Iñárritu conquista Hollywood y el Oeste
Por José Luis Muñoz.
Parece que vuelve a ponerse de moda el western y que éste vuelve a la tierra de su origen, a los Estados Unidos, tras una serie de reivindicaciones europeas del género (Blackthorn, el modélico western español de Mateo Gil sobre los últimos años de Butch Cassidy, interpretado por Sam Shepard, en Bolivia; Slow West, el esteticista western del británico John Maclean interpretado por el ubicuo Michael Fassbender; o The Salvation, el western del danés Kristian Levring que deja el dogma para abrazar uno de los géneros cinematográficos más clásicos), y sin olvidar a Quentin Tarantino, que, tras rodar Django desencadenado, nos ofrece el soporífero Los malditos ocho, un ejercicio de narcisismo estéril que se sirve del western para alargar una historia mínima hija de su proverbial, y nefasta, verborrea. Y ahora el mexicano Alejandro G. Iñárritu (ha desaparecido el González), después de su éxito en la pasada edición de los Óscar con Birdman, parece empeñado en repetir su éxito y consolidar su carrera en los Estados Unidos con esta reinterpretación del western primitivo de una factura tan impecable que deja boquiabierto al espectador y va a arrasar, con toda seguridad, en la próxima edición de los premios de la Academia, y con justicia, añadiría yo.
Hay huellas de Sidney Pollack, y de uno de los mejores westerns rodados, Las aventuras de Jeremiah Johnson, interpretado por Robert Redford, en El renacido (el entorno paisajístico que impone sus leyes; la relación con los nativos, respetuosa dentro de una rivalidad sangrienta; la soledad del héroe) y de la película de Richard C. Sarafian El hombre de una tierra salvaje con Richard Harris, de la que el último film del director de Amores perros es un remake. Pero también bebe El renacido, y mucho, del misticismo de Terrence Malick, y del propio director mexicano que tiene tantos defensores a ultranza por su estilo enfático, estético y ético, una opción muy defendible, como detractores que opinan que siempre se le va la mano en el subrayado excesivo. Y de Dersu Uzala, la última obra maestra de Akira Kurosawa, que seguramente ha tenido en mente el director mexicano mientras rodaba esta historia épica de supervivencia en condiciones extremas.
Inspirada en hechos reales, y eso habría que recalcarlo, porque parece imposible la peripecia del protagonista, pero el hombre es así de obstinado (otro ejemplo increíble sería Camino a la libertad de Peter Weir), Alejandro G. Iñárritu (México D.F, 1963) sigue la odisea vital del cazador de pieles Hugh Glass (Leonardo DiCaprio), herido brutalmente por un oso (esa secuencia, por sí sola, sencillamente magistral, ya salva la película y pasa a la historia) y abandonado moribundo por sus compañeros. El deseo de venganza y de sobrevivir, a pesar de las terribles adversidades y la dureza del entorno que hacen insostenible la vida, hacen caminar a ese hombre malherido y de una fortaleza física sobrecogedora trescientos kilómetros por un territorio hostil plagado de peligros naturales (ríos y cascadas que tiene que sortear) y humanos (tribus nativas que desean hacerse con su cabellera) en pos del hombre que lo ha dejado tirado allí, el cazador John Fitzgerald (un irreconocible Tom Hardy interpreta al malvado).
No puede haber un guion más simple que el de El renacido (el director mexicano tuvo en cuenta el libro de Michael Punke El renacido: una novela de venganza), ni una interpretación más parca en palabras: Leonardo DiCaprio, privado de la voz por las heridas que le propina el oso, se expresa con gruñidos y con lenguaje no verbal. Alejandro G. Iñárritu, en estado absoluto de gracia y con la ayuda de una fotografía magistral del también mexicano Emmanuel Lubezki (El nuevo nundo y El árbol de la vida de Terrence Malick; Birdman; Gravity de Alfonso Cuarón), la otra estrella de la producción, y punteada cada imagen con la música minimalista y muy japonesa de Ryuichi Sakamoto, uno de los más extraordinarios compositores actuales, consigue montar un espectáculo de una belleza visual sencillamente apabullante y meter al espectador en esos helados paisajes cercanos al río Yellowstone y a las Montañas Rocosas.
El protagonista principal de El renacido es la naturaleza, esa naturaleza indómita y salvaje que se encontraron los primeros exploradores de ese enorme e inabarcable país que ahora es Estados Unidos, una naturaleza contra la que difícilmente podían luchar y que sencillamente los devoraba (los personajes van todos mugrientos, barbudos y llenos de mocos en su ambientación naturalista y cercana a la realidad; los alimentos los consumen crudos; los delgados mimbres de su civilización se desintegran ante la poderosa madre Naturaleza). No espere encontrar el espectador complejidades psicológicas en los personajes de esta película, porque todos son seres elementales, sin otra ansia que la supervivencia, y que, o se integran en ese paisaje tan bello como letal, o perecen devorados por él. El renacido es un espectáculo cinematográfico de altura, un film eminentemente físico (como lo era En busca del fuego de Jean-Jacques Annaud) a disfrutar sin complejos, con secuencias que quedan en la retina (ese ataque de los nativos arikaras al grupo de cazadores junto al río del principio, rodado con impecables planos secuencia y cámara con giros suaves que contrastan con el dramatismo y la violencia de lo filmado; los arikaras persiguiendo a Hugh Glass por la llanura a caballo mientras intentan aflecharlo la partida de indios que quieren cazarlo; el caballo despeñándose y sirviendo de refugio ante la ventisca de nieve; la manada de bisontes en desbandada atacada por los lobos; la pelea a cuchillo con John Fitzgerald, en la nieve, en la que cada tajo duele) y pueden marcar un antes y un después dentro del western, creando escuela. El director de 21 gramos filma con elegancia, y, hasta diría, con una armonía cósmica, las escenas de cruda violencia que el espectador ve como connaturales dentro de la cosmogonía del entorno, y en esa esquina se cruza también con el Terrence Malick de La delgada línea roja, capaz de extraer poesía y humanidad de la violencia y sordidez de un conflicto bélico.
Alejandro G. Iñarritu filma la naturaleza salvaje en la que el hombre es una pieza más de ella, perfectamente integrada, momentos antes de que empezara a destruirla (ya empieza a destruirla con la caza indiscriminada de animales para el comercio de las pieles y el sometimiento de los pueblos nativos a los que llegaría a exterminar) y pone el énfasis en el instinto de supervivencia ante las adversidades de que hace gala ese solitario protagonista que saca fuerzas de sus sueños y de su pasado (la esposa que perdió; el hijo asesinado ante sus ojos, que acuden a él en cuanto cierra los ojos) para realmente renacer de entre los muertos y cobrar su deuda de sangre.
Una película física, cien por cien, y en la que el director mexicano se reinventa a sí mismo y se desafía para próximos proyectos. El mexicano, con sus clubes de adoradores y detractores, es, sin duda, uno de los grandes a tener en cuenta. Y que sea fuerte “El Negro”, como el Hugh Glass de su última película, y no se deje devorar por la industria del Imperio como le ha sucedido a muchos de sus compatriotas.