Kiki, el amor se hace (2016), de Paco León
Por Jordi Campeny.
Dacrifilia, elifilia, somnofilia o harpaxofilia son sólo algunas particulares formas de hallar placer. Abordar la temática de las parafilias sexuales, en clave cómica, y no estrellarse en el intento ni resultar soez ni un solo instante sólo puede estar al alcance de alguien con mirada desprejuiciada, punto de vista personal y un talento a prueba de huracanes. Y es que Kiki, el amor se hace, tercer largometraje de Paco León, no habla de dacrifilia, elifilia, somnofilia o harpaxofilia –aunque sus personajes las padezcan, o las gocen–; Kiki propone encontrar la manera de ser feliz sabiéndose distinto. Para ello, es necesario derribar tabúes, celebrar la diferencia y quemar las etiquetas.
Paco León dejó para la historia del cine español un brillante díptico centrado en la figura de su madre: Carmina o revienta (2012) y Carmina y amén (2014); propuestas que difuminaban las fronteras entre géneros, divertidísimas y con un contundente contrapunto dramático, que pusieron al cine patrio de enhorabuena al matizarlo y colorearlo con esta refrescante y estimulante nueva mirada. Realidad y ficción –o vida y representación– se fundían con asombrosa naturalidad en una inspiradísima y perfecta simbiosis.
También en Kiki, el amor se hace, León arrastra a la ficción algunos elementos de la realidad –los nombres de los personajes se corresponden con los nombres reales de los actores que los encarnan– difuminando así, de nuevo, los contornos clásicos de la ficción cinematográfica. El cine del sevillano parece seguir una máxima: si no te gusta el mundo en el que vives, cámbiale el color, mejóralo. Así de sencillo. Sus películas son una versión mejorada de la vida. Ya en sus Carminas había mucho de celebración de la vida y de anhelo de una realidad más respirable. En Kiki ha elevado al cubo la potencia.
Nueva versión de la australiana The Little Death (2014) pero traída por el director a su terreno –personal e idiosincrático–, Kiki, el amor se hace cruza cinco historias de amor y de curiosas filias sexuales en un verano madrileño ardiente de calor y de deseo. La transformación de uno mismo en el terreno sexual y afectivo, la búsqueda del amor y de espacios felices de aceptación donde poder seguir siendo quien eres o la celebración de la diversidad –como el mismo León ha manifestado, hay en el mundo tantas personas como sexualidades– se erigen como temas principales de una comedia hilarante, rompedora, sana, festiva, de exquisito buen gusto –ético y estético– y hasta cierto punto necesaria.
Por tercera vez consecutiva –ya no puede tratarse de ninguna casualidad–, Paco León demuestra ser un director poseedor de talento, estilo, humildad y a su vez valentía para asumir riesgos. Su punto de vista y la estética de sus películas se consolidan –tanto la ética como la estética pacoleonianas remiten en ocasiones a uno de sus maestros, quien, como él, hace un cine muy pegado a la tierra que pisan sus personajes: Pedro Almodóvar– y con su último trabajo, este Kiki, pequeña isla repleta de luz, risas y levedad, nos ofrece una zona de confort donde dar la espalda, durante hora y media, a la gravedad y mediocridad que nos rodea.
El trabajo de sus actores –excelentes, del primero al último– es también uno de los puntos destacables de la cinta. Están, simplemente, espléndidos: de Candela Peña, Alexandra Jiménez, Belén Cuesta o Natalia de Molina al mismo Paco León, Luis Bermejo y David Mora pasando por Ana Katz, Luis Callejo, Álex García o Mari Paz Sayago. Todo el elenco consigue, en algún momento, arrancar sonrisas y simpáticas complicidades con el espectador, quien, al final de la película, se siente tentado de levantarse de la butaca, traspasar la pantalla, cogerlos de la cintura y celebrar con ellos la vida, a poder ser sin ropa, al ritmo sensual de Enamorada.