William Shakespeare: Sonetos
Sonetos
William Shakespeare
Cátedra
Por Ricardo Martínez
Como preludio al año Shakespeare que se nos viene en 2016, cuando se cumple el cuarto centenario del fallecimiento del autor, Cátedra, en magnífica edición, nos trae una lectura de las que se puede considerar curativa para el alma (y el cuerpo, por qué no), siempre necesaria para el lector sensible.
Cabe decir que a este libro siempre le ha acompañado una especie de corolario: sonetos de amor. Y qué pocos autores, hasta ahora, han querido (o sabido) acercarse a la realidad del amor y hacerlo de una manera directa, franca, abierta, limpia y libre. Los autores han preferido, antes bien, los circunloquios para hablar de él, acaso porque se trata de un sentimiento que abarca (tal vez sea esa la razón) tantos matices como el mar, tantos suspiros como el seductor vacío del cielo… El caso es que así se ha realizado un viaje mucho más difícil y minucioso, pero al fin es como obtener la salvación por la originalidad en algo que va más allá de nuestro raciocinio, el deseo, y que merece nuestra entrega por cuánto le debemos.
“Lo que sí ofrecen estos sonetos leemos en la contraportada, certeramente señalado- es el análisis más completo y variado del tema central de toda la Tradición: la psicología moral del amor”. Y es que se podría decir que a este rico y complejo sentimiento se le ha abordado literariamente desde todos los puntos de vista, de ahí que unas descripciones rocen el ridículo y otras nos eleven por su sencillez (Prefiero este último ejemplo, y recuerdo una cancioncilla, acaso metafórica, que gustaba a un monarca: “Lindos ojos ha la garza, y no los alza”) Tal vez, tal vez en ello el secreto resida en que no se pretende tanto la descripción del amor, como si de un objeto material se tratase, sino de evocar la ensoñación que eleva nuestro ánimo, soñador aún por encima de nuestra voluntad más materializada.
Shakespeare, no obstante, seguirá siendo con el tiempo uno de los poetas más delicados que nos haya hablado de nuestro secreto eterno (a veces no lo conoce ni la amada) y aquí radica la belleza de este libro que, degustado con el sosiego necesario y la ensoñadora intención del solitario, llega a hacernos sentir casi más allá de nosotros mismos; convoca nuestros sentidos con una fuerza que es impulso y, a la vez, delicadísima debilidad que ha de ser completada por el bien de amar. Reparemos, por ejemplo, en el soneto 27 “Porque mis pensamientos (lejos de donde habito)/ Igual que peregrinos se dirigen a ti/ Haciendo que mis párpados se abran de par en par/ Mirando las tinieblas como miran los ciegos/ Salvo que esta visión que mi alma imagina/ Sólo ofrece tu sombra a mis ojos sin luz,/ Una joya que cuelga de la noche terrible/ Y lo negro del rostro se vuelve hermoso y joven./ Y por ti y para mí nunca encuentran reposo/ Ni mis miembros de día ni mi mente de noche”.
La lectura se hace remanso y a la vez desafío de la imaginación para llegar a sentir, para hallar aquello que nos ha de hacer felices, mejores, distintos. Aquello que no existe y a la vez nos vive con una intensidad inusitada. Aquello que, en una mañana nueva y distinta llamamos, sencillamente, amor.
Por lo demás, a mi entender, la traducción es medida y sensible, razón por la cual han de pasar menos desapercibidas al lector invocaciones tan elevadas y sencillas del texto como: “Porque sé necesario convertirme en un cómplice/ De ese dulce ladrón que agriamente me roba”, o bien aquellas palabras donde él o ella, el amado o la amada suspira. “En los negros renglones se verá su hermosura,/ Y ellos pervivirán y él será, en ellos, joven”.
Al fin, una lectura placentera como el sentimiento que evocan y suscitan.