Renovada versión de «Un dios salvaje», para partirse de risa
Por Horacio Otheguy Riveira
Un niño de 9 años le da con un palo a otro y le rompe dos dientes, por haberle llamado chivato. Los padres de la víctima citan a los del atacante para procurar un acuerdo de disculpas, perdón, sumisión, comprensión, un poco de todo y de todo un poco. Pero de la amabilidad original por ambas partes se llega al desfogue absoluto y ciego de lo que de verdad se piensa y siente: una revolución de ilimitadas consecuencias.
Un espectáculo para partirse de risa navegando en un mar de conflictos en los que, con el menor sentido del humor, resulta muy fácil identificarse.
Es el mayor acierto de la versión de un gran autor como Jordi Galcerán sobre el espléndido texto original de la francesa Yasmina Reza (Arte, El hombre del azar, Una comedia española): una versión sobre la que ya trabajaron otros actores españoles hace algunos años, pero que ahora obtiene un impulso aún más humorístico en manos de otro director. Aquella fue una buena versión, pero esta es distinta y está más desarrollado el descontrol físico de personajes muy adaptados, muy formales, muy serios… y ridículamente creídos.
A cada cual su vuelta de tuerca, su mueca deformante, su magnífica manera de mostrarse auténtico en una existencia donde la sinceridad brilla por su ausencia, y han de ser sus hijos de 9 años quienes pongan a sus padres en el brete de ahondar sin querer en su vida cotidiana, y pasar de una amabilidad hipócrita a chillar sin cortapisas, sin límites, en un vendaval de rabia que provoca carcajadas en un público entregado, agradecido: es la risa magistral de quien comprende que también le puede pasar lo que ve en otros, porque, al fin de cuentas, ¿quién es capaz de sentirse tan políticamente correcto como para reprimir su descontento, y luego su furia irresistible, necesitado de liberarse? Aunque después de romperlo todo se pregunte: ¿Qué estoy haciendo?
Roman Polanski (con guión propio y de la autora) aportó una mirada más trágica, con maestría cinematográfica y ningún sentido del humor. Ni mejor ni peor: otra cosa muy distinta que la que ahora se representa en Madrid y que merece verse por muy bien que se conozca la película y el texto.
El director Paco Montes (El feo, Gracias en nombre de la empresa, La ciudad oscura) imprime un dinamismo muy bien comunicado a sus estupendos cuatro intérpretes, pues cada uno ha pillado el ritmo, el desbloqueo esencial, algo fundamental porque hay una primera parte convencional que se va rompiendo y sorprendiendo al espectador. Insisto: un efecto sorpresa muy bien calibrado incluso para quien ha visto y leído la función en todas sus versiones, como es el caso de quien suscribe este comentario.
Se produce un clímax muy logrado, y si resulta impactante la transformación de Lidia Navarro —por tratarse, en principio, del personaje más controlado—, ninguno se queda atrás: Fernando Ramallo arranca tan servil que repele, incluso con una voz bastante desagradable, pero cuando da el cambiazo resulta impresionante; Maia Sur es el ama de casa sumisa y compuesta que cuando se desarma muestra la faceta insólita de quien odia todo lo que pisa y besa, lanzándose a una reacción contra un florero que hará historia, una historia íntimamente relacionada con su marido, un tremendo Jaime Zatarain que habrá de pasar por varias etapas, y por una humillación y derrota que jamás había imaginado.
Cuatro actores que se cruzan y descruzan en una función que da mucho de sí: tan divertida como profunda. Lo dicho al comienzo: renovada versión de Un dios salvaje para partirse de risa, y ejemplar enseñanza para aquellos que aún consideran que la comedia, el humor, la carcajada… es cosa menor que no hay que tener en cuenta.
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