‘Mala letra’, de Sara Mesa
Por Ricardo Martínez Llorca
Mala letra
Sara Mesa
Anagrama
Barcelona, 2016
191 páginas
Desde que existen los cuentos de Chejov, la geometría del relato corto da la impresión de que solo debería ser una. Esta certeza la rompieron autores como Paul Bowles o Franz Kafka, y la mantuvieron viva Raymond Carver o Hemingway, mientras Borges hacía la guerra por su cuenta. Pero Chejov sigue siendo tan inevitable como buena compañía. Aunque necesita un detalle que transforme su influencia en algo personal, es decir, necesitamos hacer de la lectura de los grandes una destiladora ilegal, pero lícita, de nuestro mundo literario. Sara Mesa (Madrid, 1976) ha instalado en el sótano de su casa la máquina para destilar cuentos, importada de los clásicos, pero poco a poco va consiguiendo un licor personal. Sus historias se centran en las relaciones personales y sus inconvenientes, en cómo dos personas establecen un diálogo con o sin palabras. En ocasiones se trata de un hombre y una mujer, y en otras de un viaje de negocios; podemos encontrarlos en una visita a un museo o en la intimidad con las luces casi apagadas o tratarse de relaciones familiares. Pero siempre será una conversación de cuerpos que incomoda al lector. Porque, como Chejov, presta atención a algún detalle, a varios detalles, y con ellos, con esa selección de átomos que compondrá para el lector el licor del relato, nos obliga a imaginar una idea del conjunto. La inercia de los clásicos está clara, pero no el deber de aportar algo personal.
Pero Sara Mesa no se arruga y coge al toro por los cuernos para hablarnos, en los relatos que componen este libro, del sentido de culpa y las versiones del sentido de culpa, desde la más banal a la suicida. Se trata, pues, de una obra concebida con un tema único. Y con un tema de los que seguimos siendo incapaces de resolver. No importa que parta de un alumno con malformaciones, de un adolescente suicida o de un anciano en el que se ha quedado enquistado el rencor, el tiempo de la vergüenza y de la furia, ese en el que escupe maldiciones, en el que se niega a entender y le deja el alcohol y el tabaco por compañía. Siempre aparecerá gente empeñada en hurgar en la herida, o en abrir una herida, en la que arrojar la sal de la culpa. Siempre aparecerán esos que disfrutan haciendo que los demás se sientan culpables sin ningún propósito, por sadismo. Algo que nuestras relaciones sociales y nuestra tradición cultural no ha conseguido superar. Y que ya va siendo hora de mandar a paseo. El complejo de culpa se convierte así en asunto específico en la literatura de Sara Mesa, y junto a él, inevitablemente, los vínculos con la inocencia y ese malestar que viene de la resignación.
Hasta en el pecho de una mujer de clase social baja que debería centrarse más en resolver los problemas familiares, brota la acusación y algo superior al estupor, como el racismo. Y también entre tres hermanos, uno de ellos alcohólicos, que bastante falta de vida tienen al convivir con un padre que no se levanta de la cama. Los personajes, eso sí, pueden ser el chulo del barrio y el calzonazos en su casa, valorar más la tapicería del coche que la fidelidad a su mujer acostándose con una borracha, que al final lo que surge es la manía de hacer que otro se avergüence, conseguir que se mantenga vivo el resquemor. En ese sentido, son bastante significativos los relatos en que los protagonistas son adolescentes con imposibilidad de integrarse o que prefieren relacionarse con los repetidores que esconden revistas pornográficas. O ese en el que llega a un nivel tan extremo como cotidiano, en el que el muchacho siente que lo peor no es que te acose un grupo de macarras durante un trance de las vacaciones: lo peor es cómo le harán sentir sus tías cuando se lo cuente. Pero en ese desasosiego que caracteriza estos relatos siempre queda un poso de salvación, porque ahí está la influencia de Chejov, esa que nos dicta que estamos tratando con lo más humano. Y el hombre es capaz de ser bueno, aunque este no sea el tema de la narración que tenemos delante.