Jean Ferry, el maquinista absurdo y surrealista que subió al cielo con Raymond Roussel
Por Pedro Pujante.
El movimiento surrealista francés dio al mundo un singular grupo de escritores y artistas de gran repercusión, que alcanzaron mucha fama y demostraron que la irrealidad y lo onírico podían convertirse en tejido narrativo, plástico y estético.
Quizá de entre los más célebres, como Éluard o Breton, todos nos acordamos. Pero hay otros autores con menos trayectoria literaria que también merecen la pena ser rescatados, leídos y disfrutados. Y la editorial Malpaso, de audaz olfato y mucho gusto, lo está haciendo. Ya publicó no hace mucho una novela de Picabia –Pandemonium-. Y ahora le toca el turno a Jean Ferry (1906-1974), autor polifacético, afín al movimiento surrealista y autor de una obra narrativa poco voluminosa, pero que destacó más con el guión y en el mundo del cine.
En esta heterogénea recopilación de cuentos, destacan dos temas por encima de los demás: los sueños y los viajes. Muchas veces, los viajes y aventuras están teñidos de una atmósfera irreal, somnolienta; en otros casos, una narración de espesura onírica nos comunica un universo absurdo y surrealista, en el sentido más literal del término.
Hay viajes en los que se dan extrañas situaciones: como un barco, que para sorpresa del narrador, está infestado de chinos. O destinos a islas invadidas por la nada, lugares que parecen estar poblados de un vacío inexplicable. También un viaje a la Isla de Pascua que quizá no sea más que una mixtificación.
En Kafka o la sociedad secreta, título bastante revelador, se nos habla precisamente del descubrimiento de una misteriosa organización privada y mundial, cuyos miembros incluso ignoran su pertenencia.
El cansancio y la procastinación son dos síntomas que recorren las venas de los protagonistas ridículos de estos cuentos. En El maquinista, incluso llega a afirmar el narrador que está tan cansando que si se parase el tren en el que viaja, no sería capaz de bajarse. A pesar de tratarse de un trayecto fantasmal, sin asideros espaciales, en el que nadie sube ni nadie baja. En El astrólogo chino se menciona el utópico ensayo de Lafargue El derecho a la pereza. Y el narrador de La huelga de los basureros también confiesa: ‘por aquella época yo andaba muy cansado.’
En definitiva, en estos relatos se puede rastrear el recorrido sin movimiento y duchampiano de un escritor, cansado, pero del realismo y los estreñimientos mentales, que aboga por la actividad onírica y placentera, y que se muestra en contra de una sociedad que, como leemos en otra parte, ‘después del amor, el sueño es la empresa que con más ardor combate…’
Lo absurdo alcanza cotas muy elevadas, como en el cuento en el que nos habla de la imposibilidad de llorar. O la pequeña joya kafkiana titulada El tigre mundano, recogida por Breton en su Antología del humor negro, en la que Ferry nos describe un espectáculo de cabaret que tiene más de macabro y absurdo que de comedia hilarante. También memorable es el cuento dedicado a Raymond Roussel y su subida al paraíso, en el que se hará amigo de dios. Y para reír a carcajadas acérquese el lector a la pieza Fracaso de una ilustre carrera literaria, en el que a base de citas banales recorre las obras maestras de la literatura.
Y este último ejemplo, consistente en señalar lo menos relevante de las cosas, puede servir para comprender la idiosincrasia del autor y cerrar el comentario a este libro. Porque en él Ferry ha desplazado los significados, ha colocado en el centro de atención lo más nimio y lo ha elevado a rango de tema, para así expresar ese absurdo que suele teñir la realidad, al menos, la realidad que Ferry observa, con su mirada díscola, infantil y desenfadada. Desdeña el realismo y sin inmutarse, no puede menos que ironizar y escribir estos cuentos con una mueca de risa y mucha inteligencia. Piezas un poco descalabradas e imprecisas, en una antología para nada homogénea; pero cuyo conjunto, sin ser un producto definido y acabado, sí que se consigna como una muestra significativa de uno de los autores raros del siglo XX.
La edición en tapa dura, con los cantos en verde, es deliciosa. Además, las ilustraciones de Claude Ballaré consiguen reflejar el mundo dislocado, surrealista y juguetón de la obra.
Un autor memorable que viaja al centro mismo de la surrealidad más absoluta.