Sexo pagado y cine: las chicas de compañía en la gran pantalla

Si la televisión es una ventana al mundo, el cine es probablemente un espejo. Si la televisión nos sirve para mirar, el cine es perfecto para mirarnos. Y como ocurre en muchos de los espejos, a veces la imagen reflejada se nos muestra amplificada, distorsionada e, incluso, fiel. Los temas a tratar en el cine son tan variados y poliédricos como las aristas de la propia realidad humana. Y quizá por ello el cine es un medio tan válido para proyectar todos nuestros tabúes.

La prostitución no iba a ser una excepción. Esta actividad (por utilizar un término lo más neutro posible) es ampliamente reconocida como “la profesión más antigua del mundo”. En nuestros días sigue muy vigente, tanto en el cine como en la vida misma. En España se galopa a caballo (no es una metáfora) entre el modelo criminalizador sueco y el neoliberal alemán, lo que da pie a situaciones muy polarizadas: desde la marginación del polígono industrial a la sofisticación del hotel de 5 estrellas, con clientes y prestadoras de servicios VIP donde la agencia de escorts se muestra como ejemplo de la profesionalización a la que puede llegar el sector, algo tan denostado por unos como deseado por otros.

En el cine (tampoco nos queremos desviar demasiado del tema), la versión más mostrada de la prostitución es precisamente la primera, la callejera, la sórdida, la marginal. Entendido marginal como reflejo de la marginalidad social, no como una situación escasa y poco habitual, pues en realidad es todo lo contrario. Bandas mafiosas, proxenetas y dinero negro rodean a las meretrices, que caen a un segundo o tercer plano para dar protagonismo a persecuciones, disparos y otras escenas de acción. Los ejemplos abundan, aunque  es quizá el más flagrante sea Venganza, con Liam Neeson.

En el extremo opuesto, encontramos esas historias edulcoradas en las que los protagonistas (una prostituta de bandera y un ricachón) se acaban enamorando. Es muy recurrente, sí, pero sucede en la vida real. Quizá con menos belleza femenina y menos ceros en la cuenta bancaria masculina, pero sucede. Nos sorprendería saber el número de parejas e incluso matrimonios cuya historia de amor era, en origen, una relación entre proveedora de servicios y cliente. No hace falta decir que, el caso más conocido es Pretty Woman, de Richard Gere y Julia Roberts.

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Tres películas que llevan a otro nivel de reflexión

Independientemente de su calidad (de hecho, estos tres títulos, sobre todo los dos primeros, son bastante malos, ¿para qué engañarnos?), hay otras películas que invitan un grado más profundo de reflexión. La primera de ellas es Una proposición indecente, en la que John Cage (Robert Redford) ofrece un millón de dólares por acostarse con Diana (Demi Moore), esposa de David (Woody Harrelson), cuyo matrimonio atravesaba una seria crisis económica y de pareja. Y nos hace reflexionar precisamente porque nos lleva al origen de la cuestión. ¿Qué es la prostitución? ¿Aceptar dinero por una sola relación ya te cuelga para siempre la etiqueta de puta (perdón por la expresión, pero es que esa es precisamente la connotación)? Necesidad, culpa, perdón. Son algunos de los sentimientos humanos que afloran. Mala, sí, pero paradójicamente te lleva a querer una segunda parte, aunque solo sea para saber qué ocurre en el futuro: ¿Realmente supera la pareja el extraño caso de los cuernos consentidos? ¿Se produce de verdad borrón y cuenta nueva o es un tema que vuelve una y otra vez al seno (tampoco es un símil) del matrimonio en forma de reproches?

Otra, todavía peor en cuanto a calidad, es Deuce Bigalow: Male Gigoló, conocida en España por su secuela Deuce Bigalow: Gigoló europeo, y protagonizada por Rob Schneider. La trama la podéis deducir de sus títulos. Esta comedieta tiene al menos el poder de hacernos reflexionar sobre un aspecto, aunque no sabemos si eso estaba entre sus propósitos: ¿Por qué la prostitución masculina está socialmente más aceptada? De hecho, basta como muestra el término gigoló, utilizado a menudo para referirse con orgullo a un héroe de la masculinidad, a un dios humano que alcanza lo máximo a lo que puede aspirar un hombre: cobrar por follar (perdón de nuevo, aquí se me ha escapado, movido por la testosterona). Y otra reflexión más cinematográfica: ¿Por qué no hay (si las hay, perdón por la ignorancia) comedias sobre prostitución femenina?

Y por último, Chloe, una película que, al menos, sí consigue algo que probablemente se proponía: hacernos reflexionar sobre cómo se debe de sentir realmente la prostituta, escort o como se la quiera llamar a la protagonista de la historia. Esta película, con Amanda Seyfried (Chloe), Julianne Moore (Catherine) y Liam Neeson (sí, qué casualidad, aquí es David) es de las pocas en las que se aborda la prostitución desde un punto de vista introspectivo. Y de toda la trama, llama la atención que una de las cosas que más duele a esta escort no es el hecho de recibir dinero por tener sexo (¿qué diferencia hay, por cierto, con las actrices porno?), sino el tratamiento que recibe de Catherine, la mujer que la contrata, no como escort sino como cebo para saber si su marido la estaba engañando. Más allá del amor que siente (sí, no podía faltar), a Chloe le duele que la trate como una mujer objeto, especialmente en el plano sentimental.

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