El abrazo de la serpiente (2015), de Ciro Guerra
Por Miguel Martín Maestro.
«El conocimiento pertenece a todos».
Hay veces que la cartelera ofrece la posibilidad de que dos, o más películas, entren en conversación entre ellas, incluso aunque puedan parecer distantes, de géneros diferentes, de épocas no intercambiables. Es algo de lo que ocurre entre El botón de nácar de Patricio Guzmán y este El abrazo de la serpiente. Son películas disímiles, formalmente incompatibles, estéticamente diversas y divergentes, pero, al final, en el sustrato de ambas, subyace ese respeto por lo originario, esa reivindicación por reconocer al que vivía en el continente como habitante del mismo y no como descubierto, de manera exclusiva en la película de Guerra, más fragmentaria en la de Guzmán porque éste pretende extender su discurso hasta la actualidad. Ya sean las tribus del sur de Chile o las de la selva amazónica, todas ellas sufrieron el genocidio, y como ambas películas demuestran y muestran, este genocidio no se remonta a la época de la ávida Castilla, de la rapaz nación ahora olvidada que esquilmó el oro y la plata de Sudamérica para sentar las bases económicas de su pobreza secular y, al tiempo, favorecer el florecimiento económico de países que, transcurridos cinco siglos, permanecen en lo alto del poderío mundial. No hay que irse hasta Bartolomé de las Casas para saber que a los indígenas, no sólo les mató la cruz y la Biblia, ni el afán de saqueo de las tropas alejadas del control de un gobierno distante. Sometidas al poder de pequeños caudillos buscavidas, fueron masacradas, con armas más poderosas que los arcabuces del barroco, por sus propios compatriotas, por los chilenos, por los colombianos, por los argentinos, por los brasileños, por los peruanos… por todas las nuevas naciones que se emanciparon de un imperio muy venido a menos mucho antes. Por sus propios gobernantes y por las nuevas rapiñas, las de los ganaderos, las de los militares, las de los caucheros, las de los madereros… Matanzas gratuitas y sádicas en nombre de ninguna razón, por quienes consideraban que aquellas personas no eran del todo humanas, que eran esclavos y súbditos y no meros ciudadanos con los mismos derechos.
En ese contexto no es de extrañar que la recepción que hace Karamakate (Nilbio Torres/Antonio Bolívar), el último de los suyos, el único que escapó al exterminio de su poblado y de su raza, para terminar en una misión católica en la que aprendió que lo mejor era dar la espalda al hombre blanco y salir corriendo, al naturalista alemán que le busca para que le cure, sea de hostilidad. Aunque sea una hostilidad agresiva tendente a proteger su entorno y a no sufrir nuevos ataques de quienes se dicen civilizados. Cuando los años pasen y Karamakate esté más cerca del fin de su vida, la llegada de otro explorador que sigue los pasos de Theodor Köch-Grunberg (Jan Bijvoet) en los estertores de la segunda guerra mundial, será acogida por el indígena con mayor sosiego, en un ten con ten dirigido a revelar las verdaderas razones de la presencia de Schultes (Brionne Davis) en su refugio, tratado con distancia pero con respeto, Karamakate va a jugar con el explorador como el jaguar hace con la serpiente antes de morderla por la garganta. Del rechazo inicial a la posibilidad de aprender mutuamente, de recordar saberes que han ido quedando en el olvido por su desuso. En El abrazo de la serpiente hay muchas cosas que suenan a ya vistas, hay un remedo que articula escenas de muchas otras películas de mayor o menor recorrido, desde John Boorman a Roland Joffe, del documentalismo clásico al hiperbóreo juego de imágenes de lo experimental, del Aguirre de Herzog al Fitzcarraldo del mismo director, de lo más rompedor del Tabú de Miguel Gomes al clásico relato de aventuras a lo Tarzán, del espinoso tema de la explotación comercial de los recursos naturales al trazo grueso de un cómic de Tintín en la selva. Todo cabe y todo vale, y hasta todo funciona porque Guerra no busca dar respuestas, sino ofrecer hechos y realidades para que cada espectador rehaga su película en su memoria, dotándole de una escenificación visual que rompa con referentes más reconocibles para dar, a la película, su propia entidad y valía.
La yakruna es el macguffin que Guerra utiliza, y no voy a negar la existencia de la planta, la ayahuasca andina, la chacruna, el toé… diversos nombres para referirse a las sustancias que proporcionaban el poder curativo a los chamanes. No abusa Guerra de las ramificaciones esotéricas ni religiosas, ni del poder simbólico de cosmogonías propias de los habitantes originarios de la zona. Plantea su existencia y señala a los occidentales como ambiciosos buscadores de una planta, búsqueda doble: para el alemán era necesaria para curarse él mismo y poder regresar junto con su familia; para el segundo explorador la búsqueda se asemeja a la que Hitler y Himmler hacían de objetos de poder esotérico con la intención de dominar el mundo. La clarividencia y el poder mental que el consumo de la planta otorgaba a sus cuidadores era una razón poderosa para conseguirla y estudiarla. Karamakate sabe que la yakruna es un tesoro propio de su cultura, que es el único capaz de encontrarla y de saberla utilizar, por eso, como el último mohicano, su duda será la de conservar esa sabiduría y dejarla extinguir al tiempo que desaparece su pueblo, o compartirla y permitir que el secreto llegue a manos de gente parecida a los caucheros. Esas consecuencias de la explotación del caucho marcan los hitos dramáticos de la película, deforestación, profanación, asesinatos, violaciones, alcoholismo, genocidio, expulsión de los habitantes, esa explotación y el sometimiento religioso, que termina produciendo efectos similares. Para Karamakate revelar el secreto es tanto como condenar a otra generación más de pueblos a la persecución. No han conseguido eliminar la miseria moral de la imposición de una religión y de una lengua extrañas y han soportado la explotación esclavista de los caucheros, cuando sobre el horizonte se cierne la amenaza de otra explotación más, pero también el indígena sabe que el conocimiento no tiene por qué permanecer restringido y olvidado, que si ellos como pueblo más atrasado han conseguido recoger enseñanzas tecnológicas de los occidentales, quizás sea el momento en que proceda dar a conocer a los occidentales conocimientos propios de los indígenas cuando se llega a la selva con voluntad de saber, aunque ello suponga dejar la puerta abierta a usos comerciales o peligrosos.
Por eso en el indígena reside toda la trascendencia de la película, en su relación con la naturaleza, el desprecio que demuestra al indígena “amaestrado”, su afán liberador del yugo religioso, su reivindicación de una vida tradicional sin injerencias, su voluntad de mostrar al extraño y al extranjero cómo es una cultura diferente y milenaria, cómo se puede ser armónico con la naturaleza sin necesidad de esquilmarla, saber interpretar lo que la toxicidad de las plantas ofrece a quien abre su mente a otras dimensiones. En ese camino lento y de rumbo variante que sigue Karamakate en dos momentos de su vida separados por casi 40 años, incluso él sufre la mutación derivada de alcanzar una comprensión diferente según avanza el viaje, su voluntad curativa con el alemán se transforma en conocimiento de dónde reside, o puede residir el mal, como con el americano sus reticencias iniciales, su descubrimiento de que anda buscando lo mismo que los demás, también el caucho en el sustrato, no le impide descubrirle el verdadero secreto de la planta, transmitiéndole un saber que, después, él deberá ser capaz de administrar (esa doble aparición de las mariposas simboliza un encuentro, en diferido, entre el indígena y el explorador, una transmisión de un estado emocional hasta entonces nunca compartido).
En el camino fluvial seguimos a la lancha como quien se deja magnetizar por la patrullera yanqui de Apocalypse Now, conforme la misma se interna en la selva más y más, el horror se encuentra cada vez más presente, ya sea en un indígena mutilado que pide la muerte o en la misión jesuítica que, 40 años después, ha dejado de ser un lugar de maltrato y, por qué no, pedofilia, para estar dominada por una secta de raigambre católica probablemente heredera de los malos hábitos de aquellos misioneros con los niños que recogían y adoctrinaban. Guerra utiliza el blanco y negro para eliminar cualquier elemento paisajístico de su película, para huir del afán documentalista y naturalístico, no hay colores que nos inviten a desorientarnos u olvidarnos del verdadero motivo de la narración. No nos perderemos ante la inmensidad del paisaje porque en esa falta de color, y en la abundancia de la vegetación, nuestro ojo se distorsionará y no sabrá si es un árbol o una planta, un animal o una persona, un niño o un adulto. La eliminación del color ayuda a esa desnudez del relato, a progresar en los personajes y sus mitologías propias, eliminando todo aquello que, de por sí, suele ser superfluo en el relato que pretende ser de aventuras. Aquí la aventura no deja de ser iniciática sí, pero ajena, en cierto modo, al viaje. En el viaje se revela la verdadera identidad de cada uno, pero no por el movimiento, sino por compartir la experiencia. Si Karamakate teme a la fotografía por creer que es un aparato que crea al chullachaqui (especie de doppleganger amazónico pero que tiene el poder de engañarnos y hacernos perder en la jungla, lo que no deja de ser curioso cómo culturas tan separadas como la amazónica y la germánica pueden tener puntos de conexión tan evidentes), los científicos temen a lo desconocido que no pueden remediar. Aislados de su entorno, inútiles sus soluciones químicas, ellos mismos se pierden en la búsqueda de un remedio que, al tiempo, justifica el saber de otras razas y de otras culturas. Iniciado el viaje con un fin, es posible que a Karamakate el doble viaje no le aporte más que concienciarse de la estupidez y ceguera del género humano. Hacia dónde haya encaminado sus pasos Karamakate después de transmitir su sabiduría no nos interesa, la pregunta es ¿qué hemos aprendido del indio que no supiéramos de nosotros mismos antes de viajar? ¿Seremos capaces de aceptar que tenemos que cambiar sin necesidad de que nos lo diga un extraño?