Brevísimos apuntes sobre metacine
Por José Ramón García Chillerón.
Desde que el Séptimo Arte adquirió consciencia de las inmensas posibilidades narrativas que podía ofrecer el artificio inherente al propio acto cinematográfico los cineastas decidieron volver su mirada hacia la tramoya que se ocultaba tras las cámaras y los focos para reflexionar acerca del proceso de creación de las películas, exponiendo así ante el público las vicisitudes de los rodajes y los trucos de su puesta en escena. De esta manera, el cine ya comenzó a articular discursos autorreferenciales desde principios del siglo XX, cuando su lenguaje alcanzó un mayor criterio narrativo en manos de D.W. Griffith y otros pioneros.
Buster Keaton fue quizás uno de los cineastas precursores que más acertadamente abordaron la cuestión en películas mudas como El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr; Buster Keaton, 1924), uno de los primeros films en introducir el componente metaficcional en su trama y que contiene además una genial reflexión sobre la importancia narrativa del montaje en clave de slapstick, y El cameraman (Edward Sedgwick y Buster Keaton, 1928).
Dejando atrás los acercamientos metalingüísticos del cine silente, durante los años dorados de Hollywood también se produjeron un buen número de títulos en los que se trataba el asunto del cine dentro del cine desde la posición que otorgaba la madurez alcanzada por un medio que en aquellos momentos vivía su máximo esplendor. Las películas que se hicieron sobre el mundo del cine durante la edad dorada afrontaban el tema desde una perspectiva mucho menos inocente y, sobre todo, en la época más manierista del Hollywood clásico, la industria era representada desde un punto de vista en el que se imponía un cinismo que no dudaba en mostrar los entresijos, envidias y rencores que se escondían bajo la aparentemente impoluta alfombra roja. Para entender esta vitriólica evolución no hay más que comparar la candidez que desprende el retrato del bienintencionado director que encarna Joel McCrea en Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels; Preston Sturges, 1941) con la descarnada y poliédrica visión del productor interpretado por Kirk Douglas en Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Vincente Minnelli, 1952) que ofrecen sus colegas en los rashomonianos flashbacks en los que se estructura esta obra maestra del metacine donde Minnelli descubrió la cara oculta del glamour de Hollywood lanzando una mirada cáustica a la política de los estudios desde dentro del propio sistema. Muchos años después, Robert Altman tomaría el testigo de Minnelli para exponer una visión igualmente demoledora de la transfigurada industria del cine, al ser los estudios absorbidos por las grandes compañías multinacionales, en la magnífica El juego de Hollywood (The Player, 1992).
En Europa Jean-Luc Godard y François Truffaut, máximos representantes de la Nouvelle Vague francesa y popes por excelencia del cine moderno, aportaron sendas obras maestras al subgénero de la reflexión metacinematográfica durante las décadas de los 60 y los 70 respectivamente. En El desprecio (Le mépris, 1963), su primera película en color, el director de Alphaville (1965) aprovechó la novela homónima de Alberto Moravia para diseccionar ante su cámara el modus operandi de un crepuscular Fritz Lang. Asimismo, diez años más tarde, Truffaut expresó su amor por el oficio deconstruyendo el transcurso de un rodaje en la excelente La noche americana (La nuit américaine, 1973).
Por otra parte, la posmodernidad ha potenciado un enorme interés por las posibilidades metalingüísticas ofrecidas por este subgénero y se han realizado un buen número de films muy interesantes que tratan de muy diversas formas la temática de la creación cinematográfica. De esta manera, mientras Tim Burton en Ed Wood (1994) reivindica la esencia artística que subyace en el anticine de un director subterráneo y marginal a través de un espléndido biopic que se revela como la perfecta antítesis estética del descuidado estilo del autor de Glen o Glenda (Glen or Glenda, 1953) y Plan 9 del espacio exterior (Plan 9 from Outer Space, 1959), en El ladrón de orquídeas (Adaptation, Spike Jonze, 2002), el guionista Charlie Kaufman plantea cómo la adaptación cinematográfica de una novela puede transformarse en un experimento metanarrativo donde finalmente el propio proceso creativo deviene en la auténtica razón de ser del film.