El tiempo envejece deprisa

 

Por Hilario J. Rodríguez.

DSC_2812«Al despertarse creyó que había soñado con una película que había visto no hacía mucho. Pero todo era distinto. Los personajes eran negros, así que la película del sueño era como un negativo de la película real. Y también ocurrían cosas distintas. El argumento era el mismo, las anécdotas, pero el desarrollo era diferente o en algún momento daba un giro inesperado y se convertía en algo totalmente distinto. Lo más terrible de todo, sin embargo, es que él, mientras soñaba, sabía que no necesariamente tenía que ser así, percibía la similitud con la película, creía comprender que ambas partían de los mismos postulados, y que si la película que había visto era la película real, la otra, la soñada, podía ser un comentario razonado, una crítica razonada y no necesariamente una pesadilla. Pero también es cierto que toda crítica, al cabo, se convierte en pesadilla.» ROBERTO BOLAÑO

Ahora mismo, después de haber dudado varios días porque no sabía por dónde comenzar, se me ha ocurrido una estrategia para hablar sobre El pozo (2015, Héctor Domínguez-Viguera Queija). Tiene que ver con la diferencia entre hacer películas y hacer cine, una dicotomía que permite diferenciar las narraciones de las formas, aunque sin olvidar que toda narración parte de una forma y que toda forma acaba transformándose en narración, cuando menos como experiencia estética. Con esto quiero decir que en adelante seguiré un camino que me hace sentir seguro, y no será refiriéndome a los hechos que se describen sino a cómo se describen y las posibles implicaciones en la historia.

Comenzaré, por tanto, haciendo un par de referencias al tiempo y al espacio en la película. Desde hace diez años (o quizás algo más) se libra una guerra civil, en cuyos bandos se habla una lengua común. El lugar, por consiguiente, no es España o al menos no sería una España real porque nuestra guerra no duró tanto. Si ciertos elementos (como varias fotografías antiguas, un quinque o el cabecero de una cama) invitan a pensar que estamos a comienzos del siglo XX, antes de que en las casas hubiese luz eléctrica y agua corriente, lo mejor es pensar que, en lugar de adentrarnos en una narración convencional, estamos entrando en el territorio de las fábulas y en él no es necesario hacer de lo real un punto de llegada sino un punto de partida. De hecho, las fábulas, que comprimen las historias y expanden su sentido, nos pueden servir para entender por qué El pozo es un cortometraje de 30 minutos con la densidad de un largometraje de una duración respetable. Algo así colocaría a Héctor Domínguez-Viguera Queija en un terreno experimental y revelaría el carácter audaz de su propuesta, al utilizar un mecanismo narrativo supuestamente infantil, con un rigor y una minuciosidad que solo utilizaría alguien de una enorme madurez o alguien luchando por alcanzarla.

el pozoYa instalados en la fábula, renunciando así a la realidad o su representación más o menos inmediata, no nos extrañará tanto comprobar el preciso trabajo del sonidista, a quien no solo se le debe la fisicidad del viento o el agua sino también la confluencia de las texturas acústicas (el crepitar de la casa, los crujidos del bosque, el eco, los extraños sonidos del agua agitada, el trino de los pájaros), que dan forma a la banda sonora de la película, a falta de música. Los personajes se asoman a un pozo para ver y para verse, pero lo que ellos ven para los espectadores en realidad son sonidos más que imágenes, no es nada nítido en ningún caso; se abrazan a los árboles para escuchar y para escucharse, y los espectadores tenemos que conformarnos con ver porque no entendemos el lenguaje íntimo de esos momentos; sabemos que Ana (Aitana Sánchez-Gijón) y Fernando (Samuel Viyuela) se enroscan en una cama aunque no los veamos, porque Clara se desvela en mitad de la noche y sale al pasillo, desde donde oye y nos permite oír a nosotros, los espectadores… Y la guerra continúa porque de vez en cuando oímos disparos en la lejanía, por mucho que ya no volvamos a ver el fragor del combate, como al principio. Todo lo que aparece en la pantalla siempre es un indicio de algo más que se le escapa a la mirada, un mundo por debajo del mundo, donde da la sensación de que estuviese teniendo lugar algo que solo podemos intuir.

La intuición, no obstante, tiene que ser nuestra compañera a lo largo del metraje. Con el tiempo, sin ir más lejos, nunca llegamos a estar seguros de cuanto se cuela entre las secuencias. A Fernando al comienzo lo hieren en el campo de batalla, poco antes de adentrarse en el bosque, y cuando Clara (Clara Pampym) lo encuentra han podido pasar varios días. También han podido pasar días (e incluso semanas) al verlo cojear por la casa o adentrándose en el bosque, ya recuperado. En ese sentido, el tiempo narrativo se hunde en la misma indeterminación del tiempo histórico, como si la escultura del tiempo no se esculpiese con el cincel de los días o las horas, y quedase pendiente de otros materiales.

La intuición ha de guiarnos pues en todo momento tenemos la sensación de que la película siempre sabe más que nosotros. A Fernando, cuyo nombre no se menciona a lo largo del metraje, solo le podemos adjudicar una identidad si nos fijamos en los créditos finales. Identificamos a uno de los dos soldados que luchan al principio de la película y nos vemos obligados a entender que tiene que ser Pedro, quedándonos la duda de quién pueda ser el que muere, porque no aparece en los créditos. Entonces hasta podemos especular si no será Fernando el que muere, claro que de ser así no tendría mucho sentido que Pedro le dispare al otro Pedro, al real, mientras huye hacia el bosque. Nos preocupa menos que se mencione a los padres de Ana y Clara, a quienes damos por muertos o desaparecidos pero cuyos retratos se esparcen por la casa, sobre una pared y encima de una mesilla (pese a la poca fiabilidad de las imágenes entre los personajes, según la frase «Cuando miro su foto, me parece otra persona»). Ni siquiera nos llama la atención Clara cuando le dice a Fernando que tarde o temprano le caerá bien a Ana. Sí que resulta misteriosa la observación de Pedro a Fernando poco antes de que este último lo mate, al decirle: «¡Cómo has crecido!»; a lo que Fernando le pregunta: «¿Nos conocemos?».

el pozo 2La película comienza con un plano de Ana durante un sueño agitado, despertándose de pronto e intentando a continuación volverse a dormir. Con ese inicio, resulta tentador plantear El pozo como un relato onírico, en el que hay espacios temporales disueltos, muertos a los que se entierra seguramente pero cuyo entierro no llegamos a ver, y personajes capaces de cambiar de cara, como Fernando y Ana al final, en una extraña simbiosis que parece la imagen de una araña y sus tentáculos, a la cual, no obstante, nos vemos incapaces de darle un significado porque quizás no tengo uno sino dos o tres o más. Algo similar nos sucede con varios movimientos de cámara, como cuando deja de encuadrar la huida de Pedro hacia el bosque, al oírse el disparo que le alcanza, y se pierde entre los árboles, aumentando la inconsistencia de cualquier aproximación frontal a la historia. Pero es que además, antes de ver la casa donde viven Ana y Clara, la cámara se asoma al brocal del pozo para registrar el movimiento del agua en su interior y su negativa, por tanto, a reflejar imágenes nítidas, y ya en el exterior necesita un movimiento en grúa descendente que finalmente encuadra a Clara.

El enemigo en casa, la casa del enemigo, enemigos para nosotros mismos, almas que vagan por un bosque buscando un hogar… Las posibilidades son infinitas y ninguna satisfactoria por completo. Como si nos moviésemos en la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo, deambulamos en un mundo de vivos que a veces parecen muertos o de muertos que a veces parecen vivos, en una guerra sin fin, quizás porque las guerras solo se terminan cuando no quedamos ninguno de nosotros. No es un movimiento seguro sino a tientas, quizás porque nos asalta el mismo miedo que asalta a Fernando cuando no es capaz de disparar a Pedro, su enemigo, antes de que mate al soldado con el que lucha. Es posible que nuestra puerta de entrada a este mundo pase por un acto de violencia como el de Fernando al matar finalmente a Pedro y suplantar el papel de éste en la casa de Ana y Clara.

Si alguien quiere recuperar el aliento de un cine que ha ido peligrosamente en extinción desde hace al menos dos décadas (me refiero a las películas de Tarkovski o a las de Larisa Shepitko), no debería perderse esta película por mucho que en ella a veces pueda sentir que pierde pie y se precipita en imágenes que no están ligadas a las fuerzas que normalmente empujan las historias o que dan forma a los personajes que intervienen en ellas.

 

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