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Ícaros (2014), de Pedro González Rubio

 

Por Miguel Martín Maestro.

icaros cartelPor fortuna, y con especial alegría, consigo ver la última película de Pedro González Rubio, de quien hace tiempo pude ver la excepcional Alamar y de quien no he podido encontrar aún la siguiente, Inori, y de quien esperaba, en esos archivos que los cinéfilos vamos construyendo con el cine que no vamos a poder ver nunca, volverme a encontrar. No es fácil definir el conjunto de imágenes, de hecho casi se hace necesario leer las notas de prensa, cuesta saber que estamos ante un documental, rodado en apenas dos semanas y que ofrece la imagen de una persona, Marcel, una imagen que él mismo quiere que se conozca de su forma de vida, así que esa imagen puede ser real o una simple interpretación a favor de la corriente. A caballo entre Barcelona y Costa Rica, el director mexicano establece los necesarios puntos de conexión para diferenciar una forma de vida de lo que no es más que una simple experiencia veraniega, porque Marcel vive como vemos, mientras que las mujeres que le acompañan experimentan una sensación temporal con la seguridad de que, pasadas unas semanas, volverán a la “civilización”.

Cuenta el director que mientras rodaba Alamar quedó impactado por una imagen, en una playa tropical, un jinete desnudo a lomos de un hermoso caballo blanco, se introducía en el mar. Pasado el tiempo, el director sintió la necesidad de volver y saber quién era esa persona, qué había detrás de él. En ese contexto la película se inicia un 25 de agosto de 1974, tras asistir a unos breves momentos de imágenes familiares en súper 8. Se sobre-impresiona el texto de una carta que Marcel envió a su madre anunciándole que había desertado del servicio militar, que abandonaba España y se iba a vivir a Costa Rica, uno de los pocos países del mundo sin ejército, para vivir allí en total libertad. En Costa Rica se formó una colonia de pacifistas norteamericanos que huían de la guerra de Vietnam en los años 70, auténticas colonias de cuáqueros en mitad de Centroamérica como refugio para una vida sin armas. Tras la presentación familiar, el siguiente plano es una cabaña en medio de la selva, cercana al mar. Un hombre adulto, envejecido pero en forma, desnudo, con un tocado indio del que sobresalen unas plumas, se asoma al exterior de la cabaña en una posición entre de plegaria y de timidez. Recibirá la visita de un chamán que le purifica, una enigmática presencia femenina entre los árboles terminará de confundirnos. ¿Ficción, realidad, ni una cosa ni la otra?

Curiosamente, esta excelente película de no ficción pero que contiene elementos alterados, manipulados, para otorgar al relato el necesario punto de vista trascendente que el personaje merece, vuelve a dialogar con cine reciente procedente del continente sudamericano. La conexión se establece aquí entre El abrazo de la serpiente y esta Ícaros, y el punto de conexión indudable se centra en la relación del hombre con la naturaleza, en la obtención de experiencias extrasensoriales mediante el uso de las plantas. Si el indígena Karamakate, de El abrazo de la serpiente, intentaba salvar al explorador alemán insuflando polvo de plantas solamente conocidas por él a través de la nariz, Marcel hará lo mismo, pero ahora usará jeringuillas de plástico para introducir ese polvo mezclado con líquidos. No lo hará para salvar vidas sino para proporcionar una experiencia alucinógena a los visitantes españoles. Porque el universo de Marcel no está cerrado. Marcel ha renunciado a compartir una vida llena de obligaciones, horarios, quehaceres diversos, para dedicarse a vivir en libertad, una libertad absoluta, sin trabajo, sin ropas, viviendo de lo que la selva y la naturaleza le proporcionan. Quién sabe, a lo mejor ese grupo de jóvenes mujeres que le acompaña durante unos días, a cambio de la experiencia, deja algún dinero. No lo sabemos porque Marcel exigió la condición de que él ofrecería la visión de su vida que quería que quedara en imágenes, y Rubio respeta esa decisión, si hay mercantilismo en el comportamiento de Marcel lo desconocemos, no desmerece el resultado de la propuesta cinematográfica.

icarosPoco a poco, ese ritmo mortecino, indolente, ese que permite tumbarte desnudo al sol durante horas en medio de una vegetación exuberante, o sobre una roca oyendo el ruido del mar, o en una poza natural junto al cuerpo hermoso de dos jóvenes desnudas, que han viajado desde Barcelona para compartir la experiencia de la ayahuasca, invade nuestro ánimo. Sentimos la envidia de una vida ajena a las preocupaciones mundanas, como el eremita aislado del mundo pero, en este caso, dispuesto a acogerte, a enseñarte, a compartir lo que tiene. Rodeado, por qué no decirlo, de tentaciones carnales que no provocan ninguna incomodidad ni mortifican como le ocurría al personaje buñueliano de Simón. Marcel no molesta  a nadie ni quiere ser molestado, su vida puede parecer monótona, pero se acomoda a los ritmos de la naturaleza en un enclave escogido para no pasar frío ni hambre. En los vuelos psicodélicos provocados por su chamanismo el director aprovecha para ficcionar, un simple plano con unas olas que se mueven invertidas crea, por sí solo, la suficiente distorsión como para no necesitar efecto especial alguno que acredite lo que es un vuelo alucinógeno, igual que una noche de tormenta tropical y un relámpago que ilumina fugazmente la figura de un caballo nos recuerda el origen de la historia.

Ridley Scott jugaba con la figura de un unicornio en una de sus películas, lamentablemente su percepción fílmica es conservadora y clásica. Rubio compone, probablemente, el más bello plano de la película rodando la aparición del caballo blanco atravesando un río y perdiéndose en la inmensidad del bosque costarricense, y crea la película como un largo viaje, como el recuerdo que una de las jóvenes va a guardar para siempre en su memoria. Cogiendo un tren en Barcelona, su mente rememora esos días de libertad, una libertad a término, donde cuerpo y mente se fusionan y la desnudez deja de ser un tabú. Indígena por unos días, seguramente va a envidiar ese “ni patria ni rey” permanente de Marcel, que va a permanecer soñando en caballos blancos mientras el chamán le instruye en los secretos de saberes ancestrales que irá compartiendo poco a poco con sus visitantes. Entre ambos mundos hay un vasto mar de distancia, pero también, en este caso, esa distancia marca la diferencia entre mundos donde todavía es posible olvidarse del mañana y vivir el presente, mundos de renuncia frente a mundos de acaparar y tener. No se puede tener todo y hay que saber escoger, hay una indudable valentía en esta renuncia y, es posible, una enorme sabiduría. Al final nadie nos recordará, ni nada de nosotros va a perdurar, así que dirá Marcel ¿para qué desperdiciar lo único que tenemos?

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