Quique Fernández en «El guante y la piedra»: un inmigrante se confiesa entre puñetazos
Por Horacio Otheguy Riveira
El guante y la piedra, escrita e interpretada por Quique Fernández, es una función que despliega muchas facetas en sólo una hora de duración: de la poética cotidiana de un hombre de campo metido a boxeador, a la tensión dramática de un crescendo vitalista que encuentra su propio lenguaje para hablar, entre puñetazos, de la violencia desesperada de un extranjero humillado que busca su destino a cualquier precio.
Nelson Villa acarrea cajas de frutas y verduras en la Bretaña francesa: en el inmenso y hermoso paisaje, el joven de Mendoza (oeste de Argentina a 1046 kilómetros de Buenos Aires) se integra a la vida cotidiana de la France, se deja el alma para sobrevivir día a día, acarrea, va y viene, vuelve a empezar, no se queja, de nada se lamenta: vive; no piensa más allá de las pocas cosas que la existencia le pueda deparar.
Mas un día cualquiera entra en un bar habitual, bien dispuesto a compartir con los parroquianos nativos unos vinos, todos procurando relajarse después de una larga y pesada jornada. De pronto irrumpe un borracho que molesta a unas chicas, alguien se entromete, le pega para apartarlo de las jóvenes, y le pega más insultándolo por ser extranjero: y ahí, Nelson Villa encuentra su límite, y le da su merecido al agresor, en defensa no del borracho, sino del inmigrante. Se solidariza con otro como él: «Que castigue a un borracho pesado, vaya y pase, pero por ser extranjero es otra cosa». Uno de afuera, un forastero en desgracia. Y a partir de ahí su vida cambia radicalmente porque le invitan a asistir a un gimnasio y forjarse una vida como boxeador…
El muchacho de allende los mares, el tipo abierto, sin segundas, se encuentra de lo más cómodo calzando guantes y aprendiendo un oficio nuevo que se le da bien, en un ambiente completamente diferente. Por la mañana, el sudor y el sobresfuerzo del campo; por las tardes toca moverse con perspectiva de otro futuro en un cuadrilátero, hasta aprender a bailar; y es que pronto un veterano le indica que no está mal lo que hace, que tiene garra, pero que parece una estaca y tiene que aprender a mover las caderas, y lo mejor para aprender a mover las caderas en el ring, y adquirir una nueva energía adquiriendo elasticidad… es ir a bailar tango.
Tienes que disociar, la cadera por un lado, el torso por el otro, como en el tango…
Y en los entrenamientos escucha las raras disertaciones de otro boxeador, el búlgaro «Sócrates», siempre hablando, filosofando, obsesionado con el destino, con lo que da el azar y con lo que uno decide. Dudas que siembran inquietudes en el joven aprendiz, ávido de conocimiento y aventuras.
En este contexto, El guante y la piedra se convierte en un monólogo palpitante, nada discursivo [el horrendo enemigo del teatro cuando se pone a filosofar sin más, sin carne de personajes en situaciones de conflicto]: un soliloquio en el que su autor y protagonista, Quique Fernández, despliega unas dotes formidables para el drama y la comedia, bailando y moviéndose con una plasticidad admirable, gracias a lo cual transmite muchas emociones.
Rompe esquemas en torno al boxeo como una metáfora de la lucha por la vida, y convierte la escena en una serie de envolventes situaciones donde el tema principal es la desesperación de quien lucha por integrarse en una sociedad donde parece que le admiten, pero un solo rechazo importante le empuja a una desolación cargada de tanta violencia que ni él mismo sabe cómo fue posible que tanta rabia, tanta impotencia, le arrastrara a enfrentarse a toda una sociedad en la piel de un solo enemigo, perfectamente delimitado.
La historia se desenvuelve ágil y electrizante con un equipo forjado en muchas batallas teatrales, estudios y representaciones; jóvenes con rica experiencia: el propio Quique Fernández como actor en otros equipos (Serena apocalipsis —Centro Dramático Nacional—, Tempestad —según Péris Mencheta—, y autor y coprotagonista en Plaza Avellaneda), la directora Rosalía Martínez (actriz; asistente de dirección de Péris Mencheta en Un trozo invisible de este mundo; dirección en Plaza Avellaneda), y el iluminador Tomás Muñoz (escenógrafo, diseñador de iluminación, y director de escena de numerosas óperas).
Entre los tres logran la trascendencia de todo el proceso creativo, y el actor se encuentra felizmente acompañado por las voces de Jacques Brel (La valse) y Edith Piaf (Milord), una serie de tangos instrumentales, y un Bach que abre el fuego de tanta pasión con un prólogo sin palabras, con una mímica que invita a recorrer una historia singular que enamora y subleva: buena mezcla de poesía, ironía y dolor con suficiente sensibilidad como para entregar al espectador todo un mundo de reflexiones y sentimientos.
Una pasión por descubrir la verdad, en la que El guante y la piedra abunda en detalles plásticos e interpretativos de gran sutileza (el propio actor incorporando a otros personajes, por ejemplo), pero también puede satisfacer exigencias de los amantes del boxeo, ya que hay mucho subtexto interesante en la propia trama —seguramente impensado por el autor—, que a este cronista entusiasmó: el personaje de Nelson Villa que lucha por profesionalizarse en el boxeo, y se verá despreciado «por no hablar bien francés», recibe el mote de Mono, y Mono le llamó la burguesía a Gatica, un boxeador argentino extraordinario a quien sus fans llamaron Tigre; acabó en la ruina perseguido por cuestiones políticas en la dictadura argentina que sucedió al general Perón en 1955, y murió atropellado por un autobús a los 38 años.
La palabra piedra tiene que ver con otras simbologías, pero también hubo un campeón, todavía vivo, al que se le llamó Guante de Piedra, el panameño Roberto Durán Samaniego, que hizo una carrera modélica.
En El guante y la piedra no se habla en ningún momento de estas historias de boxeadores, pero subyacen, como muchas otras sugerencias, en un texto de gran belleza escénica, abierto para que cada espectador disfrute y trabaje con su memoria, según su propia experiencia.
Una creación que con unas pocas anécdotas indaga en asuntos muy serios, y sobre todo deja constancia del drama que millones de seres viven a diario por el mero hecho de ser extranjeros. La menor repulsa, el detalle más nimio puede hacer crecer un ser vengativo que se creía inexistente.
Hasta el 4 de marzo de 2016, los viernes a las 20 horas en Teatro Galileo.