‘Grecia, viaje de otoño’, de Xavier Moret
Por Ricardo Martínez Llorca
Grecia, viaje de otoño
Xavier Moret
Península
Barcelona, 2016
333 páginas
En el Mediterráneo la luz del verano da paso a un viento morado durante los atardeceres de otoño. Esa es la conclusión a que llega cualquier viajero con ese destino, o cualquier habitante de sus costas con la sensibilidad a flor de labios. El viento sabe a morado, como los posos de un vino dulce. Dentro de poco habrá que abrigarse si se pretende estar al sedano, bajo la noche acribillada de constelaciones. Porque en el Mediterráneo griego no existen las estrellas, existen las constelaciones con el nombre de todo el panteón de dioses y héroes. Xavier Moret (Barcelona, 1952), uno de los escritores de libros de viaje con más oficio en nuestro país, sabe qué es lo que se va a encontrar en su regreso a Grecia. La crisis económica ha devastado el país. Pero es entre las ruinas donde uno mejor aprecia la hospitalidad o la leyenda. Por esa razón no le importa retornar a donde fue feliz, rompiendo el axioma que aplica todo buen viajero, esa traducción de la paradoja de Heráclito: nadie se baña dos veces en el mismo río. En este caso, se trata de una advertencia a la que Moret no hace caso. Porque es un viajero con tablas, con demasiados recursos como para sentir algo parecido a la nostalgia y que su texto se empañe de ello. En su lugar, está la mitología, que narra como leyenda, fuera interpretaciones psicosociales o religiosas.
Y también está presente la luz que emana de un sol de otoño purísimo. Y el dictamen de que el tiempo debería transcurrir a una velocidad diferente a la que sufrimos. Y él sabe el modo de provocar que eso suceda. Vuelve a Grecia y a las islas de Grecia porque son un estado mental. Si esta frase se aplica con frecuencia a Nueva York, es para definir la metonimia de la neurosis del progreso. Aplicada a las islas griegas se traduce en la antineurosis, en apartar la turbación, en la calma. Moret encuentra siempre los mejores Cicerones, lo cual no es casualidad. Son gente amable, incluido el escritor Petros Márkaris. Son gente que sabe que lo que pesa en el vacío que ha dejado la crisis en un país a medio derruir será la propia gente. De eso es de lo que conviene rellenarlo. Pero Moret busca la soledad con tanta o más frecuencia que la compañía. Porque en la soledad es donde vive la Grecia idealizada, la histórica, la romántica que lee en los templos, en los muros, en los monasterios, en las calles, en los restaurantes, en el paisaje y el mar y, sobre todo, en el cielo. Esa es la Grecia que a él le atrapa, la que acogió a tantos filohelenistas, en su mayoría británicos, a los que también rinde homenaje. Y mientras tanto, mientras evoca un pasado que él no quiere que desaparezca del todo, Moret nos deja su filosofía que es la integración de esa faceta melancólica para que no le impida ser feliz estando solo. Y la felicidad, uno concluye tras la lectura de este bien elaborado libro de viajes, debe ser palpable, debe ser presente.