Los 10 mejores inicios de relatos cortos

10. El mentiroso (2008), de Tobias Wolff

Mi madre leía de todo excepto libros. Anuncios de los autobuses, la carta entera de los restaurantes, vallas publicitarias; si no tenía tapas le interesaba. Así que cuando encontró una carta en mi cajón que no iba dirigida a ella, la leyó. «¿Qué importa, si James no tiene nada que ocultar?», fue lo que pensó. Guardó la carta en el cajón cuando la terminó y anduvo de habitación en habitación por la inmensa casa vacía, hablando sola. Volvió a sacar la carta y la leyó de nuevo. Luego, sin ponerse el abrigo ni cerrar la puerta con llave, bajó los escalones y se dirigió a la iglesia del final de la calle.

9. La monstruosa radio (1953), de John Cheever
Jim e Irene Westcott pertenecían a esa clase de personas que parecen disfrutar del satisfactorio promedio de ingresos, dedicación y respetabilidad que alcanzan los ex alumnos universitarios, según las estadísticas de los boletines que ellos mismos editan. Eran padres de dos niños pequeños; llevaban casados nueve años; vivían en el piso doce de un bloque de apartamentos cerca de Sutton Place; iban al teatro una media de 10,3 veces al año y confiaban en residir algún día en Westchester. Irene Westcott era una muchacha agradable y no demasiado atractiva, de suave pelo castaño y frente fina y amplia sobre la que nada en absoluto había sido escrito.

8. El gato negro (1843), de Edgar Allan Poe

Ni espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido.

7. El diario de Adán y Eva (1893), de Mark Twain
PARTE I: EXTRACTOS DEL DIARIO DE ADÁN
Lunes
Esta nueva criatura de pelo largo empieza a ser un poco pesada. No hace más que seguirme y hacerse la encontradiza. No me gusta. No estoy acostumbrado a tener compañía. Preferiría que se quedase con los demás animales… Hoy está nublado, sopla viento de poniente, creo que tendremos lluvia… ¿Tendremos? ¿Por qué he dicho eso? Ahora caigo: la nueva criatura siempre habla así.

6. Antropocentrismo (1991), de Sławomir Mrożek

Nuestro nuevo amo llegó el día de San Juan. Era enorme, gordo, de nuca y nariz rojas y voz de trombón. Echó un vistazo a la finca, regaló un duro a Bartek, se dejó caer por las casas de los colonos, se pasó por la piedra a Magda en el bosquecillo, ordenó que le condujeran a la era, arreó una bofetada a Wojciech, fue a la cuadra, se comió un lechón, ordenó llamar al previamente abofeteado Wojciech, le regaló un reloj francés y volvió a abofetearlo. Se durmió y cuando despertó ordenó enganchar los caballos al trineo.
—¿Cómo al trineo, mi señor? —se asombró Józef, el cochero—. Pero si estamos en verano.
—He dicho al trineo, imbécil, porque me de la gana, y mi voluntad es lo primero y el verano después.
5. La dama del perrito (1899), de Anton Chéjov
Decían que por el paseo marítimo había aparecido una cara nueva: una dama con un perrito. Dmitri Dmítrievich Gúrov, que llevaba en Yalta dos semanas y ya se había hecho al lugar, también empezó a interesarse por las caras nuevas. Sentado en la terraza del Vernet, vio avanzar por el paseo a una señora joven, una rubia de mediana estatura, con boina; tras ella corría un lulú blanco.

4. Una rosa para Emily (1943), de William Faulkner
Cuando murió la señorita Emily Grierson, todo nuestro pueblo fue a su funeral: los hombres por una especie de respetuoso afecto hacia un monumento caído, las mujeres sobre todo por la curiosidad de ver el interior de su casa, que nadie, excepto un viejo criado —mezcla de jardinero y cocinero— había visto, por lo menos, en los últimos diez años.

3. El aleph (1945), de Jorge Luis Borges
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.

2. El rastro de tu sangre en la nieve (1976), de Gabriel García Márquez

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero…

1. Queremos tanto a Glenda (1980), de Julio Cortázar
En aquel entonces era difícil saberlo. Uno va al cine o al teatro y vive su noche sin pensar en los que ya han cumplido la misma ceremonia, eligiendo el lugar y la hora, vistiéndose y telefoneando y fila once o cinco, la sombra y la música, la tierra de nadie y de todos allí donde todos son nadie, el hombre o la mujer en su butaca, acaso una palabra para excusarse por llegar tarde, un comentario a media voz que alguien recoge o ignora, casi siempre el silencio, las miradas vertiéndose en la escena o la pantalla, huyendo de lo contiguo, de lo de este lado. Realmente era difícil saber, por encima de la publicidad, de las colas interminables, de los carteles y las críticas, que éramos tantos los que queríamos a Glenda.

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