Descubriendo a un cineasta excepcional: Frantisek Vlácil
Por Rafael S. Casademont.
“La historia no siempre es justa”.
Frantisek Vlácil es un director checoslovaco, nacido en 1924. Puede que su nombre no suene a la mayor parte de la cinefilia mundial, pero su labor cinematográfica en los años 60 manifiesta una calidad extraordinaria de forma tan evidente que bastan unos segundos de visionado de alguna de sus obras maestras para recordar su nombre y reconocer en él a uno de los grandes artistas de la imagen en movimiento. ¿Qué ha hecho que un director de tan tremenda calidad goce únicamente del más selecto reconocimiento y sea tan poco admirado fuera de sus fronteras? Quizás lo mejor sea empezar por el principio.
En la década de los 50 y 60 la mayoría de países del este de Europa se revolucionaron política y artísticamente tras la muerte de Iósif Stalin en 1953. Mientras que en Occidente se luchaba contra el clasicismo cinematográfico con movimientos como la Nouvelle Vague en Francia, el Free Cinema inglés y, más tarde, el Nuevo cine español o Alemán; en el este de Europa surgían, de forma casi simultánea, varias generaciones de oro que luchaban contra las esquemáticas y simplistas formas del llamado realismo socialista, cine apersonal y de carácter ejemplarizante impuesto desde Moscú. Polonia fue la primera y nos regaló a cineastas como Andrzej Wajda (Cenizas y diamantes, 1958; Generación, 1955; Kanal, 1957), Andrzej Munk (La pasajera, 1963) o Jerzy Kawalerowicz (Madre Juana de los Ángeles, 1961). En la propia URSS aparecían cineastas de la talla y personalidad de Andrei Tarkovski (La infancia de Iván, 1962; Andrei Rublev, 1966), Grigori Chukhrai (La balada del soldado, 1959) o Sergei Parajanov (Los corceles de fuego, 1964; El color de la granada, 1968). En Checoslovaquia, hogar de nuestro protagonista, fue el turno de la conocida como Nova Vlná (nueva ola en checo) formada por directores de la talla de Milos Forman (Los amores de una rubia, 1965), Vera Chytilová (Las margaritas, 1966), Jiri Menzel (Trenes rigurosamente vigilados, 1966), Jan Nemec (Diamantes de la noche, 1964) o Jaromil Jires (Valerie y su semana de las maravillas, 1970). Esta fabulosa explosión de talento, aupada por unas condiciones políticas ligeramente más favorables, fue apagándose poco a poco por diversas razones. En la antigua Checoslovaquia la razón fue muy concreta, la entrada de los llamados “tanques del Pacto de Varsovia” dio fin, en 1968, a la llamada Primavera de Praga cuando se disponía lo necesario para la celebración de unas tímidas elecciones semidemocráticas. Algunos como Milos Forman (Alguien voló sobre el nido del cuco, 1975) emigrarían con éxito a Estados Unidos, otros como el oscarizado Jiri Menzel continuarían en su país de origen con amplias dificultades y una carrera altamente irregular.
Volviendo a Frantisek Vlácil, uno se pregunta lo siguiente: con una época dorada de este calibre y directores de la talla de los citados, ¿dónde se encontraba el autor de la reconocida, tanto por críticos nacionales como internacionales, como la mejor película de la historia de Checoslovaquia? La película en cuestión es Marketa Lazarová, la obra cumbre de nuestro esquivo protagonista, estrenada en 1966, en pleno auge de la Nueva Ola. Frantisek Vlácil estudió Arte y Estética en la Universidad Masaryk de Brno, para después ser llamado por el ejército para la realización de diversos documentales de propaganda donde aprendió a rodar bajo extremas condiciones y en grandes despliegues naturales. Debido a su talento y, después de varios cortometrajes entre los que destaca Clouds of Glass (1957), Vlácil debutó a lo grande en el cine con Holubice (1960) cuya traducción al español sería Paloma o Paloma blanca. La película mostraba a un cineasta singular, interesado en las más puras cotas artísticas y formales, muy alejado del realismo socialista con uso vanguardista del montaje que recordaba al de los soviéticos de los años veinte. Una paloma extraviada une dos historias, la de una chica de un país mediterráneo, que la espera, y la de un chico inválido que la hiere en Praga para después arrepentirse y cuidar de ella hasta que pueda volver a volar. De un alto contenido poético y personalidad artística, la película significó uno de los primeros y más importantes pasos hacia la ruptura estilística y argumental que realizarían los autores anteriormente citados tres años más tarde.
Después de su ópera primera, Vlácil se embarcó en la etapa más reconocida de su cine, centrándose en la Edad Media como época y en la lucha entre lo pagano y el cristianismo como tema central. En 1961 realiza La trampa del diablo que mostraba a una familia de molineros, conocedores de la naturaleza, el flujo del agua y las cavernas subterráneas, enfrentados a la inquisición que les acusaba de obtener dichos conocimientos de manera diabólica. A esto se suma una historia de amor entre el hijo del molinero y la joven más bella del pueblo (también deseada por la mano derecha del cacique local). La película ya cuenta con varios de los aspectos más conocidos del mejor cine del checo, especialmente el peso de las localizaciones naturales (como la cueva subterránea) en relación con los personajes.
Aunque ambas películas son obras superiores de la cinematografía europea de los años 60 fue con la ya citada Marketa Lazarová donde el cineasta checo encontró su cénit, creando una de las cumbres del cine mundial. De larga realización, la película se estrenó en 1967. Rodada en situaciones extremas, el épico filme nos trasladaba de nuevo a la Edad Media para mostrarnos un mundo brutal, salvaje, despiadado y hermoso a la vez; un mundo que enfrentaba de nuevo lo pagano con lo religioso, la problemática de las relaciones amorosas y sexuales entre rivales y los conflictos generacionales (aunque podría parecerlo, alejemos nuestro pensamiento de Romeo y Julieta o West Side Story). Dividida en dos partes, el esqueleto de la historia se asemeja mucho a Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958) donde dos clanes familiares se enfrentan por numerosos motivos. Aunque la historia (Basada en la novela de Vladislav Vancura) es difícil de resumir y consta de numerosas vertientes (recuerda, con mayor complejidad estilística y narrativa, a la serie de la HBO Juego de Tronos). Se podría resumir de forma harto simplista de la siguiente manera: después de acompañar a una manada de lobos, presenciamos el ataque a unos nobles que acaba con el secuestro de un joven cuyo cautiverio causará una tensión que enfrentará a los dos clanes de la zona. Después de sufrir un fallido ataque, el hijo mayor del clan “pagano” secuestra a Marketa, la bella hija del rival, destinada a priori a ser la más sacra monja del convento, dejando además a su padre clavado en la puerta de su propia hacienda. Después vendrán diversas violaciones, amores imposibles, luchas, muertes, desprecios familiares y numerosos enfrentamientos que resulta más interesante ocultar por ahora para mayor disfrute de su visionado.
Pocas películas europeas cuentan con un nivel de ambición formal y temático tan alto como en este caso. El mundo visto como el reinado de la naturaleza, de lo salvaje, dominado por una manada de lobos que se relacionan con el resto de personajes como un elemento más de esta vida de cazados contra cazadores. La pérdida irremediable de la fe del joven noble al sentir las batallas y el horror o, de Marketa al sentir el sexo, la traición y el desprecio, son cosas que solo se pueden solucionar con la presencia de la muerte. La compleja fotografía de Bedrich Batka, que deja en un juego de niños las presunciones de El renacido (Alejandro G. Iñárritu, 2015), la estructura argumental, el fastuoso uso del sonido y de la música, el grado de cine experimental, de alto contenido llámese “poético”, que alcanzan numerosas escenas (véase la primera aparición de Marketa o las escenas amorosas en torno al árbol), así como los numerosos cambios del punto de vista y voces narrativas (la segunda parte será narrada a través de un bondadoso monje que busca a su única amiga, una oveja probablemente devorada por los soldados) acaban de componer una de las películas más complejas y arrebatadoras que uno puede ver y oír. Para su autor no era diferente: “He visto Marketa Lazarová muchas veces y siempre que la he visto, sin excepción, me ha hecho llorar intensamente. Nunca, nunca he puesto mi alma y mi vida en una obra como esa vez, es parte de mí” dice el actor Jan Kacer recreando al propio Vlácil en su documental póstumo Sentiment (Tomas Hejtmanek, 2003). Sin duda, una de las odiseas fílmicas más arrebatadoras y complejas de la historia del cine que hace difícil no comprender las palabras de su propio creador.
Pero no todo acabó ahí, después de Marketa Lazarová, Vlacíl finalizó su crudo tríptico de la sociedad medieval con otra obra excepcional, El valle de las abejas (1968), fácil de emparejar con otra obra maestra como Andrei Rublev (Andrei Tarkovski, 1966). Nos muestra a un joven niño que lleva un panal de abejas a la boda de su padre con una jovencísima chica. Al estropear la boda, el padre estampará (lo viviremos en primera persona), al niño contra el muro en un inicio que se disputa con el de Marketa Lazarová ser la cumbre del arte del realizador checo. Después, ya de adulto, descubrimos al joven encerrado en un monasterio en plena orilla del mar (de nuevo la importancia de las localizaciones) para luego escapar con la intención de volver a su antiguo hogar y tomar lo que es suyo (incluida la viuda de su padre). Mientras, su mejor amigo y presunto amante le perseguirá para hacer que vuelva al convento. De nuevo la lucha entre ambos mundos y un planteamiento formal arriesgado conforman este trabajo, menos ambicioso y más intimista que la poliédrica Marketa Lazarová, pero igual de interesante y magistral.
Si con su anterior trilogía, la obra de Vlácil remite al instante en forma y contenido al cine de Andrei Tarkovski, Ingmar Bergman, Carl Th. Dreyer, Akira Kurosawa y Luis Buñuel, con su última obra de la década de los 60, Adelheid (1970), el cineasta se mueve al terreno del Antonioni y Luchino Visconti. Trasladándonos ahora al final de la Segunda Guerra Mundial, el protagonista, héroe de guerra, será destinado a una mansión embargada directamente a los antiguos ocupantes nazis, la cual además tiene como criada, en forma de castigo y humillación, a la antigua dueña, hija del exdirigente nazi del lugar. Separados por la situación política, sin proceder del mismo país ni hablar la misma lengua y obligados políticamente a ser enemigos, surgirá entre ambos una oscura relación de atracción, una vuelta de tuerca a las relaciones de amor-odio con el pasado de Europa y su continuidad política como telón de fondo. Con menos presupuesto y medios que en sus obras anteriores, con el país volviendo de nuevo a la más estricta represión soviética (ya había acabado la primavera en Praga), Frantisek Vlácil se refugia en el intimismo para crear su última gran obra. Un interesantísimo melodrama histórico que obliga a preguntarnos acerca de nuestros más hondos conceptos de nacionalismo, sociedad y culpabilidad histórica con un final sorprendente y sin caer nunca en la facilona propaganda o tesis personal monodiscursiva, tan habitual en la narración de sucesos político-históricos.
La carrera de Frantisek Vlácil no acabó con Adelheid, aunque el llano artístico que provocó la reimplantación del cine estrictamente socialista ahogó la creatividad de un cineasta (como la de muchos otros) cuyo único objeto era el arte por el arte. Pese a todo, siguió realizando películas en televisión y cine, de apreciable calidad e interés pero de formas y lugares más corrientes y similares al resto del cine que se producía en la esfera soviética de la época. Se podrían citar películas como Sombras de un verano caluroso (1978), El pastorcillo del valle (1983) o su última obra, Mag (1988). Un año antes de su muerte, en 1999, fue homenajeado con honores por toda su trayectoria en el longevo Festival checo Karlovy Vary. Único e ineludible reconocimiento de un país a su más grande realizador, outsider de su propia generación por diversas razones.
¿Errores de la historia, errores de los medios, de la crítica, del público, del propio Vlácil? Quizás. El hecho de comenzar su carrera por medio del ejército, alejado de la escuela oficial de cine (FAMU) que albergó al grueso de cineastas de la Nueva Ola, el ser contemporáneo y, a su vez, precursor de dicha explosión de talento (Holubice se considera un antecedente y, por lo tanto, Frantisek Vlácil correspondía, por poco, a la generación pasada) así como su búsqueda personal e individual del arte cinematográfico, alejado de la denuncia social más evidente, aislaron la carrera de un cineasta ignorado en casi todos los artículos, revisiones y recopilaciones del cine checoslovaco, centrados en exclusiva en los cineastas adscritos a la esencia central del movimiento dorado. Se pueden encontrar fácilmente denuncias al sistema en películas como Holubice (la unión de este y oeste mediante la paloma, símbolo de paz), El valle de las abejas (la obligación a hacer algo que no quieres, la vuelta al hogar desde el extranjero y la rebeldía generacional) o Adelheid (el pésimo trato a los vencidos del régimen ocupante) que demuestran que el autor de Marketa Lazarová no se encontraba aislado de su época. No se le discute, por tanto, su contenido ideológico sino su escaso posicionamiento directo y claro, su negativa al “cine militante”, enmascarado siempre detrás de una situación histórica alejada de la realidad y con las opiniones únicamente ocultas bajo planteamientos formales que, ante la necesidad de denuncia política, muchos considerarían banales o poco comprometidos. Lo cierto es que Frantisek Vlácil era de esos artistas que no podía evitar crear pensando únicamente en la eternidad.
Frantisek Vlácil actuó a la vez, pero por su propio camino, quedando invisibilizado por décadas. ¡No todo está perdido! En los últimos años parece que la historia se corrige, en internet empiezan a aparecer apuntes sobre este inmenso director, diversos blogs y páginas aluden a la calidad de sus películas. En el mundo global que permite internet y no antes, alguien como Vlácil tenía que salir a la luz. En Estados Unidos, la Criterion Collection, ama y señora del cine doméstico, editó un excepcional Blu-ray de Marketa Lazarová, en Inglaterra la casa Second Run añadió a su catálogo de DVDs un pack del cineasta checo con tres de sus películas más conocidas y su citado documental póstumo, Sentiment (2003). Quizás sea una simple ilusión y la afirmación con la que empezaba este artículo sea a todas luces correcta pero lo cierto es que, si bastan los primeros segundos de Marketa Lazarová para rendirse al talento de este olvidado cineasta, cómo no pensar en que la historia, lenta pero implacable y aunque sea cincuenta años después, está empezando a hacer justicia. Andrei Tarkovski, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, Carl Th. Dreyer, Akira Kurosawa, Jean Renoir, John Ford, Sergei Eisenstein… hay muchos dioses en el Olimpo cinematográfico pero seguro que hay un sitio libre esperando a que el imaginario colectivo de la historia del cine haga justicia y Frantisek Vlácil, acompañado de Marketa, ocupe su lugar en él.