Acerca de la necesidad de las películas de carretera
Por José Ramón García Chillerón.
En estos tiempos de desencanto generalizado ante el desenmascaramiento de la barbarie capitalista aglutinada en torno a un sistema que se ha revelado tan corrupto y decadente como las grandes corporaciones y, por qué no decirlo también, las instituciones públicas que se cobijan bajo su manto para alimentar sus pantagruélicas necesidades macroeconómicas, la road movie se nos muestra como el género cinematográfico, aunque en realidad deberíamos hablar de intergénero pues la mutabilidad constante de su estructura episódica hace posible que confluyan en su metraje las más diversas propuestas fílmicas, mejor situado para combatir el inmovilismo propugnado desde el mainstream y ejercer el derecho de la ficción cinematográfica a expresarse como una forma de auténtica rebelión artística.
Si bien existen algunos precedentes tan notables como Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948, Nicholas Ray) y El demonio de las armas (Deadly in the Female, 1950, Joseph H.Lewis), extraordinarias historias de amour fou enmarcadas en los márgenes estilísticos del noir que, sin duda, sirvieron como inspiración a Jean-Luc Godard y David Lynch para reformular sus códigos genéricos en Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965) y Corazón salvaje (Wild at Heart, 1990) respectivamente; lo cierto es que las películas de carretera son herederas naturales del viaje iniciático propuesto por Jack Kerouac desde las páginas de ese genial manifiesto beatnick que es En el camino. Asimismo, no de manera casual, el género eclosionó espectacularmente cuando la contracultura abordó el sistema de estudios durante los gloriosos años del Nuevo Hollywood. En este sentido, las road movies suponen la forma más genuina de retratar la opresión sufrida por aquellos outsiders que quedaron rezagados en el inconformismo de la década de los 60 debiendo permanecer en continuo movimiento para no ser anulados por un sistema dispuesto a borrar del mapa cualquier vestigio de independencia que pudiera resultar incómodo para el correcto devenir de una nueva década marcada por su ferocidad pragmática. Ejemplos de esto son la mítica Easy Rider (Buscando mi destino, 1969), comandada por el siempre contestatario Dennis Hopper; Punto límite: cero (Vanishing Point, 1971, Richard C. Sarafian) y Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971), cult movie nihilista de formas áridas y tono crepuscular que supone la obra maestra del nunca suficientemente reivindicado Monte Hellman.
Durante los años 80 la potencia cinemática que impulsaba el dinamismo de las road movies de la década anterior sufrió una desaceleración, sumiéndose así en un estado de contemplación cuasi catatónica que se revelaba como metáfora de una condición posmoderna en la que la apatía vital y el descreimiento se habían impuesto a un intento de revolución. Obras como Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise, 1984, Jim Jarmusch) y Paris, Texas (1984, Wim Wenders) son quizás las más representativas de esta tendencia al estatismo existencialista en las películas de carretera.
Otra variante más contemporánea dentro del universo asfaltado de las road movies propone la existencia de la rebeldía como un estado latente que se activa en un individuo hasta entonces perfectamente adaptado al American Way of Life (entendiendo este como el modelo de vida instaurado por el sistema, independientemente de la localización geográfica) al tener una revelación que puede desencadenarse de manera repentina al enfrentarse a un hecho traumático o producirse mediante un proceso de reflexión interna propiciado durante un viaje geofísico emprendido por una cuestión apremiante que ha de resolverse. En este sentido se mueven films como Thelma y Louise (Thelma & Louise, 1991, Ridley Scott), A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002, Alexander Payne) y Una historia verdadera (The Straight Story, 1999, David Lynch), entre otras.