantes que figuramos en sus censos imaginarios, y muchos más los turistas que visitan las ciudades de forma ocasional.
(Artículo publicado originalmente en la revista Quimera, Revista de Literatura, dentro del dossier “Geografía escrita”, en abril de 2014).
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